Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Les has dicho que soy policía, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—Por la curiosidad con que me miran.
—Si no tienes nada mejor que hacer, cuando acabe este tostón, porque seguro que es un tostón, podemos cenar algo. Aunque te advierto que mis hijos llevan una batería de preguntas preparada.
—Supongo que sabré contestar.
Apagaron las luces y yo hice lo mismo con mi móvil. Artigas me cuchicheó en el oído:
—Es una obra basada en la participación de los alumnos, sea cual sea su edad. Según decía la carta de invitación, los actores no hablan, lo expresarán todo con el cuerpo.
Puso cara de irónica resignación y yo le sonreí, la situación no dejaba de ser divertida. Empezó a sonar una música clásica muy animada que marcaba el ritmo sincopado con claridad. Por un lado del escenario apareció un niño —¿o era una niña?—, muy pequeño disfrazado de pato. Detrás venían, cogidos de la mano, un montón de patitos amarillos, a cuál más minúsculo. Los regocijados padres del auditorio prorrumpieron en pequeñas exclamaciones de placer. Eran sin duda alguna un grupo de párvulos de los que ninguno debía de exceder de los tres años. Iban vacilantes, despistados, y miraban a todos lados, poniendo en peligro la continuidad del movimiento en la fila. Era un espectáculo cómico y la gente empezó a reír. Llevaban en los pies unas aletas hechas a todas luces con cartón, destinadas a darles el aspecto de palmípedos. El niño que iba en último lugar, un patito liliputiense, caminaba de tal modo que la parte delantera de sus aletas acabó en su talón de Aquiles. Naturalmente, ni se enteró, como tampoco se dio cuenta, ni él ni ninguno de sus compañeros de granja, de las grandes carcajadas que esta circunstancia provocó en el público. Marcos y yo también nos reímos e intercambiamos una mirada de felicidad momentánea. No fue la última; un montaje con niños está sometido a tal grado de imponderables que es difícil sustraerse a la hilaridad espontánea que origina. Todo tenía su punto de fracaso, que era al mismo tiempo su mayor entretenimiento: los elefantes caminaban demasiado veloces, una de las gacelas se cayó, y los niños ya mayorcitos que oficiaban de jirafas no tenían muy claro cómo controlar la longitud de sus cuellos. Me di cuenta de que quienes más se reían eran Hugo y Teo. Acompañaban sus estrepitosas carcajadas con algunos codazos entre sí que no parecían incomodarlos. Hacia la mitad de aquel desfile animal un tanto anárquico surgieron varias gráciles libélulas vestidas con tutú y alas traslúcidas en los brazos. Allí estaba Marina, rubia y etérea, seria, concentrada en su labor de cruzar de puntillas el escenario mientras sonaba una pieza de Debussy. La verdad era que estaba encantadora y no pude reprimir una sonrisa afectuosa al recordar su ayuda inestimable en la investigación. Miré a su padre y le comenté:
—Lo está haciendo muy bien.
—Quizá le espera el estrellato —repuso jocosamente.
—Esa niña destacará en cualquier cosa que se proponga.
Se encogió de hombros y sonrió. Era un tipo simpático, Artigas, y su idea de invitarme allí estaba resultando menos absurda de lo que parecía en un principio.
A la salida teníamos que esperar a la niña en el
hall
del colegio. Mientras Marcos saludaba a otros padres, me volví hacia los gemelos:
—¿Os ha gustado?
—Todo les salía mal —contestó uno de ellos.
El otro completó la poco compasiva crítica:
—No le veo la gracia a una obra de teatro donde no se habla. En las obras de teatro se tiene que hablar.
—No siempre, ya lo ves. Y para no verle la gracia, te has reído un montón.
—¡Bah! —minimizó.
—Eres policía, ¿verdad? —preguntó el primero, mirando a su padre desde lejos.
—Inspectora de policía.
—¿Y llevas armas?
—Sí.
—¿Ahora, aquí mismo, en el bolso?
—Sí, sí la llevo. Pero aquí no os la voy a enseñar —me anticipé a lo que, seguro, venía después.
Llegó Artigas y lo hizo acompañado de una Marina en cuya cara permanecían algo pintados los bigotes de una libélula. Vino hacia mí y me besó. No sé si lo hizo espontáneamente o su padre la había aleccionado, pero me quedé agradablemente sorprendida. Inmediatamente dijo:
—Diles a ellos... —señaló a sus hermanos—, diles que es verdad que he trabajado para la policía y que he mirado fotos para el reconocimiento.
Miré a los muchachos:
—Es absolutamente verdad. Sin su ayuda, la investigación de un caso que estamos llevando estaría paralizada.
—¿Qué caso es?
—No os lo puedo decir, tiene que guardarse en secreto.
—Dejad a la inspectora. Ni se os pase por la cabeza estar friéndola a preguntas o no iremos a cenar.
Mientras me comentaba posibles restaurantes bivalentes para ambas edades, yo tenía un oído puesto subrepticiamente en la conversación también subrepticia que llevaban los tres niños.
—¡Vaya función más ridícula! ¿Para esto le has dicho a papá que nos hiciera venir? ¡Daban un partido de fútbol en la tele!
—¡Eres subnormal! —se defendía la dulce Marina en un registro desconocido para mí—. Sólo te gustan el fútbol y los deportes. Lo demás no te gusta porque no lo entiendes.
—¿Y qué había que entender de aquel gilipollas que andaba con los pies para atrás? ¡Daba pena, de tan gilipollas!
Marina se lanzó hacia uno de los chavales, dispuesta a atacar, pero en aquel momento su padre, ausente por completo de las hostilidades, se volvió hacia ellos y paralizó por completo la refriega:
—Venga, muchachos, vámonos. Iremos al Coliseo.
En el Coliseo servían buenas hamburguesas, ensaladas y pasta de la mejor calidad. Me pareció una elección adecuada. Nos dieron una mesa amplia y unas cartas enormes con dibujos alegóricos de comida. Me acometió una oleada de miedo. ¿De qué se habla con niños? ¿De qué se habla con hombres a los que apenas se conoce? ¿De qué se habla en una situación tan impensada, tan inusual? Los tres pequeños se mostraban calmados, si bien yo, que había estado en la belicosa conversación anterior, podía advertir cómo dardos envenenados cruzaban el mantel:
—¡Qué gracioso aquel niño que hacía de pato! —dijo el que se llamaba Hugo, sin duda el más sarcástico—. No se sabía si iba o si venía.
Pero Marina estaba entrenada para defenderse a pesar de su edad:
—Yo sí que lo sabía, las personas listas sí que lo sabían.
—Lo mejor eran las libélulas que bailaban ballet. Al principio creí que eran moscas —soltó Teo, demostrando no quedarse atrás en ironía.
Un trozo de patata al horno voló desde el plato de Marina al regazo de Teo. Los observé con los ojos desorbitados y después miré a Artigas. Ensimismado en la comida, tranquilo, parecía no enterarse de la guerra soterrada que se libraba entre sus retoños. Creo que algo debió de ver de soslayo en el tránsito de la patata voladora, porque ordenó vagamente:
—Chicos, estaos quietos.
Luego vino el interrogatorio, en el que fui preguntada sobre las curiosidades habituales, pero esta vez en crudo, sin la pátina de discreción que suelen utilizar los adultos: ¿Has cazado a muchos asesinos en serie?, ¿qué pistola llevas?, ¿pasas por muchos peligros?, ¿has matado a alguien alguna vez? Creo que Artigas sufrió un poco al principio, e incluso estuvo tentado de introducir censura en ciertos momentos, pero al comprobar que podía apañármelas sola, volvió a su placentero nirvana. Él también apuntó algunas cuestiones y todo acabó felizmente enseñándoles la pistola. Eso fue lo único que les procuró un poco de excitación, por supuesto, porque el resto debió de parecerles muy decepcionante. Hay pocos asesinos en serie en España, los riesgos que acechan en una investigación son limitados y raramente se dispara, mucho menos tirando a matar. Encima, enfrié aún más su entusiasmo inicial confesando que hacía tiempo que no cumplía con mis prácticas de tiro reglamentarias. Sólo Artigas debió de agradecerme tanta desmitificación, porque dudo que a un distinguido miembro de la burguesía catalana le hiciera ilusión ver cómo germinaba una incipiente vocación policial en alguno de sus vástagos.
A las diez y media, hora civilizada donde las haya, habíamos terminado de cenar. Marina tenía sueño visible y los gemelos estaban callados y formales, lo cual interpreté como cansancio. Marcos Artigas insistió varias veces en llevarme a mi casa, yo insistí en que no, y zanjé definitivamente la cuestión levantando la mano de improviso frente a un taxi que pasaba. Me despedí de los niños y su padre vino a abrirme la portezuela. Entonces me dijo:
—Siento una culpabilidad tremenda por haberte hecho venir a esta velada tan... familiar, creo que no me he dado cuenta de lo poco habitual que debe de ser para ti un plan semejante hasta que hemos estado disfrutándolo, y lo de disfrutarlo es un decir.
—Justamente por ser poco habitual lo he pasado estupendamente, de verdad. Tus hijos son muy divertidos.
Nos dimos dos castos besos en ambas mejillas y el taxi emprendió su marcha. Estaba contenta, no le había mentido a Artigas sólo por cortesía. En realidad, todo había sido fuera de lo común para mí, y eso se debía justamente a lo común que había sido: niños que cenan y se toman el pelo unos a otros, hacen preguntas, comen a dos carrillos, se ríen... Maravilloso, una dosis de normalidad que había conseguido que me evadiera de mis tinieblas interiores. Aquella noche dormiría bien.
Tomé una ducha, me puse el pijama y empecé a leer metida en la cama. Los pensamientos de la cena se colaban en mi atención. Realmente era sorprendente que un hombre moderno como Artigas tuviera cuatro hijos, por más que dos pertenecieran al mismo parto y el cómputo total hubiera de dividirse entre dos matrimonios. Nadie tiene cuatro hijos hoy en día, es algo obsoleto, incluso de mal gusto. Los chavales eran, sin embargo, bastante simpáticos, incluso podía decirse bien educados. No gritaban, no incordiaban ni reclamaban protagonismo, y hacían gala de una más que considerable ironía humorística. ¿Cómo sería la primera esposa de Artigas? ¿Por qué se separaron? ¿Por qué se había casado de nuevo con una mujer que aparentemente era muy distinta de él? En fin, aquel hombre escapaba un poco de los estándares habituales, tenía un punto de originalidad propia. Calmado, un poco ausente, oscilaba entre el hippy trasnochado y la persona lógica y cabal, perfectamente implantado en la realidad. Suspiré. En cualquier caso, bendito fuera él y su pequeña
troupe
de enanos porque, por una noche, me habían hecho olvidar los retorcimientos del caso. Semejante pensamiento me llevó a darme cuenta de que no había vuelto a conectar el teléfono móvil, ni repasado el contestador del fijo. No creía que hubiera sucedido nada de particular, pero impelida por el sentido del deber, decidí comprobarlo.
Diez, diez llamadas perdidas de Garzón me demostraron que había obrado mal. Seis mensajes idénticos. Seis más en la grabadora de mi casa, iguales también: «Petra, ¿dónde se ha metido? Llámeme en cuanto pueda, por favor. Es urgente.» Comenzó a bombearme el corazón. Sin aquella coda final sobre la urgencia, podría haber llegado a pensar que se trataba de algún problema personal del subinspector. Pero no, la urgencia me remitía claramente al caso. Eran casi las doce. ¿Qué hacía, le llamaba? ¿No sería demasiado tarde para aquello que requería mi atención? En ese momento el móvil sonó en mi mano. El sobresalto hizo que se me cayera, dibujando una pequeña parábola. Corrí a recuperarlo; no se había estropeado, seguía dando pitidos, extemporáneos a aquellas horas de la noche. La voz de mi compañero no logró aliviar el nerviosismo que de pronto me había acometido.
—Inspectora, ¡por fin!, ¿dónde carajo se había metido? He estado llamándola como un loco desde...
—Ya lo sé, ya lo sé, Garzón, ¿qué es esto, una bronca profesional?
—Nada de eso. Venga en seguida a comisaría. Una de las costureras rumanas llamó por teléfono, pero no quiere hablar conmigo. Le propuse a Yolanda, a Sonia... Pero no basta con una mujer, tiene que ser usted concretamente. Lleva aquí desde las diez, pero no puedo retenerla por más tiempo. Tengo miedo de que, si se va, mañana lo piense mejor y no suelte prenda.
—¿La tiene ahí cerca? Pásemela. ¿Cómo se llama?
—Illiana Illiescu.
—Illiana, ¿me entiende bien?
—Sí, la entiendo.
Comprendí la inquietud del subinspector, la voz era insegura, trémula, quizá asustada.
—Soy Petra Delicado, la inspectora que usted vio el otro día. Voy a coger mi coche y en seguida estaré allí. Le ruego que, ya que ha esperado tanto, no se marche, por favor.
—Mañana tengo que ir al taller a trabajar, muy pronto, por la mañana.
—Salgo inmediatamente, ¿me oye?, inmediatamente. Luego la llevaremos a su casa.
Colgué. Me quedé en blanco un instante. ¿Por dónde empezar? Los tejanos, sin ropa interior, un jersey grueso sobre la parte superior del pijama, zapatos sin calcetines, un abrigo, las llaves del coche. La tensión me disparó una súbita punzada de dolor en la frente. No tenía tiempo para una aspirina. Empecé a volar.
La llegada a comisaría sólo hizo que se intensificara mi jaqueca. ¿Dónde tendría Garzón a aquella testigo?, ¿en mi despacho? Suponiendo que no se hubiera largado ya. El policía Domínguez estaba de guardia esa noche. Me saludó, apenas le contesté, pero tuve un pensamiento huidizo hacia él: ¡Vaya suerte que tienes, tío! Encima debes de creer que la mereces. Abrí la puerta de modo vertiginoso y, ¡gracias al cielo!, allí estaba el subinspector acompañado de una chica morena, apenas treinta años, con aspecto tímido y cara de susto. Aflojé los músculos a toda velocidad, si es que eso puede hacerse, e hice una mueca que pretendía ser una sonrisa tranquilizadora. Le acerqué la mano tendida como una autómata; ella me la cogió sin fuerza.
—¿Qué tal? Soy Petra Delicado. Espero no haber tardado mucho.
Me di cuenta de que estaba embarazada. Le sonreí también al subinspector, sin la más mínima traza de naturalidad.
—¿Le ha ofrecido algo a Illiana, subinspector, un café, quizá un refresco?
—Sí, inspectora, pero no quiere tomar nada.
—Bueno, eso era porque yo no estaba aquí. Ahora se tomará un chocolate caliente de ésos tan maravillosos que salen de nuestra máquina, ¿verdad?
Se encogió de hombros sin saber qué hacer o decir.
—¿Será usted tan amable de ir a buscarlo, Fermín? Yo también tomaría otro.
Le hice una seña imperceptible que él percibió al fin. Se quitaría de en medio hasta que yo lo llamara. En cuanto hubo puesto un pie fuera de la habitación, la chica me miró, angustiada: