El libro negro (21 page)

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Authors: Giovanni Papini

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BOOK: El libro negro
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Me agrada infinitamente esta vieja ciudad papal y provinciana; siempre me brindó alguna buena sorpresa. He aquí la última: hace algunos días, pasando cerca del famoso puente impresionó mi vista un cartelón enorme, pintado a mano y con vivaces colores. Rezaba así:

¡CIUDADANOS DE TODOS LOS PARTIDOS!

¡AMIGOS! ¡ENEMIGOS!

¡HOMBRES Y MUJERES DE FRANCIA!

¡HOMBRES Y MUJERES DE EUROPA!

¡HOMBRES Y MUJERES DE TODO EL MUNDO!

¿QUERÉIS VERDADERAMENTE LA PAZ?

NO OS FIÉIS DE NADIE

LAS PALOMAS HAN SIDO HECHAS PARA SER ASADAS

LAS CRUCES HAN SIDO HECHAS PARA LAS ALMILLAS DE LOS CABALLEROS

SI QUERÉIS CONOCER CUÁL ES

EL REMEDIO INFALIBLE

PARA IMPEDIR CUALQUIER GUERRA

ACUDID EL MIÉRCOLES A LA NOCHE, A LAS 9,30 HORAS P. M.

AL GRAN CAFÉ
MOGADOR

PARA ESCUCHAR LA PALABRA

DE PIERRE-LOUIS GOURJAT SOBRE EL TEMA

¿QUERÉIS LA PAZ?

PRECIO DE LA ENTRADA: FRANCOS 300

(INCLUIDA LA CONSUMICIÓN)

ESTE AVISO ESTÁ DESTINADO ESPECIALMENTE

A LAS PERSONAS INTELIGENTES

En la noche del miércoles fui de los primeros que entraron en el salón del Gran Café Mogador. Era la sala grande, pero cuando llegué habría como máximo una docena de personas, casi todas ancianas. Se hicieron las nueve y media y aún estaba sin ocupar la mitad del lugar. A las diez apareció en el palco destinado al orador el señor Pierre-Louis Gourjat. Era un hombre rechoncho, de unos cincuenta años edad, usaba barba negra de coleta y traía un sobretodo también negro en el que lucía un cuello de astracán. De su larga perorata citaré aquí únicamente los pasajes que más me impresionaron:

No os dejéis embrollar por las largas eyaculaciones oratorias en las que se repite hasta perder el aliento, con sospechosa monotonía, la palabra «paz». Juzgando por lo que vociferan nuestros gramófonos políticos, difundidos por la radio y los diarios, todos los gobiernos quieren la paz, todos los partidos aspiran a la paz, todos los responsables, sin excluir a los generales y almirantes, sueñan únicamente con la paz. No os fiéis de esas charlatanerías hipócritas ni de esas proclamaciones hechas de mala fe. Las oímos ya, casi iguales, en los años 1914 y 1938, y fueron el preludio y el prólogo de las guerras más horribles y duraderas que han perturbado al mundo. Cuando vuestros jefes políticos y militares hablan demasiado de la paz, se debe temblar de espanto.

También hoy, si damos crédito a las recuas parlanchinas oficiales y oficiosas, el pensamiento dominante de todos los pueblos y de todos los partidos es la paz universal y definitiva. Tanto en el Norte como en el Sur, en el Oriente y en el Occidente, entre los negros y los rojos, entre los grises y los azules, nadie hay que no desee la paz, que no trabaje en pro de la paz, que no predique la paz. Y es precisamente esa unanimidad lo que me aterra.

Durante los escasos períodos en los que reinó verdaderamente la paz, ninguno hablaba acerca de ella, a lo más se hablaba de guerras, de guerras de un triste pretérito.

Sabéis vosotros cómo es que nuestros presidentes y ministros, en cualquier país de la tierra, preparan la paz. Su método consiste en fabricar armas cada vez más abundantes y mortíferas, consiste en adiestrar a un número cada vez más elevado de seres humanos, en el arte de suprimir a sus semejantes. En definitiva actúan como actuaría el que dijese que el modo más seguro para evitar los incendios consiste en amontonar paja, estopa y petróleo en una fábrica de explosivos y de fuegos artificiales. Todos sabéis que cuando se colocan en conjunto o a poca distancia millones de armas, basta un fósforo, o sea: un malentendido, un pretexto, una chispa de locura, para provocar una conflagración mundial.

Para alejar tan ingente peligro, para impedir una nueva guerra que implicaría el fin de la civilización y quizá la destrucción de casi todo el género humano, no bastan folletos de propaganda, manifiestos, congresos, desfiles ni agitar al viento símbolos pacifistas. Hay tan sólo dos medios, ambos eficaces y radicales, pero nadie tiene el coraje de proponerlos.

El primero consistiría en una profunda y total transmutación del alma humana, al decir esto, entiendo decir el alma de todos los hombres, transmutación de las mentes y de los sentimientos, de modo que en definitiva todos los hombres, de cualquier raza o fe que sean, estén persuadidos y convencidos de que el recurso a la violencia y al asesinato colectivo es el modo más absurdo, criminal y bestial que se puede imaginar para hacer que las naciones se pongan de acuerdo entre sí. Pero una obra tal de mejoramiento espiritual requeriría, además de una autoridad fuerte y de una técnica apropiada, centenares de años, mientras por desgracia, es ya inminente la amenaza de la catástrofe.

Por esto es necesario recurrir a otro medio, de actuación más fácil y más rápida. Tened presentes estos dos hechos, igualmente observables e innegables: no sería posible fabricar las armas destinadas a nuestra destrucción sin el trabajo de innumerables técnicos y obreros. El segundo hecho es éste: los técnicos y los obreros están dispuestos a suspender su trabajo por razones de diversas especies, por cuestiones de salarios y de disciplina, por protestas políticas o ideológicas, y a veces hasta por motivos más fútiles.

Mi proposición, tan simple como el huevo de Colón, se funda en esos dos hechos. En un momento dado, por decisión sindical aceptada y obedecida por los trabajadores de todo el mundo, todos los que trabajan en la fabricación de los instrumentos bélicos, ya lo hagan directa o indirectamente, deberán cruzarse de brazos, desertar de las minas y las fábricas, proclamar una huelga universal, todo ello en nombre de la paz. Pero, es necesario que esa sacrosanta huelga sea efectuada simultáneamente en todos los países, los de Oriente y los de Occidente, y en todas las fábricas que preparan o producen material de guerra. Deberán declararse en huelga los peones y los oficiales, los ingenieros y los empleados, todos los que se dedican a la fabricación de fusiles y cañones, de bombas incendiarias y de bombas atómicas, de tanques y de explosivos, de acorazados y submarinos, de aeroplanos a reacción y de helicópteros, de sables y bayonetas, de cascos y de puñales, sin excluir a ninguno. Hoy en día esos trabajadores están dispuestos a hacer huelga para obtener un aumento de salario o una reducción en los horarios, pero la huelga que yo propongo será también para ellos muchísimo más importante, sin parangón. Deben pensar que los terribles artefactos que construyen con sus manos, serán utilizados en el día de mañana contra ellos mismos, contra sus hijos, sus hermanos, contra sus casas y sus ciudades; están colaborando con su esfuerzo en pro de una próxima destrucción de todo lo que es más caro a su corazón: familia, hogar doméstico, vida. Quien sea capaz de reflexionar con mínimo alcance, ¿cómo podrá negarse a prestar su adhesión?

Y ahora, ¿qué podrían hacer los gobiernos y los estados mayores frente a una conjuración semejante? Es posible dominar una huelga parcial, limitada a una industria o a una región, pero ¿cómo se podría impedir y debelar la huelga de millones de hombres, declarada en un mismo día, en todas las naciones de la tierra?

Esa huelga universal constreñiría a los gobiernos a arrepentirse y a rendirse. Entonces, pronunciándose concordemente todos los pueblos será fácil obtener que las armas ya fabricadas sean destruidas y que se declare fuera de la ley a todas y cualesquiera fabricación futura de medios destinados a diezmar vidas humanas. Las naves de guerra serán transformadas en buques de transporte, las fábricas de armas serán convertidas para la fabricación de cosas útiles en la vida civil; los fusiles, cañones, ametralladoras y bombas, los explosivos y los tanques serán lanzados a los abismos, al fondo de los océanos, con solemnes y jocundas ceremonias. Sólo con esta condición, sólo con este medio, las palabras de paz significarán un verdadero estado de paz entre los seres humanos. Haciendo una sencilla añadidura, bastará utilizar el grito famoso de Carlos Marx: «¡Trabajadores de las industrias bélicas de todo el mundo uníos si queréis en verdad la paz!».

Quizá, tal vez alguno de vosotros creerá poder refutar mi vital proposición planteando una simple objeción: durante y después de la huelga, ¿cómo vivirán los millones de trabajadores que ahora se ganan la vida preparando la muerte? No me sorprende esa objeción ni tampoco me hace perder el ánimo.

Todo el resto de la humanidad, todos los demás seres humanos que viven bajo la amenaza de esa incubación de exterminio, todos ellos, repito, están interesados a fin de que esa huelga colosal, segura promesa de salvación, tenga buen éxito, razón por la cual todos se sentirán felices ofrendando dinero y medios de vida, aprovisionamientos, subsidios y pagas diarias a los obreros de las industrias bélicas, para el sostenimiento de ellos y de sus familias. Y una vez lograda la victoria de esta sublevación en pro de la paz, cuando los gobiernos y los ciudadanos no deban ya más soportar el insoportable peso de los gastos militares, entonces será fácil crear nuevas industrias destinadas al bienestar general, industrias en los que se dará ocupación, con fines más humanos y prudentes, a los obreros que hasta entonces habían vertido sus esfuerzos a las industrias del homicidio y de la devastación. Así pues, para todos nosotros se trata de algo en que se juega vida y muerte.

Señores: he sugerido el único medio eficaz para que la vida triunfe sobre la muerte. Veremos ahora si los proletarios y sus guías son capaces de comprender y actuar mi proposición. ¿Queréis en verdad la paz? ¡Destruid entonces y para siempre lo que sirve para hacer la guerra!

Con gran maravilla de mi parte comprobé que el fogoso discurso del señor Pierre-Louis Gourjat no conmovió demasiado al escaso auditorio del Gran Café Mogador. Se oyeron algunos débiles y raros aplausos; algunos señores de edad avanzada sonreían y se hacían guiños; uno de ellos dijo en voz alta: «Este señor Gourjat es un alucinado, y las autoridades deberían entregarlo a los psiquiatras».

Conversación 53
MUERTO POR EL AMOR

Biarritz, 6 de septiembre.

Conocí a Runo Elodial en París, hace pocos años, en el estudio de un amigo pintor. Era entonces un hermoso joven rubio, fresco e infantil, agitado por el anhelo de ver, de comprender, de admirar. Fijaba sus glaucos ojos en las telas del estudio como si quisiera asimilarse a ellas, como si pretendiera devorarlas. Su entusiasmo de adolescente apasionado quedó impreso en mi memoria porque era muy raro hallarlo, incluso entre los más jóvenes.

Salimos juntos, cruzamos el Sena y nos sentamos en un café de la avenida de los Campos Elíseos, y Runo Elodial no cesó ni un solo instante de manifestarme su gozo de existir, de mirar, de descubrir, de conmoverse frente a la insospechada belleza que notaba hasta en las más mínimas partecitas del mundo. Levantó una hoja de árbol y me hizo notar la finura de la verde grana, el diseño armonioso de los nervios, la perfecta proporción del contorno, la gracia primaveral del dentado. Se detuvo una niña cerca de nosotros, y Runo quedó como extasiado ante la expresión de los labios entreabiertos, ante la transparencia de las rosadas mejillas, ante la morbidez del humilde vestido color verde marino. El rostro de ese joven estaba siempre iluminado, trasmitiéndome su éxtasis, por una sonrisa de ángel feliz.

—El mundo es demasiado bello —me dijo en un momento dado— y no sé cómo hacen los hombres para soportar sin peligro tanta felicidad. Quizá no se dan cuenta, quizá se defienden con la ceguera, quizá no son capaces de amar. Yo, en cambio…

No quiso decir nada más. Desde aquel día no volví a ver a Runo Elodial, pero jamás pude olvidarlo. Hace pocos días caminaba yo de noche por un paseo de Biarritz cuando vi venir hacia mi una sombra decaída y pálida a la que no reconocí en el momento. Se detuvo a un paso y me dijo con débil voz:

—¿No me reconoce? Soy aquel Runo Elodial que estuvo con usted por espacio de algunas horas, en París, hace ya mucho tiempo.

Quedé mudo e inmóvil. A pesar de mi buena memoria visual no lograba conciliar la imagen del tenue espectro que tenía delante con la del adolescente florido y fogoso que conociera en París: los cabellos eran todavía rubios, pero escasos y tendiendo a un color ceniza, los ojos parecían estar hundidos en las cavidades orbitales, la espalda estaba algo curvada, la graciosa sonrisa angélica de otrora se había convertido en una cansada contracción de labios casi blancos. Tomó mi mano, y al estrecharla me pareció apretar los pétalos húmedos de una medusa muerta.

Finalmente dije que lo reconocía, pero más lo dije por compasión que por convicción.

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté—. ¿Cómo es que se ha transformado de esa manera?

—No puedo mantenerme mucho rato de pie —me respondió—, discúlpeme. Venga a mi casa y le responderé.

Su casa, pequeña y florida, estaba próxima al mar. Se dejó caer en una poltrona y bebió todo el líquido que quedaba en un vaso alto colocado cerca de su sitio.

—¿Está usted enfermo?

—Mi enfermedad no se encuentra consignada en los tratados de medicina, pero tiene un nombre bastante conocido: se llama amor.

—¿Le ha traicionado alguna mujer?, ¿o tal vez ha muerto?

—Amé a muchas mujeres y fui correspondido por ellas, pero no son esos amores los que me han llevado al umbral de la muerte. Quizá recuerde usted algunas palabras que le dije en París, estando alrededor de la mesa de aquel café. Lo que temía se ha realizado: soy víctima de la inaudita y universal belleza del mundo. Estoy consumido y muerto por mi sensibilidad jamás adormecida, por mi obstinado entusiasmo, por mi irrefrenable eretismo intelectual, por mi infinito amor hacia todos los seres, hacia todas las cosas.

»Voy por una calle, entro en un museo o en un bosque, en un palacio o en una taberna, en una feria campesina o en un jardín de suburbio, y paso así de una maravilla a otra, de un éxtasis a otro. Todo me atrae y me aferra, me inflama, me causa sorpresa y maravilla. Entiéndalo usted bien: todo, sin exceptuar ninguna cosa, todo cuanto veo me fuerza a amar y a admirar: una piedra jaspeada, una flor moribunda, una joven florecida, una pobre prostituta ajada, un árbol sin hojas, las manchas y musgos de una vieja pared, un pensamiento insólito y temerario, un torso de mármol ennegrecido, un dibujo hecho por un niño, una oveja que come hierbas en el campo, la espuma del mar, la nube del atardecer y la estrella de la noche; todas las infinitas ostentaciones del universo me conmueven, me inundan de felicidad, me obligan a deshacer en mil palpitaciones mi corazón de eterno enamorado.

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