Nido vacío (30 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Ya veremos.

—Por lo menos no se presente allí sola. Yo la acompañaré a la cárcel.

—¿Qué quiere, que tenga más para escoger a la hora de encargar el navajazo? No, yo estuve con él la primera vez y yo tengo que hacerlo.

—¿Qué piensa preguntarle?

—No voy a pedirle que me diga si fue él quien mandó matar a la madre de Delia; pero quiero que suelte cualquier cosa que sepa de esa niña y de esa mujer. No creo que sea tan impensable que me conteste.

—Usted verá. Yo ya le he hecho todas las advertencias.

—Sí, usted ya ha cumplido, ahora ya pueden rajarme por la mitad. Haga la solicitud de reapertura del caso, Garzón, y páseselo al comisario. Veremos qué cara pone.

No estaba contento. Obviamente, consideraba que era demasiado trabajo y riesgo para lo que iba a obtener de aquel mafioso. Y me jugaba algo a que llevaba razón. Seguro que el muy hijo de puta no abría la boca. Pero estaba casi convencida de que había sido él quien había condenado a muerte a aquella desdichada. Si conseguía que reabrieran el caso, alguno de sus hombres lo delataría, seguro que sí. Si lograba presionarlo con eso, quizá me dijera dónde podía estar la niña, el nombre del rumano, ¡quién sabe qué!

Regresé a la prisión con la correspondiente orden de la jueza para interrogar a Expósito. Me sonrió con su torcida boca de alimaña.

—¡Hola, sabihonda, me alegro mucho de verte!

—¿Somos amigos, Expósito?

—Yo no diría tanto.

—Entonces, hábleme con respeto, como yo le hablo a usted.

—¡Ah!, usted perdone, madame. ¿Puedo saber, por favor, qué se le ofrece?

—He venido a hacerle unas preguntas.

—¡Qué bien!, ¿de aritmética o sobre libros?

—Sobre la muerte de una mujer llamada Georgina Cossu. Aquí tiene su fotografía. Mírela bien.

—A ver si nos entendemos. Mi abogado me dijo que no volviera a hablar con usted sin avisarle. Cuando ayer me dijeron que venía pensé en llamarlo, pero luego vi que no merecía la pena. Usted me cae bien, sabihonda, y es guapa, además. No hace falta que le diga que en la cárcel no vemos a muchas mujeres. Pero a la mínima que se ponga borde le diré al guardia que no quiero seguir con usted si no está mi abogado presente. Tengo derecho a eso, ¿sabe?

—Usted mandó a su rumano matar a esta mujer y después hizo que lo liquidaran para no dejar rastro, ¿verdad?

—No he visto a esta mujer en mi puta vida. Y tampoco sé a qué rumano se refiere.

—El otro día lo sabía perfectamente.

—Me equivoqué. Esas cosas pasan, uno cree que reconoce a alguien y luego resulta que no.

—Van a reabrir su caso, Expósito, esta vez no será sólo por pornografía infantil. Lo acusarán de la muerte de esas dos personas.

—¿Ah, sí?, ¡vaya notición! Volveré a salir en los periódicos.

—Si quisiera hablar conmigo y contarme unas cuantas cosas, quizá yo podría evitar esa reapertura.

Se echó a reír enseñando unos dientes irregulares y parduscos.

—¡Venga, sabihonda, no me joda! Ni siquiera pudo el otro día ofrecerme un acortamiento de la condena y ahora me sale con ésas. ¿Quién se cree que es, la ministra de Interior? Pero se crea lo que se crea, lo que no puede es tomarme por un imbécil. A lo mejor no tengo cultura, pero imbécil no soy. Ya me hubiera muerto.

—Tampoco parece que le haya ido muy bien.

—Ya verá cómo no tardo en salir de aquí. Mi abogado es muy bueno.

—Cuando le acusen de dos asesinatos, ya veremos qué puede hacer por usted.

—No se canse, tres cojones me importa lo que diga.

—Oiga, Expósito, a lo mejor después de todo usted no es mala persona. Dígame dónde puede estar esa niña, la hija de Georgina Cossu, es importante. Si la encontramos gracias a su declaración, eso será necesariamente bueno para su expediente judicial, pase lo que pase con usted.

—Mira, pequeña poli, no voy a decir nada, ¿te enteras?, nada. No sé de qué me hablas. Ya no me apetece estar aquí de cháchara contigo. Creí que iba a ser más entretenido, de verdad, pero hoy estás coñazo, mejor te vas y me dejas tranquilo. Se está bien aquí, en esta prisión. Vemos la tele, hacemos trabajos manuales... no tengo tiempo para perder.

Le hubiera dado de puñetazos, pero eso tampoco habría servido de nada. Me contuve y aun me las apañé para componer una sonrisa cínica y decirle con calma:

—Esto no quedará así. Yo me encargaré de que no quede así. Con toda la fuerza de mi alma, Expósito, con toda.

Miró hacia la puerta, fastidiado e impaciente, como si realmente en aquel agujero le esperara una atractiva vida social. Me marché, con la frustración supurando por todos los poros de mi piel, enferma de impotencia.

Localicé por teléfono a mi compañero Machado y le pedí que nos encontráramos lo antes posible. No me falló. Le conté los nuevos cargos que podían ser imputados en el caso de La Teixonera. Le pregunté qué tal era el juez que hizo la instrucción.

—Normal, Leonardo Coscuella, un hombre que lleva muchos años en la profesión. ¿Lo conoces?

—Me temo que no. ¿Crees que hay esperanzas de que reabra el caso?

—Con las pruebas que tienes, igual lo reabre o igual no.

—¿Crees que conseguiría algo si voy a hablar con él?

—Inténtalo. Si quieres te acompaño.

Fuimos los dos. El juez Coscuella nos recibió en su despacho. Recordaba muy bien al inspector Machado y nos trató con cordialidad. Antes de empezar a hablar, sonó mi móvil. Entonces el juez levantó un dedo justiciero y, manteniéndolo en alto, advirtió:

—¡Ah, señores, nada de móviles mientras dure nuestra conversación! Ya sé que son ustedes policías y que puede ser una comunicación importante, pero estoy seguro de que cualquier cosa puede esperar un mínimo de media hora, ¿no les parece? Es que, de lo contrario, las entrevistas se hacen eternas, y el móvil de las narices hace imposible que nadie se concentre; de modo que los tengo prohibidos en mi despacho. Espero que me comprendan.

No había más que decir; la autoridad de un juez es sagrada, y mucho más si uno está intentando conseguir algo de él. Tanto Machado como yo desconectamos los teléfonos. Le explicamos a Coscuella por qué estábamos allí. Escuchó, asintió varias veces:

—Sí, mi compañera Flora Mínguez me llamó para recomendarme que estudiara las pruebas con mucho interés. Y eso es lo que voy a hacer, estudiarlas con mucho interés.

—Es muy importante, señoría, hay dos asesinatos impunes y dos niñas en paradero desconocido. Creo que si imputamos los crímenes a esos hombres que están en la cárcel la presión que eso ejercerá sobre ellos...

—Cuando figuran niños en un expediente todo se vuelve angustioso y dispara la emotividad. Sin embargo, un juez debe ser indiferente a esas influencias, juzgar con imparcialidad, ver qué cosas se ajustan a derecho.

—Por supuesto, señoría, pero...

—Inspectora Delicado —me miró a los ojos con una mirada tan grave como amable—, entiendo muy bien lo que quiere decirme y lo que significa este caso para usted. Y le aseguro que voy a estudiarlo todo con mucho interés, muchísimo. Es lo máximo que puedo prometerle.

Salí renegando de allí. Machado, que no me conocía mucho, me miraba con curiosidad.

—¡La omnipotencia de los putos jueces me revienta!

—En realidad, no podía decirnos otra cosa, y yo juraría que no hay de qué quejarse, parece bien predispuesto.

—¡Por qué tenemos que estar interpretando sus actitudes como si fuera el oráculo de Delfos! ¡Que se moje, que se implique!

—La justicia es fría, Petra, y las investigaciones...

—¡Sí, ya sé, las investigaciones también deberían serlo!, pero este tío no se ve obligado a tragarse los marrones que nosotros nos tragamos.

Machado abrió los brazos demostrando su sabiduría. Me sonrió:

—Me habían dicho que eras muy peleona, y veo que es verdad. ¿Tomamos una cerveza en aquel bar? Es lo único que podemos hacer, tranquilizarnos.

Acepté. Mi colega llevaba razón. Quizá podía aspirar a que el subinspector Garzón aguantara mis arrebatos, pero él... En cualquier caso, la cerveza helada me sentó bien y me ayudó a recuperar la calma. Charlamos sobre su caso, sobre el mío... Entonces recordamos que nuestros teléfonos permanecían inactivos y los pusimos a funcionar. Yo tenía al menos seis llamadas y entre los números emisores reconocía el de Garzón y el de Coronas. Tenía sendos mensajes, y ambos decían esencialmente lo mismo: «Petra, póngase en contacto conmigo lo antes posible.» La intranquilidad se me instaló en el pecho, pero fui capaz de pensar arteramente a quién era conveniente llamar primero. Estaba claro que a Garzón. Su respuesta no hizo sino ponerme más nerviosa.

—¡Petra, por fin da señales de vida! Coja su coche y venga inmediatamente al parque de Collserola, estamos frente al kilómetro treinta de la carretera de La Rabassada. En fin, ya nos verá.

—¿Ya veré a quién? ¿Qué ha ocurrido, Garzón?

—No haga preguntas, ya se lo explicaré, pero venga de prisa, por favor.

—Tengo también llamadas del comisario, y...

—El comisario está aquí. La esperamos.

Colgó sin más detalles. Decir que temía lo peor no era decir gran cosa. ¿Qué era lo peor?, ¿qué podía ser peor que todo lo que llevábamos contabilizado hasta el momento? El tono del subinspector, su manera de expresarse, el no acceder a darme la más mínima pista sobre aquella convocatoria de emergencia me hacían presagiar cosas terribles. Machado me miraba con cierta alarma.

—¿Qué pasa, Petra? Te has puesto pálida.

—No lo sé, no han querido decírmelo. Nada bueno, desde luego. Tengo que llegar en seguida al parque de Collserola.

—Yo te llevaré. No te veo muy fina para ir conduciendo.

—Te lo agradezco, es una buena idea.

Durante el trayecto, Machado demostró ser un hombre sensible. No paró de decir tonterías con la sana intención de distraerme. Sin embargo, su estrategia consiguió que, cuando llegamos al punto de destino, tuviera los nervios destrozados. Lo que vimos no cooperó a serenarlos. Un precinto policial, guardias, coches, una ambulancia... Toda la organización que siempre acompaña al hallazgo de un cadáver. Eché pie a tierra respirando con dificultad. No había nadie en la carretera. Siguiendo las voces, me adentré entre los árboles. Allí estaban: policías rastreando el lugar, un forense, el juez... Intenté abrirme camino hacia donde un fotógrafo disparaba su cámara en dirección al suelo, pero una mano me agarró por detrás. Era el comisario Coronas. Garzón estaba tras él. No había reparado en la presencia de ninguno de los dos.

—Petra. Espere un momento.

—¿Quién hay ahí, señor, a quién han encontrado?

—Lo que va a ver no es nada agradable, Petra. Es algo muy duro, de modo que le ruego que se prepare para lo peor, que tome aliento y procure tranquilizarse. Creo que...

Me desembaracé de su brazo con brusquedad y corrí hacia el centro desde donde emanaba tanta agitación. Allí, sobre un lecho de pinaza, yacía un pequeño cuerpo dormido, el cuerpo de una niña. Boca abajo, con la cara vuelta hacia un lado, que el cabello le tapaba un poco, parecía que se hubiera echado a descansar. Sus miembros se veían rígidos, su ropa de absurdos colores chillones estaba arrugada. Tenía el rostro muy blanco, los pequeños ojos entornados, la boca abierta de par en par como un pez que hubiera estado buscando respirar fuera del agua. Me quedé mirándola en silencio, inmóvil. Reconocí la cara que había visto en los archivos de El Roure. Era Delia, la pequeña niña ladrona. Me eché a llorar. Fermín Garzón intentó apartarme.

—Ya no la mire más, Petra, venga conmigo.

Me zafé de una sacudida. Intenté recomponerme, pero no podía dejar de llorar. Al fin me concentré, me apreté los ojos con fuerza. Le pedí un cigarrillo a mi compañero y lo encendí con mano temblorosa. A la tercera calada, las lágrimas se me habían secado y podía hablar:

—¿Qué se sabe?

Fue Coronas quien me respondió, serio y tranquilo:

—La mataron de un tiro en la nuca. No hubo violencia de ningún tipo, ni abusos sexuales. Debió de ser anoche, el forense dice que más o menos sobre las diez. Hay marcas desde la carretera hasta aquí. La trajeron en coche ya muerta y la arrastraron hasta donde se encuentra.

—¿Testigos?

—Nadie. Debieron de traerla de madrugada.

—¿Indicios, pruebas?

—Están rastreando, ya lo ve.

—Es Delia, ¿verdad?

—Eso parece. ¿Quién puede identificarla con más certeza?

—Llamaremos a las trabajadoras del centro El Roure —intervino Garzón.

—Bien. Váyase si quiere, inspectora. El juez va a ordenar el levantamiento de un momento a otro. No hay mucho que hacer aquí. Quizá sería bueno que se fuera a su casa, descanse un rato y luego...

—No, gracias.

—Entonces, siéntese, parece que haya sido usted quien se ha muerto.

Le obedecí. Me senté en el suelo. Corría un aire fresco que me hizo sentir escalofríos intensos en la espalda. Desde allí fui mirando la actividad que me rodeaba: los especialistas que buscaban pruebas, el juez, que hablaba con Coronas, Garzón con el forense. Machado se marchó en su coche. No se atrevió a venir a despedirse, sino que se limitó a levantar la mano en mi dirección con una sonrisa melancólica. Habían tapado el pequeño cadáver con una manta. Luego vi cómo, manipulándolo con cuidado extremo, lo introducían en una bolsa y cerraban la cremallera. Hubiera querido observar mejor la cara de Delia, comprobar qué se reflejaba en su gesto, pero no fui capaz de acercarme de nuevo. La vería en el depósito, cuando la sensación de que ya nada podía devolverla a la vida sería más fuerte. Su cuerpo, tan liviano, apenas había dejado hueco en el suelo. Buscaron allí. Vi cómo introducían cosas minúsculas con pinzas en bolsitas de plástico, quizá pelos, hilos, colillas... El juego había acabado para Delia. Comprendí que nunca había estado jugando sola. De pronto, la voz de uno de los policías me sacó de mi extraña pasividad:

—¡Inspectora!, ¿pueden venir un momento, por favor? ¡Estoy aquí!

Me puse en pie de un salto y corrí hacia el lugar de donde provenía la voz. Todos los que estaban presentes me imitaron. A unos veinte metros, un joven policía señalaba hacia el suelo. En una pequeña hondonada, semioculta por los helechos, se veía un pequeño objeto que brillaba.

—Mire, señor, allí me parece que hay una arma.

Era una pistola, y en seguida la reconocí: una Glock del 22, probablemente mi Glock, casi con toda seguridad la pistola que había matado a Delia, la pistola que ella robó tiempo atrás. Ahora el juego sí había terminado.

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