Authors: Alicia Giménez Bartlett
Se acercó el subinspector, que ya había terminado sus llamadas:
—Tiene una herida en el estómago, ¿la ve? Hay mucha sangre reseca ahí, también por debajo del cuerpo. Debió de morir desangrada.
—¿Cuánto tiempo cree que hace de eso?
—Ni idea, mi experiencia no llega a tanto, pero le aseguro que bastante: apesta.
—¿Ve la herida?
—No se distingue, la sangre ha empapado esa tela tan gruesa.
—¿Cree que puede ser un orificio de bala?
—¡Inspectora, no me haga más preguntas que no puedo contestarle!
—Perdone, el deseo de saber es más fuerte que yo.
—No, perdone usted, me he dejado llevar por la tensión.
—Será mejor que ambos nos tranquilicemos.
Lo que siguió no era para tranquilizar a nadie. El forense, los vecinos, las huellas, las fotos... Y la jueza preguntándonos por qué estaba la puerta forzada.
—Creímos oír el lamento de un niño —mentí antes de que Garzón metiera la pata—. Pero debió de ser un niño del vecindario.
Me miró con cara de no creerme y luego asintió, quitando importancia al asunto. Estoy segura de que sólo la naturaleza del delito que se implicaba en la investigación nos salvó de posteriores reconvenciones.
El forense, en una primera mirada pericial, determinó que el cadáver llevaba casi veinte días siéndolo, y que su herida había sido infligida por un arma de fuego. Un balazo disparado casi a bocajarro en el estómago. Cualquier aclaración más debía esperar a la autopsia. Yolanda y Sonia interrogaron a los vecinos, sin resultados; como el piso estaba aislado de los demás, nadie oyó ninguna deflagración, ningún grito, ningún fragor de lucha.
Al día siguiente, tanto la encargada del taller como Abel Sánchez identificaron a la víctima. Era Marta Popescu, sin ningún género de dudas.
Obviamente, Coronas quiso hablar conmigo, conocer detalles, repasar qué habíamos hecho hasta la fecha y enterarse de quién había sido el bestia que se había cargado la puerta de una patada, una puerta que nadie antes había forzado.
—Esa bestia he sido yo —le dije, y no quiso armarme un buen jaleo, simplemente se quedó callado.
Para otras aclaraciones hubo que esperar un poco. La autopsia concretó las primeras impresiones y las perfiló: un tiro en el estómago a bocajarro, ningún signo de lucha, la mujer no había tomado drogas.
Tres días más tarde llegó desde el Departamento de Balística la traca final: a Marta Popescu le habían disparado con una Glock, más concretamente la que a mí me sustrajeron tiempo atrás. Había muerto antes que el hombre misterioso, por lo cual era obvio que ella no lo había asesinado. Ya teníamos dos cadáveres, dos cadáveres, ambos debidos al uso de mi pistola, y dos niñas desaparecidas. ¿Alguien podía dar más? Cuando lo supe tuve ganas de echarme a llorar a moco tendido. Como sustitutivo de aquella reacción que detestaba, un dolor de cabeza intenso se me instaló en el hueso frontal. Un médico lo hubiera llamado «migraña de estrés».
Estábamos conmocionados, todos; todo el equipo, toda la comisaría, yo incluso lo habría creído si alguien me hubiera dicho que toda Barcelona también. Las pruebas que teníamos, hiladas entre sí, alumbraban un contrahecho monstruo de Frankenstein. A Marta Popescu la había matado alguien conocido, alguien que a su vez conocía a nuestro primer muerto. Ambas víctimas conocían a la niña ladrona. Garzón me hacía precisiones cada vez que llegaba a ese punto.
—Diga solamente que ambos fueron liquidados por alguien que conocía a la niña ladrona.
—Demasiados conocimientos. Si no se tratara de una niña, usted no dudaría en concluir que quien robó la pistola es el asesino de nuestros dos cadáveres. Pero claro, obra sobre usted el pensamiento convencional de que la infancia es santa. Pues bien, Fermín, o mucho me equivoco o nos enfrentamos a una pequeña bestia sanguinaria.
—¡No sea bruta, inspectora, eso es imposible!
Yolanda y Sonia, que asistían a la conversación, dieron un pequeño respingo simultáneo ante aquella reacción de mi compañero. Sonia, que no tenía excesivas luces, se vio en la obligación de intervenir:
—Mi sobrino, que es pequeño, da patadas en las espinillas de la gente sólo porque le gusta.
Yolanda la miró con encono:
—Bueno, mujer, ése es un caso particular; además, no es lo mismo arrearle patadas a alguien que dejarlo frito de un tiro.
—Todo es un juego perverso, si bien lo vamos a mirar —dije yo, intentando que la primera joven no quedara en tan mal lugar. Luego me volví hacia Garzón—: Por lo menos estará de acuerdo conmigo en que el asesino es el mismo en ambos casos.
—No estaría tan seguro. El hombre fue tiroteado en plenos cataplines, lo que hace aventurar una venganza sexual. Sin embargo, a la mujer la alcanzaron en el estómago.
—¿Qué se infiere de ahí, que era una venganza gastronómica?
—No se cachondee de mí, Petra, usted sabe a qué me refiero.
—Claro que lo sé. Mientras sólo teníamos a una víctima la simbología que le dábamos a su muerte estaba muy bien; pero ahora, como usted mismo ve, hacer un paralelismo de interpretación entre ambas agresiones mortales es absurdo.
—No la sigo.
—Garzón, busquemos otros puntos comunes entre ambos tiros. ¿Me sigue ahora? Por ejemplo, ambos fueron a bocajarro.
—Si las víctimas conocían a sus asesinos, eso es normal. Hablaban tranquilamente hasta que...
—Si estaban hablando, la trayectoria de la bala en el primer caso hubiera dado una inclinación inferior-superior. Ese tipo era mucho más alto de lo normal.
—No necesariamente.
—¡Es usted cabezota como un mulo! ¿Cómo podría demostrarle que...?
—¿Cómo puede demostrar algo de lo que no está segura?
Garzón estaba en lo cierto; no debía llevar a cabo pequeños experimentos de laboratorio escolar para convencer a mi adversario dialéctico. Lo que necesitaba, lo que necesitábamos en aquella investigación era una fórmula tan contundente y exacta como la que hizo Einstein. De repente tuve una idea. Me dirigí a las jóvenes policías, que escuchaban nuestra agitada polémica con desconcierto creciente.
—Vamos a ver, una de las dos, que me traiga una copia de las autopsias de ambas víctimas, si es cuatriplicada, mejor.
Yolanda propinó un suave pero expeditivo golpe en las costillas de Sonia y ésta, al cabo de un instante, reaccionó poniéndose en marcha. Preguntó desde la puerta:
—Cuatriplicada es que son cuatro copias, ¿verdad?
—Sí, tía, sí —saltó Yolanda, contrariada al no poder ocultar por más tiempo las limitaciones intelectuales de su compañera. Cuando ésta ya se había largado, se vio en la obligación de decir—: Es muy trabajadora, y nunca protesta por nada.
Garzón y yo cabeceamos afirmativamente aparentando el colmo de la comprensión. Tras una pausa que se nos hizo larga entró Sonia, ufana con su cuatriplicada labor. Repartí las hojas.
—Vamos a ver, ayúdenme. La víctima alcanzada en los genitales era un hombre alto. Aquí dice concretamente que medía uno noventa. Es decir, que sus partes estarían a una altura aproximada de... —Miré al subinspector—. ¿A cuántos centímetros del suelo tiene sus partes un caballero, subinspector?
—¡Joder con la preguntita! —soltó el aludido. Las dos chicas estallaron en alegres carcajadas que no pudieron reprimir—. ¿Esto nos llevará a algún lado? —preguntó con mala gaita.
—Le doy mi palabra de que estoy hablando muy en serio.
Puso cara de resignado.
—Yo mido uno sesenta y nueve, pero ni idea de... Yolanda dio un brinco:
—Tengo una cinta métrica en el cajón de mi mesa.
Sin demandar acuerdo ninguno, salió corriendo. Afortunadamente regresó en seguida, porque la espera se hizo muy violenta. Entró victoriosa, y la cinta métrica que había sido hasta aquel momento su consecución se convirtió en un objeto vergonzante con el que no sabía qué hacer. Lo dejó con ademán neutro sobre la mesa. El subinspector se adelantó y lo tomó en sus manos, dio un suspiro irónico y se volvió hacia su público:
—¡Pueden dejar de mirar a las paredes como si estuvieran en una exposición de cuadros! No pienso desnudarme.
Con este desenfadado aviso, las chicas pudieron dar rienda suelta a la risa que contenían y la tensión se alivió. Hizo sus mediciones.
—Cerca de ochenta centímetros.
—O sea que, grosso modo, la víctima debía de tenerlos por los noventa centímetros ¿Y el estómago, subinspector, a cuántos centímetros está su estómago? Aunque, espere, primero miraremos cuánto medía Marta Popescu.
Yolanda encontró en seguida el dato:
—Uno cincuenta y cinco.
—Yo también soy bajita —dijo Sonia—. Uno cincuenta y siete.
Midió la distancia entre su estómago y el suelo, encantada de su imprevisto protagonismo.
—Casi noventa centímetros.
Tragué saliva con dificultad; por primera vez en aquella investigación, el corazón me bombeaba nerviosamente cierta esperanza.
—Feliz coincidencia, ¿no creen?
—¿Adónde quiere ir a parar, inspectora?
—Las dos víctimas fueron abatidas con mi pistola; pero existe otro punto en común: ambas recibieron el impacto de bala a noventa centímetros, independientemente del órgano de su cuerpo que se viera afectado. Quizá es la altura desde la que un niño puede disparar a bocajarro. Y ambas veces lo hizo así porque es la manera segura de acertar cuando no se tiene pericia con las armas.
Un gran silencio siguió a mi parlamento.
—Entonces, según usted, la niña ladrona sigue teniendo su pistola y hace uso de ella. De acuerdo, pero ¿por qué?
—No lo sé, Fermín, no lo sé. No sé por qué esas dos víctimas están interconectadas, pero deben de estarlo sin ninguna duda. Al menos, en la mente de esa niña.
—¿Y la hija de la Popescu? —preguntó Yolanda con un hilo de voz.
—Lo más probable es que ande con la niña ladrona, aunque a lo mejor se ha largado por su cuenta. ¿La estamos buscando?
—Sí, inspectora, hay dos dotaciones en ello.
—¿Hemos encontrado algo interesante en casa de la rumana?
—Nada, ni un papel, ni una dirección... Supongo que como hacía poco tiempo que se habían trasladado allí...
—¿Y Abel Sánchez?
—El inspector Machado está dándole un repaso.
—Bien. Habrá que volver al centro El Roure. Su hipótesis, Fermín, es francamente buena. Las dos niñas pudieron encontrarse en algún momento allí. Aquella psicóloga, ¿cómo se llamaba?
—Inés Buendía.
—Exacto. Inés Buendía nos dijo que muchos niños de familias desestructuradas pasan temporadas en centros de acogida; luego vuelven con sus padres. Ése pudo ser el caso de la pequeña Popescu.
Nuevo silencio sepulcral.
—Vaya mierda de caso, ¿eh, señoras?
—Vaya mierda, sí.
Empezamos a salir en silencio del despacho. Entonces Sonia exclamó:
—No nos ha dado órdenes, inspectora Petra.
Me di cuenta de que Yolanda ya iba a meter de nuevo el codo en las costillas de su compañera. Decidí echarle un cable; mirándola con una sonrisa, exclamé:
—Eso está muy bien dicho, Sonia. Tú y Yolanda os sumaréis momentáneamente al operativo que busca a las niñas.
Asintió, feliz y orgullosa, ocasión que yo aproveché para añadir:
—Y la próxima vez que se te ocurra llamarme inspectora Petra soy capaz de hostiarte, ¿entendido?
Esta vez, su cabeceo afirmativo se hizo compulsivo. Se alejó, sin duda horrorizada, recibiendo explicaciones de Yolanda. Pensé que le estaría diciendo que cuando se me cogía el punto yo no estaba tan mal. Garzón y yo nos quedamos frente a frente.
—Usted y yo al centro El Roure, ¿no, Fermín?
—Sí, inspectora Petra. Lo que usted guste mandar.
Sus bromas no lograban ocultar el ánimo grave que lo embargaba. Aquel asunto de las niñas asesinas y las madres proxenetas le tenía alterado. Nada coincidía con lo que tenía que coincidir. Ni las criaturas eran inocentes ni las madres amorosas y protectoras. Estaba adivinando su pensamiento, porque dijo desde el volante del coche:
—¿En qué mundo nos ha tocado vivir, Petra? Nada es como tendría que ser. Dan ganas de meterse en una gruta y dejar pasar la vida sin moverse.
—Eso ya lo intentó san Antonio.
—¿Y?
—Fatal, se le aparecían leones amenazantes y mujeres desnudas que lo tentaban para realizar el acto carnal.
—¿Y qué hacía para resistir la tentación?
—Pues no sé, imaginar que follaba con los leones y las señoras le mordían, digo yo. El caso es que acabó como una cabra, el pobre; y no creo que usted quiera pasar por eso.
Rió por la sotabarba; suspiró tristemente después.
—Usted hace que me ría, pero le aseguro que todo esto me tiene al borde de la depresión.
—A mí también, no se lo voy a negar. Hay casos y casos, ¿verdad?
Sonó mi teléfono móvil. Contesté. Era Marcos Artigas; me invitaba a cenar aquella misma noche.
—¿Una cena familiar? —pregunté.
Sus carcajadas no me sorprendieron.
—¡No, por Dios!, esta vez sin niños. Lamento haberme echado fama de papá pelmazo.
—Nada de eso. La cena de la otra noche estuvo muy bien.
—¿Quedamos, entonces?
—De acuerdo, ¿me recoges en mi casa a las diez? Ya habré tenido tiempo de cambiarme.
—Perfecto, ahí estaré.
Silencio y miradas de reojo del subinspector. Por fin, la pregunta:
—¿Está saliendo con un hombre, Petra?
—Sólo es cuestión de soledades compartidas, de amistad. ¿Qué me dice de usted?
—Yo no estoy saliendo con un hombre.
—No se haga el interesante. ¿Qué tal con Beatriz?
—Ahí andamos, a la pelea: hay casorio, no hay casorio...
—Es usted duro, ¿eh?
—Hago como el san Agustín ése, resisto la tentación.
—San Antonio.
—San Antonio.
Nos quedamos callados un rato. Al cabo, él añadió:
—Yo también acabaré follando con leones, a falta de nadie más.
—O feliz para toda la vida.
—Quizá.
Intercambiamos una mirada de mutua simpatía y comprensión que sólo interrumpió el semáforo al ponerse en verde. Paso libre, adelante, hay que aguantar y seguir en el camino, mientras que las calles sean las que son.
La directora del centro El Roure había salido a hacer varios recados, nos informó Inés Buendía. Pero ella podía atendernos mientras llegaba. Sacó tres cafés de la máquina y se sentó a esperar con nosotros. Nuestra carga de preguntas no admitía, sin embargo, más dilación. Garzón le descerrajó la primera antes de que pudiera darse cuenta.