Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Bien, no tiene importancia, realmente no quería nada de él.
—Espere, le doy su teléfono móvil.
—No, no es necesario. Creo que ya lo tengo. Un abrazo, querida. Adiós.
Corté sin permitirle ni siquiera despedirse. ¡
Vade retro
, Satanás! Sólo me faltaba verme inmersa en otro sarao de sentimientos, emociones, amores vacilantes... No sólo acechaban mis compañeros de trabajo, sino también los padres de los testigos. Definitivamente, no.
Aquella noche dormí muy mal. Me desperté varias veces, sobresaltada por imágenes nocturnas de niñas con pinta demoníaca que profetizaban el fin de los tiempos. Cuando tengo alguna pesadilla suelo combatirla sentándome en un sofá. Allí tomo un vaso de leche caliente y leo un rato. Normalmente funciona bien. El ambiente relajado de mi casa, junto al placer que me causa la repetición de ritos cotidianos gratos como beber leche y leer, siempre reinstala la tranquilidad en mi pecho y borra esa sensación agobiante que el mal sueño deja. Pero aquella noche el malestar persistía a pesar de mis autocuidados. Y ni siquiera me atrevía a poner la televisión, remedio seguro para volver de la pesadilla a lo más vulgar, por miedo a encontrarme con una de esas películas de terror en las que actúan niños poseídos o marcados por la fatalidad, o fanatizados por sectas ocultistas. Decidí seguir leyendo y cuando el alba apuntó tomé una ducha caliente y salí a la calle. Cerca de casa hay un bar que abre muy temprano y me dirigí hacia él.
Nada más abrir la puerta la sangre volvió a circular caliente y vigorosa por mis venas. El olor a café y a bollos recién hechos, la visión de los primeros currantes que desayunaban con apetito, incluso la voz alegre del dueño preguntando casi afectuosamente: «¿Qué va a ser, señora?», me llevaron al borde de las lágrimas de gratitud. Sí, aquello era el mundo real, un mundo poblado por personas en su mayoría amables y sencillas, bondadosas, capaces de trabajar y reír, de bromear y quererse entre sí. Entonces comprendí lo que estaba sucediéndome. Aquel caso me afectaba sobremanera por una sola razón: había visto la cara del mal. En mi labor de policía había tenido que enfrentarme con el crimen, pero nunca había tratado ni de lejos ningún tema relacionado con el abuso de menores. Ahí había un suplemento de horror, de crueldad, de miseria moral que llegaba hasta el fondo. Como las mujeres apaleadas, o los mendigos escarnecidos o los inmigrantes timados, o los pobres robados o los ciegos conducidos a sabiendas hasta el borde del precipicio, el mal consistía en aprovecharse del más débil, de aquel que no tiene nada, ni la más mínima defensa. Niños que no han dado sino cuatro pasos en el mundo y ya cae sobre ellos el rigor del mal puro e indiferente, hielo inerte que se clava en el alma y paraliza.
Quizá debía pedirle al comisario Coronas que me relevara del caso. Para ello no tenía que dar muchas explicaciones. El hecho de que el arma del crimen fuera mía infundía a las cosas una emotividad francamente negativa para la investigación del caso, eso sería suficiente. Si bien mi propósito era resistir como pudiera hasta el final, aun a riesgo de perder la capacidad de disfrutar de la soledad que tantos años me había acompañado.
Garzón me esperaba con un pie sobre el acelerador. No sé cómo se las apañaba, pero estaba contento.
—¡Marchando, inspectora, que el tiempo vuela!
—¿Hoy no quiere tomar ni un café?
—Lo tomaremos en compañía de un
gentleman
, en su distinguido club.
—¡Me había olvidado del confidente!
—Anda usted despistada y un poco atontolinada también, si me permite la falta de respeto.
—He dormido fatal.
—¿Mal de amores?
—No, este caso tan desagradable me altera los nervios.
—Tranquilícese.
—No tengo ningún motivo para tranquilizarme. Nos enfrentamos a una niña fantasma y a la víctima estamos tratándola como si se tratara de un culpable. Encima, mi pistola anda pegando tiros por ahí. ¿Le parece una situación tranquilizante?
—Bueno, visto de esa manera... Pero debe mirar el futuro con optimismo. Lo dicen todos los libros de autoayuda.
—¿Y desde cuándo lee usted libros de autoayuda?
—¿Cómo cree que he llegado a ser el prodigio de equilibrio y sabiduría que soy en la actualidad? Pues arreándole a la autoayuda desde mi más tierna infancia. Cuando los demás niños aprendían en la escuela la lista de los reyes godos, los ríos de España y otras tantas naderías, yo leía subrepticiamente por debajo del pupitre aquello de «Cómo ser feliz y comer perdiz escabechada todos los días del año».
—Hoy no tengo ganas de broma, Garzón.
—Pues hace mal, porque sólo con un poco de broma vamos a poder aguantar lo que nos espera. Avisada queda, inspectora.
Lo miré de reojo sólo para comprobar que, al margen de las bromas, hablaba muy en serio. Se puso a silbar lo que parecía una marcha militar dada la fogosidad de sus resoplidos. En fin, mi subalterno sí tenía la clave para una felicidad duradera, a la vista estaba.
Entramos en un bar cutre de la Barceloneta, a una hora en la que los parroquianos eran hombres mayores ennegrecidos por años de trabajo y vida vulgar. Algunos tomaban cerveza, otros se aferraban a un café mientras miraban bobamente la televisión. Nuestro hombre ya estaba sentado a una mesa del fondo. Hizo una ridícula maniobra de despiste saludándonos a grandes voces como si nos encontráramos por casualidad. Lo detesté con una fuerza asombrosa. Garzón pidió café para nosotros y lo miró de modo desdeñoso.
—De modo que nos tomaste el pelo, ¿eh, Abel?
El tipo se echó la mano al pecho siguiendo con sus escasas dotes de interpretación.
—¿Yo, tomarles el pelo yo? ¿Me puede explicar por qué?
—Nos enviaste a un bonito taller de confección donde todo es legal. Pero no ha colado, ¿comprendes?, no ha colado; de manera que volvamos a empezar. Y esta vez te la juegas, muchacho, por mis muertos que te la vas a jugar.
—Un momento, un momento, no vayan tan de prisa. Yo ya les advertí que no ando metido en esos potajes. Oigo cosas de vez en cuando y no puedo saber si son verdad o no. Pero lo del taller de confección va a misa. Ahí hubo jaleo hace un tiempo y los cazaron a todos, pero por lo que oí que se decían dos tíos delante de mí, la cosa ha seguido. Cómo, cuándo y qué no tengo ni idea, pero el río suena, se lo digo yo. Que caiga ahora mismo muerto si digo una mentira.
—Casi estoy deseando que mienta —abrí la boca por primera vez.
—Usted es muy graciosa, ¿verdad?
—A mí no se me dirija, yo no hablo con cretinos.
El tipo se puso colorado de indignación. Iba a decirme algo, pero Garzón lo atajó largándole un billete:
—Esto es de parte del comisario, para que te compres algo que te haga ilusión.
—Gracias. Aún me acuerdo de cuando en la policía no había mujeres. Eran tiempos mejores.
No respondí. El subinspector siguió con un interrogatorio en el que alternaba las amenazas con promesas de más dinero, pero el tipo no varió ni un ápice su versión: en el taller de costura seguía habiendo delito. Al final, le hizo un gesto con la cabeza para que se largara.
—Vete, y calladito, que estás más mono. Si no has dicho la verdad puede que no te caigas muerto, pero una manta de hostias sí que te va a llover.
Salió tan campante como si nada hubiera pasado, metiéndose los billetes en el bolsillo. Me encaré con mi compañero:
—Si es verdad que sabe algo, no sé por qué narices no lo detenemos en vez de soltarle pasta.
—Usted eso de los confidentes no lo tiene nada claro, Petra. Este tío es un pringao y lo único que hace es moverse en ciertos entornos que nos interesan, pero sólo oye los ecos de las conversaciones de terceros. Encerrarlo no serviría de nada.
—¿Y encerrar a los que están a su alrededor?
—Aún serviría menos.
—Pues me jode.
—No debería joderle. Al fin y al cabo, nos ha dado esperanzas, y además en el sentido que usted intuía.
—Ese taller nunca me gustó. No deberíamos haberle retirado la vigilancia.
—Volveremos a ponérsela.
—Sí, pero antes vamos a hablar de nuevo con el inspector Machado.
Aquella misma tarde mi colega Machado nos recibió en su despacho.
—El caso de La Teixonera lo resolvimos nosotros, pero os aseguro que es improbable que se haya vuelto a montar una red mafiosa en el mismo lugar. Localizamos fotos de porno infantil en internet y las pistas nos llevaron hasta ese taller. Todos los responsables están enchironados, pero podría haber quedado alguien que se nos escapó, quizá alguien aislado o un asunto menor que aún colea en el mismo sitio. Voy a pasaros el expediente del caso para que le echéis una mirada, aunque creo que Abel Sánchez os ha tomado el pelo.
Observé la mesa de trabajo de Machado, atestada de papeles, de fichas, de cartas. No parecía faltarle labor. Se dio cuenta de que sus materiales y organización excitaban mi curiosidad.
—Todo parece un poco desordenado pero no lo está. Voy controlando, mal que bien. Desde hace tiempo el grueso de los asuntos se da en internet; de modo que no me ha quedado más remedio, a mí y a los de mi equipo, que reciclarnos en informática y navegar como piratas locos en la red.
—¿Con buenos resultados?
—Es difícil cazarlos, muy difícil. Es más escurridizo el mundo virtual que el mundo real.
—Ambos son un follón cada vez más liado.
—¿Desanimada, Petra?
—Me temo que sí. Oye, Machado, quiero pedirte un favor. Tú debes de tener incautadas muchas fotos de porno infantil, ¿no?
—La mayor parte pasan a manos de los juzgados como pruebas de alguna instrucción. Pero nosotros tenemos un buen paquete. Provienen de investigaciones en curso, de otras acabadas que no dieron resultado...
—Necesito que me busques las más escabrosas.
—Las más bestias quieres decir. No las tenemos clasificadas por contenidos, sino por fechas.
—¿No hay algunas que recuerdes como especialmente terribles?
—Todas ponen los pelos de punta. A ver, déjame pensar en algo que me haya impactado de manera más llamativa. Espera, voy a preguntar a Ràfols cómo se llamaba aquel caso que...
Desapareció de nuestra vista. Garzón me miró con cara extrañada. No le había informado de lo que pretendía hacer, de modo que en su sorpresa había también un cierto aire de reproche. Y, por supuesto, tuvo que expresarlo verbalmente.
—¿Hay algo que debería saber y no sé, por pura casualidad?
Ese tipo de interpelaciones seudoirónicas conseguía atacarme los nervios; también el hecho de que se afeara mi conducta en momentos de tensión. Permanecí callada. Él volvió a la carga:
—Lo digo porque quizá, si me informara de sus planes, dado que colaboramos, yo podría aportar mi pequeño granito de arena.
—No me toque las pelotas, Fermín, no es la ocasión.
Entró Machado interrumpiendo una más que posible refriega profesional. Llevaba varias carpetillas de cartón bajo el brazo.
—Espero que no hayáis comido nada en las últimas horas. No soporto ver a la gente vomitando.
Sin abrirlas, las echó sobre la mesa, señalándolas con la barbilla en un gesto de desprecio:
—Adelante, todas vuestras. Pertenecen a un expediente no solucionado que interceptamos en la red. No hubo manera de echarles el guante a los responsables. Me perdonaréis si no las ojeo con vosotros, pero procuro ver esas imágenes sólo cuando es estrictamente necesario, así intento mantener mi salud mental, aunque anda bastante deteriorada.
Venciendo el impulso de dar media vuelta y marcharme, abrí la carpeta con un aire demasiado frío y casual para ser verosímil. Garzón hizo lo mismo con otro grupo de fotografías. Empecé a pasarlas de una en una, como el subinspector hizo también. Machado había empezado a revisar sus papeles de un modo tan concentrado y abstraído que tampoco parecía natural. No nos mirábamos, no osábamos que nuestra respiración fuera audible, sólo se percibía en el aire el roce de los papeles de Machado, el de nuestras fotos desgranadas una a una. Tras unos cinco minutos eternos, Garzón lanzó la carpetilla sobre el tablero.
—¡Dios! —dijo en voz baja, arañando la palabra con los dientes, desgarrándola.
Yo puse una de las fotos frente a Machado, de un niño que debía de andar por los tres años, la más terrible que encontré, la más inhumana, la más patética, aquella que te hacía avergonzarte de haber nacido bajo el signo de un hombre y una mujer.
—Hazme una copia de ésta, Machado, a tamaño bastante grande. Vamos a ver si nos sirve como llave de conciencias.
El inspector, sin mirarla, la pasó por el escáner y después la editó para nosotros. Sólo entonces le lanzó una ojeada de través:
—¡Ah, sí, ésta es buena!
Una vez en mi mano, Garzón la contempló con horror. Machado nos miraba, sonriendo tristemente:
—Os han gustado, ¿eh?
—Sí, muy bonitas.
—Pues eso es lo que hay. Y a veces me dicen que siempre estoy de malhumor. ¡Hay que joderse, cualquiera lo estaría en mi lugar!
—Lo comprendo.
—Que tengáis suerte. Y a la mínima que toquéis algo que me ataña, me llamáis en seguida y entramos nosotros en acción. ¿De acuerdo?
—Descuida.
Salimos de la comisaría sin hablar. Un coche tocaba el claxon enloquecidamente porque otro, aparcado detrás, le impedía salir de su estacionamiento. De repente, Garzón se fue hacia el conductor y, casi metiendo la cabeza por la ventanilla, le espetó:
—¡Deje de hacer ruido o le detengo!
—Pero oiga, ¿quién es usted?
Le enseñó la placa con tremenda violencia. El otro se quedó con la boca abierta, sin entender nada, sin saber qué hacer. Fui hasta donde estaban y tomé a Garzón del brazo, lo aparté. Se dejó conducir así hasta la esquina, luego se deshizo de mi mano con una maniobra brusca.
—¡Déjeme en paz! ¡Estoy harto de que me controle incluso hasta la comida! ¡Harto de que tome iniciativas sin ni siquiera comunicármelo! ¡Harto no, hasta los cojones es lo que estoy! ¡Y si es usted mi superior y no puedo chillarle, me da exactamente igual, ¿comprende?, chillaré todo lo que me dé la gana, y si me llevan a Alcatraz, mejor, así no tendré que soportarla a usted ni al puto cuerpo de policía, que nunca me ha dado más que disgustos!
Le puse una mano en el hombro, hablándole en voz baja:
—Yo también me siento fatal, subinspector, ¿nos tomamos un café?