Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¡De acuerdo, muy bien, pero se lo dice usted! ¡Se lo sugiere, en ningún caso se lo ordena!
De manera bastante hipócrita me desentendí del tema, pero sabía perfectamente que Garzón estaba en ello. En efecto, un día después me dijo que las chicas habían aceptado sin presentar la más mínima objeción. No quise saber cómo lo organizaban, si era una sola de las chicas quien iba a intentar sonsacarle o si organizarían un comando erótico entre las dos. No hacía más que engañarme a mí misma, pero al menos guardaba las formas.
Al tercer día me encontraba clasificando pruebas con el subinspector cuando entraron Sonia y Yolanda. Venían a dar el parte de su seducción policial. Estaban contentas. Todo había funcionado bien. Traían información. Yolanda, absolutamente profesional, había escrito un pequeño informe que leyó. Lo sustancial en él era que Marta Popescu había dejado la prostitución porque se había enamorado de un tipo. Debía de ser un inmigrante ilegal porque había seguido dándole la tabarra a Sánchez para que se casara con ella a fin de procurarse papeles. Sánchez había asegurado que desconocía por completo la identidad del nuevo novio de Marta. No habían podido sacarle de ahí. También insinuó que quizá pertenecía a la banda de pornografía que habían cazado en el taller de La Teixonera.
—¡Buen trabajo! —exclamó el subinspector.
—Sí, ha sido un buen trabajo —abundé—. Y podéis estar convencidas de que no me hacía la más mínima gracia que os embarcarais en esa misión.
—No tiene que preocuparse, inspectora, ¡ha sido facilísimo! —dijo Yolanda—. Le pedimos un interrogatorio, protestó, dijo que estaba harto. Luego yo empecé a ponerlo bien a punto, y cuando ya estaba calentito como el chocolate, entró Sonia.
—¡Sí, fue genial!, cuando yo entré Yolanda le tenía la polla en la mano y el tío pegaba unos suspiros como si se fuera a morir. Entonces llegué yo y...
—¡Bueno, tía, tampoco hace falta dar tantos detalles! El caso es que, mientras yo... Actuaba con la mano, pues le iba preguntando, hasta que cantó.
—Sí, cuando estaba a punto de correrse nos apartábamos, ¡pobre, lo pasó fatal! Pero al final...
—Cantó —la atajó Yolanda antes de que la cosa pasara a descripciones aún más naturalistas. Luego se volvió hacia mí y me sonrió—: No pase pena por nosotras, inspectora. Era un pobre diablo y no hemos tenido que hacer nada especial.
Garzón se pasó diez minutos riéndose cuando las agentes hubieron salido del despacho. Rojo como la grana, intentaba, infructuosamente, serenarse.
—¿Lo ve, inspectora, ve como no era para tanto? Pero si esas chicas tienen las cosas muy claras, y son desinhibidas, además. Lo que pasa es que usted siempre tiende excesivamente a la tragedia.
Me restregué la cara varias veces. El subinspector me miró, serio de repente:
—¿Está fastidiada, Petra?
—Un poco cansada nada más.
—¿Fastidiada no?
—¿Por qué me pregunta eso?
—La conozco y sé que las cosas tan sórdidas le afectan mucho.
—Me siento bastante preservada esta vez.
—Mejor.
—Lo cual no significa que este caso no esté volviéndome loca. No avanzamos, subinspector, ¿se da cuenta? No hay manera de dar un paso adelante.
—No es completamente cierto, vamos pasito a pasito.
—Dando vueltas y más vueltas.
—Sin embargo, usted ha elaborado ya una teoría.
—Fragmentaria y sin pruebas, pero... Sí. Estoy convencida de que Marta Popescu se enamoró de nuestro cadáver sin nombre. Él la metió en el mundo de los abusos infantiles y... Y ahí se acaba cualquier claridad. Hagamos una cosa. Lleve una fotografía del muerto a ambos talleres de costura y enséñesela a las dos mujeres que han hablado con nosotros. Tengo la idea recurrente de que estamos haciendo algo mal en esta investigación. Alguna de esas chicas tuvo que verlo alguna vez, quizá él fue a buscarla al trabajo algún día...
—El asunto de su pistola lo ha desvirtuado todo.
—Sí, pero mi teoría tiene otro flanco, que no se le olvide.
—Una niña asesina.
—Que actúa por venganza.
—Ahí empezamos a discrepar. Una niña que roba una arma, que localiza a ambas víctimas, que no tiene madre ni nadie que le haya seguido la pista..., ¡que se lleva a la hija de una de sus víctimas consigo! Y dígame, inspectora, esa jodida niña, ¿dónde está, dónde se mete, se ha volatilizado?
—Le diré como nuestro querido confidente: no lo sé, no lo sé y no lo sé. De momento hay que identificar al muerto como absoluta prioridad. Mientras usted muestra su foto a esas mujeres, yo iré a la cárcel.
—Pero...
—¡Sí, ya lo sé, los condenados por el caso del taller no hablarán! Pero tenemos que intentarlo, ¿no? En ocasiones, las teorías policiales fallan. Habrá que buscar algún incentivo que les suelte la lengua.
—Adelante, inspectora. Me alegro de que no pierda el ánimo, y me alegro mucho más de lo que antes ha comentado.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo preservada que se siente ante las sordideces.
Asentí sin añadir explicaciones mientras nos levantábamos para ir a casa. Era verdad, algo había cambiado desde que aquel horrible caso estaba en danza. Había llegado a sentirme al borde de la depresión, pero algo me había rescatado. Con el tráfago de las investigaciones no había tenido tiempo, quizá tampoco necesidad, de realizar las introspecciones que solía. También podía ser que no hubiera querido hacerlas porque su resultado me metería en especulaciones difíciles de concluir. En fin, era evidente que mi escarceo sexual con Marcos Artigas me había venido bien. Marcos era un hombre sensato, tranquilo, encantador, y en la cama había resultado un amante apasionado y generoso. Obviamente, en momentos en los que me encontraba especialmente sensible a la soledad y el horror de la vida, tratar con alguien así me había infundido ánimos. Pero algo estaba muy claro en todo aquel asunto: se trataba de algo absolutamente puntual e inocuo. Nada iba a cambiar para mí. No era la primera vez que tenía amigos con los que me había permitido algún retozo y eso no alteraba las realidades con las que me había comprometido: paz, disfrute de la soledad deseada y nada de amor. Por fortuna, Artigas debía de ser un hombre cómodo, de los que no exigen explicaciones ni marcan prioridades. Su momento biográfico era propicio también para encuentros eróticos sin consecuencias; siempre sucede después de un divorcio. Pensándolo bien, debía de ser muy equilibrado. Se encontraba en un proceso de separación y no podía advertir en él ni uno solo de los rasgos de desorden que suelen producirse en esos casos. También era verdad que casi no lo conocía, y que probablemente su procesión de diablos transitaba en su interior. Pero aun así, que mantuviera las procesiones controladas, sin crujir de cadenas ni autoflagelaciones sangrantes, constituía un hito difícil de igualar. Yo lo había admitido en mi cama buscando normalidad, y normalidad había encontrado. No estaba segura de si la cita amorosa volvería a suceder, pero en cualquier caso estaba convencida de que Artigas y yo siempre guardaríamos un buen recuerdo mutuo. Cierto era que, para capear el temporal depresivo que me amenazaba, también podría haber recurrido a otros sistemas menos carnales: comer con una amiga, pasar el fin de semana en un balneario o leer uno de aquellos libros de autoayuda que el subinspector solía consultar, aunque sólo fuera por diversión. Pero mi generación siempre ha demostrado una querencia especial por el sexo, y lo hemos utilizado como una terapia multifuncional. ¿Hay algo más reconfortante que un buen encamamiento? Lo de menos es de qué tipo sea; uno puede además escoger, independientemente de quién le acompañe en la aventura, y dotar el acto de los atributos de los que se adolece personalmente en cada ocasión. ¿Hay un flaqueo de autoestima?... No tienes más que galopar encima o debajo de tu compañero como jaca jerezana, sintiéndote en la cima de algún promontorio excepcional. ¿Necesitas cariño y comprensión?... Acurrúcate junto a tu
partenaire
después de haber yacido juntos, como un viejo matrimonio que, lleno de agradecimiento y amistad, se dispone a dormir por enésima vez. Por eso dicen que un porcentaje importante del sexo es sólo imaginación. La mía es una generación promiscua, pero que no ha pedido ayuda a nadie para crecer. Nos hemos apañado normalmente con las medicinas espirituales que la naturaleza nos dio. En cualquier caso, mi historia sentimental con Marcos Artigas estaba controlada, e iba a ser corta, además. Me congratulé por haber encontrado a un hombre ideal en aquellas circunstancias: maduro, simpático, atractivo, seguro de sí mismo y agradable de trato. No albergaba la más mínima duda de que volvería a casarse con una mujer estupenda por tercera vez.
Todos aquellos pensamientos reconfortantes iba desgranándolos con indolencia frente a la puerta del despacho de Flora Mínguez, la jueza que instruía nuestro caso y que, de modo sistemático, siempre hacía esperar a sus visitantes. Cuando por fin me hizo pasar, no pudo reprimir un recibimiento irónicamente teatral:
—¡Inspectora Petra Delicado!, ¿a qué debe esta humilde jueza tanto honor?
Teníamos la misma edad y no era la primera vez que coincidíamos en una instrucción. Siempre se había mostrado cordial conmigo y nos había dado facilidades de cara a la investigación, pero yo sabía que su fama de dureza no se debía a rumores y siempre la había tratado de manera formal.
—Eso me suena a recriminación, señoría.
—Nada de eso, simplemente me alegro de verla porque no es algo fácil.
—Pero recibe periódicamente los informes del caso, ¿no es así?
—Con toda puntualidad, pero me temo que siempre llevan la firma artística del subinspector Garzón, y también es él quien aparece alguna vez por aquí en busca de órdenes y permisos.
—No quiero que parezca una excusa, señoría, pero es que este caso me tiene absorbida en cuerpo y alma. Es un caso complicado y desagradable.
—Sí, y según he visto, cada vez va complicándose más. Suponiendo que las muertes provocadas por su pistola estén conectadas.
—Lo están, señoría, se lo aseguro; sólo me falta poder probarlo. Y en parte para eso he venido.
—No sé por qué ha venido, pero seguro que es por algo bastante excepcional.
—Necesito conocer la identidad del primer cadáver; el hombre extranjero; es algo que no puede esperar más tiempo. Ese desconocimiento lo está dificultando todo.
—Supongo que sí. ¿Y qué puedo hacer yo?
—Señoría, necesito interrogar en prisión al organizador de una trama de compraventa de pornografía infantil. Se llama Juan Expósito, y si lo necesita puedo facilitarle su número de expediente.
—¿Para qué debería necesitarlo?
—Tengo que ofrecerle algo a ese hombre a cambio de información.
—¿Algo como qué?
—Acortamiento de pena, algún tipo de exención.
Sus cejas armoniosamente dibujadas formaron en seguida un ceño adusto. Comprendí que tendría problemas.
—Imposible, inspectora, imposible; no siga por ahí.
—Mis colegas más familiarizados con los temas por los que ese tipo ha sido condenado me aseguran que no hablará bajo ningún concepto; a no ser que...
—Esos temas, como usted los llama, constituyen el más miserable de los delitos, con el que debe mantenerse tolerancia cero. No espere de mí negociaciones para un aligeramiento de las penas porque no las obtendrá. Pruebe con otro juez.
—Usted sabe que ningún juez que no esté implicado en la instrucción de mi caso me va a escuchar.
—En ese caso...
—Señoría, por favor, será un pacto interno entre letrados que no originará ninguna alarma social. El delito por el que ese hombre está condenado es un caso cerrado ya, mientras que el que yo llevo entre manos puede encontrar solución. Podemos evitar el sufrimiento de nuevas víctimas inocentes.
—No hay garantías de que eso sea así. La justicia debe ser ciega e inflexible; el que ha sido condenado debe pagar.
—Señoría...
—Me gusta que sea vehemente y apasionada en su trabajo, Petra; pero debo advertirle de que yo también lo soy. Defiendo mis ideas, el modo en el que deben hacerse las cosas. Ofrézcale a ese hombre facilidades para realizar estudios universitarios en prisión, busque alternativas legales; pero no me pida nada bajo manga porque la respuesta siempre va a ser la misma: no.
¡Dios, detestaba a las mujeres de ideas claras!; y sabía lo inútil que resultaba con ellas ofrecer una oposición frontal. Perfecto, pues mentiría, me entrevistaría con aquel abyecto preso y le prometería la felicidad del paraíso. Después... Roma no paga a traidores. Mi sentido de lo moral estaba sufriendo un proceso de elasticidad; todo cambia cuando te enfrentas a un grado de infamia que te saca del limbo que aconseja: «No juzgues y no serás juzgado.» En aquella ocasión me veía capaz de juzgar sin paliativos y no temía ser juzgada yo a mi vez.
Machado me sugirió que leyera todo el expediente policial de Expósito, todos los documentos de la investigación de La Teixonera. Junto al «capo» habían caído varios subalternos, pero mi compañero me indicó la inutilidad de hablar con ellos; eran pura carne de cañón y no abrirían la boca si su jefe no lo autorizaba. Yo, que había alimentado la esperanza de sacar algo en claro de los menos destacados miembros de la trama por vía del general enfrentamiento, comprendí que el mundo de la delincuencia organizada tenía sus leyes. Sólo atendiendo los consejos de mi compañero ya pude deducir que hablábamos de gente muy dura, muy difícil de tratar.
—Ten cuidado con lo que le ofreces a cambio, Petra. ¿El juez te ha autorizado a ponerle algún caramelo?
—Me temo que no.
—Entonces, ten cuidado.
—Está en la cárcel, ¿con qué podría amenazarme?
—Son gente muy jodida, Petra, muy especial. A Expósito le da igual todo. Ya ves que con tal de sacar dinero vendería a su madre a un destripador. No esperes encontrar mucha maldad en él; sólo encontrarás dureza e indiferencia. Por eso creo que no te dirá nada aprovechable. Lo único que tiene es su silencio.
—Por lo menos, voy a intentarlo.
Me encerré en la sala de juntas de la comisaría y empecé a leer los expedientes, que me habían prestado en formato papel. La primera parte narraba cómo se reclutaba a los niños posibles candidatos a modelos pornográficos. Siempre había, por supuesto, un responsable que los alquilaba, que comerciaba con ellos, una persona mayor. Padres, madres, tutores, alguien a cuyo cargo se encontraban los pequeños. A veces figuraban nombres, otras, no. Justo quien debía protegerlos era quien los ofrecía como carnaza. Volví a sentirme mal, el espectáculo de la indefensión era el más obsceno que conocía. Aquel caso cada vez me gustaba menos, no me gustaba en absoluto, y llevábamos demasiado tiempo hollando en él. Dimitir era impensable, por lo que no había otra salida más que seguir avanzando hasta llegar al asesino. Pero ¿y si el asesino era Delia?, ¿cómo tragar que la única posibilidad de inocencia cae también en la locura del mal? No tenía más remedio que sacar fuerzas de flaqueza, no hacerme preguntas, continuar. A lo mejor debía pedirle a Marcos Artigas que nos viéramos de nuevo, aunque fuera para tomar un café. Por cierto, él no me había llamado desde nuestro encuentro. ¿Se había asustado? Era frecuente que un hombre te llamara después de un escarceo sexual. A todos les interesaba saber si te había gustado, si habían dejado alto el pabellón masculino. Pero éste no llamaba. Probablemente quería subrayar que para él aquello no había tenido la menor trascendencia. Una precaución inútil conmigo. En ese momento, mi móvil sonó y pensé que era él. Me equivoqué: era Ricard, mi penúltimo amante.