Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Vamos a ver qué ponemos en claro con ella.
—Bueno, pues en primer lugar que el muerto era rumano. Estaba metido en el negocio de la pornografía infantil, se libró de la redada que condenó a sus compinches y era un simple peón.
—¿No sería más un soplón que un peón? Se fue de la lengua, los cogieron a todos menos a él, y ahora Expósito se venga desde la cárcel.
—Es una posibilidad. Pero lo sabríamos: Machado habría recibido el soplo de él, y no fue así, los atraparon vía internet, nadie les pasó ninguna confidencia. Además, está su pistola, y la niña ladrona, y la mujer muerta y la hija de la mujer muerta en paradero desconocido.
—¿Ve como no ha servido para nada mi incursión en la cárcel?
—Ha servido. Vamos aclarando datos poco a poco. Además, gracias a usted, el día menos pensado vemos que Expósito se ha hecho catedrático de la universidad desde la cárcel.
—No mandaría a mis hijos a su clase.
—Yo, por mi parte, he conseguido que la dueña del último taller donde Marta Popescu trabajó reconociera la fotografía del rumano.
—¡No me diga!
—Sí, lo vio un día cuando iba a recogerla al trabajo. Se fijó porque era un hombre muy guapo.
—¿Y...?
—Los vio cómo se besaban en la boca, cómo se marchaban juntos, nada más. O sea, que estaban liados. Ya tenemos otra seguridad más.
Intentamos montar alguna hipótesis entre la niebla que todo lo desdibujaba. No era fácil, porque aquella niña ladrona, quizá asesina, venía a complicarlo todo, como un elemento que nunca casaba en el conjunto lógico.
Garzón procuró elaborar un concatenado de hechos que armonizara todas las pruebas con las que contábamos, pero desistió tras un rato. No era posible. ¿Por qué Delia conocía a ambas víctimas? ¿Había venido con ellos desde Rumania? En ese caso, debía de haber vivido con el hombre, porque de haberlo hecho con la Popescu, los vecinos y los testigos hubieran recordado que estaba con dos niñas. ¿Era el rumano asesinado el padre de Delia? Debíamos recordar que una de las posibilidades que estábamos barajando era que la niña fuera la asesina.
¿Había matado a su propio padre y a la amante de éste? ¿Por qué motivo? Y la madre, ¿quién era y dónde estaba?
—Subinspector, las informaciones que acabamos de adquirir conectan a la víctima masculina con el caso del taller.
—Y conectan a ambas víctimas entre sí.
—Entonces ya sabemos lo que es necesario hacer. Primero: decirle a Machado que necesitamos todos los informes del caso que él cerró. Hay que revisarlos, destriparlos, aprenderlos de memoria si es preciso. Segundo: quiero que inicie una búsqueda en nuestros archivos, que Yolanda se encargue de eso. Pongamos de los últimos dos años. Cualquier hombre o mujer muertos o desaparecidos, identificados o sin identificar, pero de los que se sepa o se sospeche que tenían nacionalidad rumana.
—Me temo que sin nombres es como buscar una aguja en un pajar.
—No tanto. La madre de esa niña debe de estar muerta, Garzón. Esa niña ha huido del nido, dejándolo vacío, y ninguna madre aguanta ver un nido vacío tanto tiempo sin movilizarse. Tengo menos confianza en que aparezca el padre, pero quién sabe.
—Pero ambos pudieron morir tiempo atrás, en su propio país.
—También pudieron matarlos y entonces la pequeña se vengó.
—Insiste usted en atribuir a los niños comportamientos adultos, inspectora, y eso no puede ser.
—Haga lo que le digo, no vamos a discutir. Si obtenemos resultados, ya tendremos tiempo para pelearnos a fondo. Pero las figuras paternas nos fallan aquí.
—Al principio ya hicimos algunos intentos por localizar a los padres.
—Buscábamos a gente viva, ahora estoy convencida de que iremos tras la pista de gente muerta.
—Usted manda. Voy a transmitirle a Yolanda sus órdenes.
—Déjelo, ya lo haré yo. De todas maneras, tengo que hablar con ella.
La venganza, la venganza era el punto común entre aquellas muertes. Puede que resultara en exceso shakespeariano, pero aquella niña había ejecutado una venganza, y no se me ocurrían muchas razones por las que una niña de ocho años podría querer vengarse: ¿el asesinato, la esclavización, el secuestro?, ¿de uno de sus padres, de los dos? No hay más figuras protagonistas que los padres para una niña de esa edad. Yolanda tomó nota de todo lo que debía hacer sin el más leve comentario ni pregunta. Era eficiente y segura como un reloj de calidad. Cuando ya iba a retirarse, me animé a cumplir mi palabra.
—Yolanda, ¿adónde vas tan de prisa?
—A ordenar los expedientes del caso del taller, inspectora, a cumplir con sus órdenes. ¿Se le ofrece algo más?
—Bueno, a mí me gustaría que charláramos un poco, es porque...
Renuncié a soltarle un discurso forzado sobre la conveniencia de reflexionar sentimentalmente. ¿Qué diantre podía decirle?
—Verás, Yolanda, vino a verme Ricard y me pidió que te convenciera para que pienses a conciencia tu decisión de abandonarlo.
Se le oscureció en seguida el semblante. Bajó los ojos. Se sentó en una silla desplomándose como sin fuerza.
—Ya es demasiado tarde, inspectora Delicado, anoche saqué mis cosas de su casa. Todo esto está siendo muy doloroso para mí; casi tanto como si yo fuera la persona abandonada.
—Lo sé, lo sé; ¡qué me vas a contar! Y por supuesto estás segura de lo que haces.
—Sí. Lo he pensado, lo he pensado mucho y desde todos los puntos de vista; pero no puedo darle la espalda al amor. Quiero mucho al policía Domínguez, inspectora.
Aproveché mis propios resquemores, esta vez no hablaba en nombre de Ricard.
—Por supuesto, no lo había olvidado. ¿Y tú crees que Domínguez... En fin, te parece Domínguez el hombre ideal para ti?
—Es muy tierno, inspectora, muy bueno y trabajador. Pero sobre todo es de mi cuerda. Tenemos la misma edad, los mismos gustos. Le parezco bien como soy, él no quiere que cambie. Además, estamos de acuerdo con respecto a formar una familia. Yo quiero tener hijos, inspectora; y ¿sabe qué me dijo Ricard cuando se lo planteé? ¡Que sólo pensar en la posibilidad de reproducirse lo deprimía!, y que si alguna vez se decidía a pensar en tener seres bajo su responsabilidad se compraría un gato birmano, que son muy cariñosos.
Reconocí perfectamente el estilo nihilista del psiquiatra.
—¡Una pasada, inspectora, la verdad! Vale que a todos nos gusta el cachondeo, pero alguna vez tienes que pararte y tomarte alguna puta cosa en serio, con perdón.
—Lo comprendo perfectamente. Además, ya no hay remedio. Vive tu vida, Yolanda, estoy segura de que todo te irá bien.
Me besó en la mejilla antes de irse. Le sonreí. Era un encanto. Esperaba que el atontolinado de Domínguez supiera hacerla feliz.
La jefa del archivo general era la inspectora jefe Magdalena González, una mujer de cuarenta y tantos, alta, morena, guapa, que hacía tambalearse un poco la estructura masculina del lugar a su paso. Yo la conocía y sabía que siempre brindaba una colaboración activa e inteligente. Le conté el caso, me escuchó y después meneó la cabeza valorativamente.
—¡Vaya historia, Petra! No tiene buena pinta, la cojas por donde la cojas.
—Ni me hables, vamos descubriendo cosas, muy poco a poco, pero falta un cañamazo lógico donde colocarlas.
—Y esas niñas, ¿dónde pueden haberse metido?
—Si es verdad que están juntas, parece que cuentan con un buen escondite. Tenemos dos dotaciones buscándolas y no hay manera de encontrarlas.
—No me gustaría llevar un tema de niños, pienso en mis tres hijos y me pongo enferma.
—Aquí tendrías la enfermedad garantizada.
—Pues no creas que puedo darte muchas garantías de que en los archivos informáticos... Pueden aparecer rumanos y rumanas muertos en los últimos dos años o desaparecidos que estén en los límites de edad razonables para ser padres de esa niña... Pero ¿qué esperas que eso pueda aclararte? No serán más que nombres, si es que los hay.
—Contaremos con las circunstancias de las muertes y las desapariciones; eso ya es algo. Podemos atar cabos, indagar.
—No es mi intención desanimarte, Petra, pero desde que hay tanta inmigración en el país... A veces tengo la sensación de que mueren fantasmas. Es como si seres humanos que han tenido una vida, hijos, que han desarrollado una actividad se desintegraran en el aire. Contamos con varios casos de muertes sin resolver cuyas víctimas nadie ha podido identificar, nadie. No han dejado ningún rastro tras de sí. Son seres etéreos, sin recuerdo, sin huella, sin principio ni fin.
—Suena terrible.
—Lo es. Se me ponen los pelos de punta cuando archivamos un caso así. ¿Tú sabes lo que es vivir treinta, cuarenta años sin que nadie dé posterior noticia sobre ti?
—Me hago una idea bastante clara. Creo que cuando yo me muera sucederá algo parecido.
—¡Vaya ocurrencia, Petra, por Dios!
—Hablo en serio, pero no me importa demasiado. Tú tienes hijos, la intuición básica de que alguien te sobrevivirá, pero yo soy un alma solitaria y pago un precio por mi libertad, un precio a veces alto. Aunque supongo que los desgraciados de tu archivo ni siquiera pueden escoger.
—¿Estás depre? ¿Quieres que comamos juntas?
Me eché a reír. Me había dejado llevar por mis pensamientos de modo bastante gratuito.
—Comemos cuando quieras, pero no te preocupes, estoy bien.
—Además, puestos a pensar en cosas graves, ¿tú crees que gracias a los hijos quedas para la posteridad? ¡Ni hablar mujer, ni hablar! Lo primero que hace un hijo cuando su padre casca es intentar olvidarse de que existió. Hay que seguir viviendo, ¿no se dice siempre así?
—Oye, no estoy aquí para amargarte la tarde.
—No me amargas, querida; al contrario, me haces pensar. Y no está mal pensar un poco en este trabajo de mierda que tenemos. ¡Siempre currando, siempre! Y cuando llegas a casa... ¡más! Hay que poner en funcionamiento la lavadora, ver si la leche o el azúcar se han acabado... Está bien reflexionar, aunque las consecuencias que saques sean muy negras.
Magdalena tenía fama de ser una fuerza de la naturaleza, y sin duda lo era, tenía ánimos para cualquier cosa, para todo. Se puso en jarras y me sonrió:
—No me olvido de que tú también has venido a explotarme.
—Cierto. ¿Cuánto tardarás en tener una lista más o menos decente para mí?
—¿Te corre prisa?
—No lo sé.
—Ésa es la respuesta más sincera que me has dado jamás. Cuenta con ella para mañana.
Teníamos una relación cordial. Habíamos coincidido en nuestro período de prácticas como policías y alguna que otra vez quedábamos para tomar una comida rápida. Pero ella tenía a su familia, que la absorbía, y yo era un ave solitaria. ¡Ah, supongo que una familia sirve para muchas cosas, y que siempre le puedes encontrar el lado práctico, pero la cantidad de servidumbres y estigmas que comporta siempre me había hecho dar un paso atrás. ¡Allá fueran felices los seres dotados para vivir en comunidad! Yo me conformaba con un rincón en la caverna.
Aquella noche descubrí en la nevera que mi asistenta me había comprado un gran bistec y unos tomates que tenían una pinta magnífica. En condiciones habituales me hubiera puesto inmediatamente a la labor: una ensalada con tomate y mozzarella de búfala y un sacrificio carnívoro a la plancha. Pero no tenía apetito; tampoco ganas de cocinar, aunque fuera muy simple el plato. Algo estaba fallando en mí, todos los ritos alegres y autosuficientes que había construido en torno a mi soledad empezaban a mostrarse caducos. Pero no existía alternativa, cuando uno vive solo no hay más remedio ni más felicidad que organizarse el espacio y el tiempo en función de los pequeños actos placenteros, de las mínimas obligaciones que uno sabe convertir en casi diversión. Aunque no, no aquella noche, aquella falta de interés e ilusión no debía preocuparme, además. Era lógica. Me encontraba barajando la posibilidad de que una niña de ocho años hubiera vengado la muerte de sus padres liquidando a dos tipos con mi pistola. No era el cuento de Blancanieves precisamente. Era Shakespeare pero sin reyes, ni linajes, ni fantasmas. Era Shakespeare con hambre, miseria, pornografía y zafiedad. Un clásico renovado. No debía obligarme a mí misma a aceptar eso como si se tratara de un asunto de todos los días. Yo también tenía mi estómago y mi sensibilidad, aunque hubiera hecho lo posible por olvidar ambas cosas. Por tanto, debía concederme una tregua sin intentar autoanálisis que me llevaran a la conclusión de que estaba trastornada. Puede que en realidad lo estuviera, pero sólo de manera transitoria.
Para celebrar una conclusión que demostraba hasta qué punto mi mente era madura y equilibrada, me serví un whisky. Bien, Petra, bien —me dije—, usemos las medicinas que el hombre ha creado, y le pegué a la sabiduría de los escoceses el primer tiento. Entonces sonó mi teléfono fijo.
—Petra, soy Ricard. He pensado que no te opondrías a que charláramos un rato.
—No me opondré, Ricard, eso es demasiado drástico. Simplemente ejerceré mi derecho a declinar tu proposición. Charlaremos, por supuesto que charlaremos, pero en otra ocasión, quizá incluso en otra vida. Buenas noches.
Colgué, y me felicité a mí misma por la manera ligera, casi grácil, con la que había salido de una situación probablemente absurda. Pero el teléfono sonó de nuevo. En fin, la gente nunca está a la altura de la réplica o el silencio justos como sucede en el teatro o las películas. Hubiera sido más práctico quitármelo de encima por métodos convencionales: «Me duele la cabeza». «Tengo trabajo»... Descolgué.
—Petra, no creo que sea justo...
—¿Quieres que te diga lo que no es justo, Ricard, quieres que te lo diga? Lo que no es justo es llamar a mi casa a las nueve de la noche con la pretensión de volver a contarme tus penas amorosas. Lo siento, de verdad, entiéndelo. Hablé con Yolanda como me pediste y no hay nada que yo pueda hacer. Se ha enamorado de otro, así de fácil. Y contra eso...
—¡Sí, maravilloso!, y para acabar de arreglarlo, a ti no se te ocurre nada mejor que mandarla a una misión de servicio en la que tiene que masturbar a un tío. ¡Creí que eras feminista, que tenías un poco de dignidad!
—¿Ella te ha contado eso?
—Lo comentó con Sonia delante de mí.
—Creí que ya no vivía contigo.
—Y así es, pero...
No pude seguir escuchándolo, una furia supina se apoderó de mí.