Nido vacío (12 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Pocos, es verdad; pero también lo es que pocos van armados con una flamante Glock. El arma de fuego es como un juguete mecánico, proporciona muchas facilidades para matar sin grandes alharacas.

—¿Lo dejamos, inspectora?

—Al menos, lo aparcamos. ¿Por dónde seguimos?

—Llame al confidente maravilloso que nos proporcionó Machado. Vamos a darle un toque. ¿Qué le parece?

—Bien. Le propongo que volvamos caminando a comisaría. Eso le mantendrá en forma.

—¿Es una alusión?

—Sólo un eslogan, tranquilícese.

Hacía un día espléndido, lleno de luz, un calorcillo suave emanaba del sol. Llegamos a Gran de Gràcia, una calle activa, comercial, atestada de gente y de coches. Después, la Diagonal partía la bajada hacia el mar y daba entrada al paseo de Gràcia, sin duda la avenida más elegante de Europa: amplia, imponente, serena a pesar de ser la espina dorsal de la ciudad. Las tiendas de lujo exhibían pequeños símbolos de su poder: un vestido, unas pocas joyas... Se suponía que eran sólo promesas de un riquísimo interior. Muy pocos se atreven a entrar ni siquiera para saciar la curiosidad. Esas tiendas imponen, son en sí mismas un sistema de selección. Si tienes posibilidades de comprar, la puerta está abierta. Si no, inmediatamente la actitud de los dependientes te lo hará saber. Será tanto su desprecio o tan grande su amabilidad que tú mismo irás arrugándote hasta hacerte pequeño y miserable. Garzón mostró de repente interés en pararse ante Chanel.

—Ésta es la marca de aquella vieja francesa, ¿verdad?, la que estaba tan delgada.

—¡Qué basto es usted, Fermín! Coco Chanel era algo más que una vieja delgada. ¡Es un icono de la elegancia femenina!

—¡Bah!, no comprendo cómo nadie, por el simple hecho de ser elegante, tenga que pasar a la historia. ¡Con la de hambre que ha habido siempre en el mundo!

—¡Todo lo arregla usted dándole al diente! Piense que hay otras cosas en la vida; lo queramos o no, la elegancia es una de ellas. Además, la historia la escribe gente con el estómago lleno.

—Cierto. Pero dígame, ese vestido que hay ahí, ¿cuánto puede costar?

Señalaba un traje de chaqueta de cuadros, de bordes desflecados y falda muy corta.

—No tengo ni idea, un montón.

—Pues es un adefesio. Parece que no hayan tenido tiempo ni de acabar de coserlo. Antes, las cosas costaban dinero en función de lo buenas que eran y lo bien hechas que estaban. Ahora todo depende del nombre de quien las haya parido. ¿Usted se gastaría un montón de pasta en ese trapo?

—¿Yo?

—¡Sí, usted, por poner un ejemplo!

—Probablemente me parecería inmoral llevar tanto dinero colgado de mis huesos.

—¿Lo ve?

—Pero eso no significa que no me gustara. Si no hubiera tantas desigualdades, si no fuera tan caro o si tuviera que ponérmelo por absoluta necesidad... Entonces sí, me gustaría llevarlo.

—Ya, y si mi abuela tuviera cojones, sería mi abuelo.

—¡Fermín!

—Perdone, es un antiguo dicho popular que he recordado de pronto.

Se reía como un bendito, feliz por haberme escandalizado. No tenía remedio.

—¿Para eso me hace parar aquí, para soltar horteradas?

De pronto se puso serio.

—Le parecen horteradas, ¿a que sí?

—Hombre, no creo que nuestro embajador en Londres suelte esos dichos populares en las recepciones diplomáticas; pero no se preocupe, es divertido.

—Ya, para pasar un rato, pero para toda la vida...

—Ahora sí que no le entiendo. ¿A qué aspira, a recitarme todo el compendio del refranero español más castizo hasta que nos jubilemos?

—No, disculpe, pensaba en voz alta.

Esperaba que le preguntara qué tipo de pensamientos habían conseguido ensombrecer su sonrisa, pero me propuse no hacerlo. Podía salir por cualquier lado, y a mí lo que me apetecía era disfrutar sin más de la calle, del aire, olvidar un poco al hombre definitivamente dormido por las balas que yo misma compré. Aunque un momento después sentí pena por Garzón: ¿con quién podía hablar si no era conmigo? Y además, ¿en qué pedazo de egoísta insensible me había convertido yo? Consideraba mi tranquilidad como algo intocable, pero ¿qué había tras ella? Probablemente nada, un nido vacío. Suele ocurrirles a los solterones, a los viudos, a los que han decidido dejar de lado el mundo emocional; van formando una carcasa cada vez más protegida, la blindan, construyen un foso disuasorio alrededor y luego resulta que no hay nada dentro, nada, el vacío más absoluto. Sin duda, yo acabaría igual a no ser que decidiera prestar mis servicios voluntarios en una ONG.

—¿Quiere que paremos a tomar otra cervecita, Fermín?

—¿Lo considera oportuno?

—Si las busco acabaré encontrando razones para que lo sea.

—Entonces no pierda el tiempo, vamos a por ella. Justamente ya empezaba a tener un poco de sed.

Nos sentamos en una terraza del paseo que, a pesar de no ser verano, estaba llena de público. Manadas de turistas hacían cola para visitar por dentro la casa Batlló.

—Cada vez hay más guiris —solté.

—¿Le molestan?

—Un poco. Andan despacio por la calle, se paran en cualquier parte impidiendo pasar, nunca van vestidos como corresponde, y además generan una oferta gastronómica infumable en los locales del centro. Molestar quizá no molesten, pero incordian.

—Estropean el cuadro.

—Ésa sería una buena explicación.

—Es un problema también.

—¿Qué es un problema?

—El cuadro. Todos nos hacemos un cuadro con nuestra vida, y las cosas tienen que pasar exactamente dentro de sus límites, como nosotros queremos, como lo hemos pintado, no cabe nada más.

Le escuché en silencio. Lo que estaba diciendo me interesaba enormemente.

—Todas las mañanas nos levantamos y comprobamos que el cuadro siga exactamente igual. Respiramos tranquilos si es así, y luchamos durante todo el día para que nadie dé una pincelada que no estaba prevista.

—Eso es bonito, Fermín.

—¿Cree que estoy diciéndoselo porque es bonito?

—No me malinterprete, se lo ruego, lo que dice es profundo también. Hace un rato yo pensaba algo por el estilo.

—Supongo que pasear despreocupadamente por la calle permite pensar mejor.

—Sí, pero veamos, ese cuadro del que habla usted, ¿no está formado en realidad por lo que uno quiere y ha conseguido ser?

—¿Usted es exactamente como ha querido ser?

—A eso sólo se puede contestar con una negativa.

—Pues en ese caso pregúntese por qué defiende su cuadro como si le fuera en ello la vida.

—De acuerdo, Garzón, hasta ahí la filosofía. Ahora descendamos dos peldaños; por debajo de la filosofía siempre se encuentra la realidad. Cuénteme.

Me miró con cara divertida.

—Es usted la leche, inspectora; siempre con el dardo listo para lanzarlo sobre el pobre despistado. Y con puntería infalible, además.

—¡Joder, es fácil acertar con usted! Lleva varios días queriendo contarme algo personal y yo, torpe de mí, no he querido escucharle. Ahora es el momento, aprovéchese.

—No quiero abrumarla.

—Mientras quede cerveza en el vaso, estaré bien. Adelante.

—Ya sabe de qué se trata, además.

—¿Del casorio?

—¡Del casorio!

—¿Le ha dado un ultimátum Beatriz?

—No, pero está tristona, insiste en el tema. Dice que los años que le quedan de vida quisiera pasarlos en mi compañía, viviendo juntos. Dice que nunca ha sido una mujer casada y que le apetece ser mi esposa.

—¿Viviría su hermana con ustedes?

—No, ella se quedaría en la casa de la familia, pero tienen otro piso muy bonito que podríamos ocupar; en realidad, tienen varios pisos en Barcelona; ése es el problema.

—El problema sería no tenerlos.

—Entiéndame, lo que quiero decir es que existe entre nosotros una gran diferencia social.

—La misma que no estando casados.

—Pero usted sabe que ellas pertenecen a una familia conocida de Barcelona, van al Liceu, forman parte de algún que otro club. Y dígame, ¿qué pinta un policía gordo y hortera como yo en un ambiente así?

—¿Teme los comentarios de la gente? Conozco a Beatriz lo bastante como para saber que eso le importa muy poco.

—Lo que temo es encontrarme yo mismo fuera de lugar, no saber cómo comportarme ni qué hacer.

—Compórtese como lo hace siempre. A mí me gusta, y al parecer, a Beatriz también. De lo contrario, no se hubiera enamorado de usted.

—Con todo esto, ¿está aconsejándome que me case?

—Sí.

—Pero usted no es una defensora del matrimonio precisamente.

—Depende de la situación. Es obvio que usted no quiere perder a Beatriz por nada del mundo. ¿Voy bien?

—Sí.

—Pues digamos que si no se casa corre el riesgo de que eso ocurra. Piénselo bien, Fermín, y valore ese riesgo. Piense, además, si lo que le impulsa a resistirse no es también el miedo a perder su comodidad actual; a alterar el cuadro como usted antes muy bien decía.

Asintió varias veces, bebió y me miró muy serio.

—La mantendré informada.

—¿Del curso de sus dudas o de la decisión?

—Sólo de la decisión cuando la tome; no quiero molestarla más.

—No me molesta; pero sé por experiencia que querer hablar sobre un tema de modo compulsivo acaba siendo un deseo encubierto de dilación.

—Lo sé, no me líe, lo sé. ¿Volvemos al trabajo?

—No tengo ni putas ganas.

—Eso es un deseo poco encubierto de dilación.

—Es duro empezar la tarea partiendo de un fracaso.

—¿Sigue atormentándola el robo de su pistola?

—Ya ve que ha traído consecuencias muy graves.

—Si no hubieran matado a ese tipo con su arma, lo habrían hecho con otra cualquiera. Hay montones de «pipas» en el mercado negro.

—Eso es lo que no sé.

—¡Si fuera eso sólo! No sabemos gran cosa.

—No me lo recuerde.

—Es justo lo que intento, recordárselo, a ver si se pone en funcionamiento de una vez.

Nos levantamos y reemprendimos el camino. Evidentemente, al subinspector le había venido bien hablar un rato. Ahora se mostraba más animado, menos ensimismado en su interior. A lo mejor yo también debía beneficiarme de la terapia oral, si bien mis cuitas no eran concretas en absoluto, cosa que tiende a complicar cualquier conversación. Si hubiera sabido exactamente cuáles eran mis problemas, eso ya habría sido el comienzo de la solución.

Garzón fue a su despacho y yo me enfrenté al informe que debía hacer sobre el caso del muerto no identificado. Búsqueda en bares: infructuosa. Búsqueda en restaurantes árabes: parcialmente válida. Importante: teléfono móvil desaparecido. ¿Qué se nos había pasado por alto en aquella mañana de investigación in situ? Quizá hubiéramos tenido que agotar la lista de restaurantes árabes. Habíamos hallado el que visitó la víctima aquella noche, pero no sabíamos si era un amante de la comida árabe y solía frecuentar otros de la misma zona. Llamé a Yolanda y le encargué el remate de la investigación. Estaba más calmada que cuando se marchó de la plaza Rius i Taulet, pero continuaba rara. No quise saber por qué. A partir de aquel momento iba a ser la mujer más desinformada del mundo sobre la vida privada de mis colegas. Quizá así lograra concentrarme por completo en un asunto al que ni siquiera lograba dar forma inicial. No sabía a qué nos enfrentábamos, si a una mafia de pornografía infantil, una red de trata de blancas, a un psicópata con hijita cómplice... Todo sonaba absurdo, ridículo. Suponía que eso era debido a la implicación de una niña en el lío. ¿Cómo se puede conjugar la idea de infancia con la de un asesinato? Son conceptos tan contrapuestos que se repelen, como si entre ellos no pudiera existir el menor nexo de unión. Pero aquella jodida niña ladrona existía, no la había inventado yo, y con la pistola que me mangó se había cometido un crimen. Ésa era la concatenación de los hechos; buscarles explicación empezaba a parecerme imposible, como si se tratara de una adivinanza mitológica, o uno de esos casos novelísticos tras los que se ocultan conjuras o maldiciones extrañas, cercanas al ritual. Cuando algo nos preocupa intensamente, vamos derivando hacia la obsesión y el motivo de nuestro desvelo se va volviendo algo cada vez más abstracto, más fantasmagórico. Hay que hacer un esfuerzo en esos momentos por aferrarse a los hechos, a la realidad. La niña ladrona no había salido de ningún relato gótico, ni formaba parte de un mundo de trasgos. Era probablemente una chiquilla desubicada en esta sociedad y este país que robaba para vivir. Sin más. Una niña de la calle, una inmigrante accidental, un pequeño personaje de Dickens, sola y perdida en la gran ciudad. ¿Pero qué otra cosa había pensado que podía ser, la personificación del diablo, la materialización de maldiciones venidas del más allá? Pensamientos carentes de toda lógica que, sin embargo, me obturaban la garganta y secaban la boca. Y a pesar de mis intentos de racionalizar los acontecimientos, la tentación de lo oculto, de lo extraño, de lo oscuro permanecía en mí como una enfermedad que empezaba a cronificarse. Afortunadamente había existido aquella pequeña testigo que también vio a la niña fantasma. De pronto, la recordé a ella y a su padre. ¿Era posible que aquel episodio hubiera desencadenado una seria disensión matrimonial? ¡Y yo ni siquiera le había hecho mucho caso el día que lo encontré por casualidad en la calle! Busqué su número de teléfono en mi agenda, lo marqué. Cuando sonaba el último pitido me acometió un ataque de pánico. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Para qué llamaba a Marcos Artigas? No tuve tiempo de dudar si colgaba o no, una vocecita tenue pero firme dijo:

—¿Dígame?

—¿Eres Marina?

—Sí.

—Yo soy Petra Delicado, ¿me recuerdas?

—Sí, la inspectora.

—¡Exacto, eso es! ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Tengo que ir a mirar más fotos?

—No, de momento no.

—¡Qué pena!

—¿Pena, por qué?

—Me gustaba. Era divertido. Fácil también.

—Lo hiciste estupendamente.

—Ya.

Aquella dichosa cría hablaba con la precisión de un telegrama, y yo no sabía qué más decirle.

—Marina, ¿está tu papá en casa?

—No. Mi papá ya no vive aquí.

Casi me atraganté. ¿Qué carajo significaba aquello, se había mudado, se había fugado, separado? Fuera lo que fuese, no quería saberlo; en aquel momento sólo deseaba colgar, verme libre de aquella conversación que ni siquiera debería haber empezado.

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