El libro negro (16 page)

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Authors: Giovanni Papini

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BOOK: El libro negro
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»La corrida es la representación pública y solemne de esa victoria de la virtud humana sobre el instinto bestial. El torero, con su inteligencia pronta y despierta, con la ligereza de los movimientos rápidos y elegantes de su cuerpo, supera, vence y da por tierra con la masa membruda, ciega y violenta del toro. La victoria sobre la bestia sensual y feroz es la proyección visible de una victoria interior. Por lo tanto, la corrida es el símbolo pintoresco y agonístico de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la inteligencia sobre el instinto, del héroe sonriente sobre el monstruo espumajeante o si prefiere, del sabio Ulises sobre el cruel Cíclope. Así pues, el torero es el ministro cruento en una ceremonia de fondo espiritual, su espada no es otra que el descendiente supérstite del cuchillo sacrificial que utilizaban los antiguos sacerdotes. Y así como también el Cristianismo enseña a los hombres a liberarse de las supervivencias bestiales que hay en nosotros, nada hay de extraño que un pueblo católico como el nuestro concurra a este juego sacro, aun cuando no comprenda con claridad la íntima significación espiritual del mismo. Se podría recordar también que el rito inicial del antiguo culto de Mitra, aquella religión que en un cierto momento amenazó el triunfo del Cristianismo, consistía en el sacrificio del toro: el taurobolio. Si los humanitarios y puritanos extranjeros, que habitualmente están dotados de inteligencia más bien estrecha, fueran capaces de profundizar el verdadero secreto de la tauromaquia, juzgarían de una manera muy diversa a nuestras corridas.

El amigo español se levantó y abrazó a García Lorca. También yo, aun cuando no diera muestras externas de entusiasmo tan expresivas, reconocí que su ingeniosa y paradójica teoría era merecedora de una atenta meditación.

Conversación 39
EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO

(DE MIGUEL DE UNAMUNO)

Madrid, 29 de mayo.

Cada vez se acentúa más en mí la manía por los autógrafos. No satisfecho con haber comprado la colección de Everett, que contiene tantas obras maestras desconocidas, voy buscando por todas las ciudades manuscritos de autores célebres. En estos días he tenido la fortuna de hallar en casa de un periodista que se vio reducido a la miseria, el comienzo de un drama inédito escrito por Miguel de Unamuno.

Se titula
El Primero y el Último
, pero sólo contiene el esbozo de la primera escena. El comienzo de la obra tiene una grandísima originalidad, pero no he logrado dilucidar si se trata de una obra juvenil, o de los últimos tiempos de la vida del gran pensador y poeta. Me inclino a creer que se trata de una idea habida en la ancianidad, cuando estaba atormentado por la idea de la decadencia del Cristianismo.

Comienza la acción cuando el mundo está a punto de ser destruido y la vida ha concluido sobre la tierra. En la inmensa soledad hay dos seres vivientes —¿supervivientes o resucitados?—, se encuentran y se reconocen: el Primer Hombre, o sea, Adán, y el Ultimo Hombre, que ni siquiera tiene un nombre al estilo antiguo, sino que es una especie de autómata viviente, identificado por una sigla grabada en una medalla que le cuelga sobre el pecho: W. S. 347926.

Ambas criaturas, tan distintas entre sí, se miran en silencio: el hombre perfecto, salido de la mano de Dios; el hombre mecánico, convertido en número y átomo por voluntad de la ciencia y de la masa. El ser casi ángel; el ser casi máquina. Al comienzo no saben qué decirse, pero se miran, sospechosos y rencorosos. Uno frente a otro representan el principio y el fin de la historia humana, y a pesar de ello se sienten seres mutuamente extraños, lejísimos, tan diversos y adversos que no saben cómo entablar diálogo.

En el pensamiento de Unamuno aquí está la tragedia, la pavorosa tragedia: el primer padre no sabe qué decir al último hijo.

Entre ambos taciturnos seres aparece improvisamente un gigantesco ser velludo: Hanuman, el dios de los monos, amigo de los hombres. Reprocha a ambos su extraño silencio. Los dos deberán debatir su causa ante él, quien a su vez contará con la asistencia del ángel Ariel y del demonio Belfegor.

Adán es obligado a hablar. El anciano primer hombre, casi desnudo, con una piel de león en la cintura, manifiesta que hubiera querido reprochar y acusar a su lejanísimo y degenerado descendiente, pero el remordimiento de la propia culpa le había impedido hacerlo:

—Cuando fui vencido por el ansia de saber, de conocer, de hacerme semejante a Dios, en aquella mi voluntad ya se hallaba en germen todo lo que éstos llamaron ciencia, y más que nada su loca intención de ponerse a sí mismos en lugar de Dios. La intentada deificación del hombre condujo a mis insensatos descendientes a renegar de lo humano, a la verdadera y definitiva caída del hombre. Por lo tanto, no tengo derecho a lanzar reprimendas y reproches contra este aborto degradado y deshumanizado.

Pero entonces habló Ariel diciendo:

—Olvidas, Adán, que tu prole fue rescatada, que el sacrificio de Dios le restituyó gran parte de lo que había perdido a causa de tu error. Así pues, tienes derecho a acusar y condenar.

—No —replicó Belfegor—, Dios no llegó a restaurar la dignidad y perfección anteriores del hombre. Los descendientes de Adán, incluso después que el Hijo descendiera a la tierra, continuaron siendo débiles y frágiles, continuaron bajó el dominio de la sangre y del orgullo y debieron dedicarse a reconquistar con sus pobres fuerzas la sabiduría y el poder. Dios los había maldecido y castigado, los había entregado a Satanás y entonces se dirigieron a nosotros pidiendo auxilio. Lo demás está escrito en la historia de los últimos milenios. Nosotros, los demonios, nos hemos vengado, y estoy dispuesto a defender al último hombre, que es hijo de nuestras obras.

Entonces W. E. 347926 pidió hablar:

—Todo lo que estáis profiriendo es una sarta de ideas sin sentido, expresadas en una jerga salvaje, desusada, incomprensible y hueca. Para nosotros, las palabras de Dios: culpa, redención, pecado, bien y mal, desde hace ya siglos y siglos no tienen ningún significado. El hombre había llegado a ser el único y verdadero señor y dueño del mundo y se ocupaba solamente en aprovechar los recursos del planeta para la propia conservación. Todas las viejas elucubraciones ideales, todas las mitologías y disfraces de la edad primitiva habían sido ya abolidas y olvidadas. La libertad de la voluntad era una ilusión, el amor un ridículo perder el tiempo, la virtud un sueño fastidioso, el individuo no era más que un átomo y un número, Dios un concepto inútil y absurdo. La vida automática y colectiva había destruido todos los sentimientos idiotas, las emociones torturantes, los pensamientos vanos, los tormentos imbéciles, los afectos superfluos. Esas fruslerías supersticiosas tuvieron algún crédito únicamente en la bárbara edad de la cultura, en los tiempos transcurridos desde Platón a Dante y desde Milton a Kant.

»Si hay alguno que podría juzgarme, ése sería Hanuman, pues es a él, y no a vuestro Adán, al que reconozco como mi progenitor.

Lamentablemente, lo legible del manuscrito concluye en ese punto. En otras páginas se leen palabras dispersas, abreviaciones, nombres de otros personajes, comienzos de períodos, etc., pero es imposible reconstruir la continuación de la tragedia.

Mi amigo Ernesto Giménez Caballero, óptimo conocedor de la literatura castellana antigua y moderna, opina como yo.

Conversación 40
LA REVUELTA DE LOS ACTORES

Toledo, 8 de junio.

Ayer por la noche presencié en un gran teatro de esta ciudad una aventura que, según creo, es la única que debe haber sucedido en el mundo desde que existen teatros y actores.

Había leído una cartelera anunciando la representación de la obra
Muerte de Danton
, de Büchner, y como no tenía ninguna ocupación y nunca había visto esa tragedia, fui a ese teatro.

Llegué algo antes de la hora. La platea estaba vacía y en los palcos no se veía a nadie. Poco a poco llegaron algunos espectadores, todos hombres. Llegó la hora fijada para comenzar la representación y a lo más habría unas treinta personas distribuidas por todos los lugares destinados al auditorio.

Pensé que el nombre del autor, aun cuando se hubiera hecho célebre con Woyzek, sería casi desconocido en este país, y tal vez el argumento mismo no atraía a un pueblo que nunca sintió entusiasmo especial por los héroes de la Revolución Francesa. Poco a poco y muy especialmente llegaron otros melancólicos espectadores, y finalmente, con media hora de atraso se levantó el telón.

No conozco muy bien las finezas de la bellísima lengua castellana, pero como en tiempos pasados había leído la tragedia de Büchner, pude comprenderlo todo y comprobé que los actores eran excelentes, todos ellos sin excepción, y no, como sucede casi siempre, sólo los protagonistas.

Pero el escaso auditorio, desparramado acá y allá en las butacas de terciopelo rojo pronto comenzó a hacer demostraciones de que el espectáculo no le agradaba: uno comenzó a reírse en sordina, otros cuchicheaban entre sí haciendo gestos de disgusto, algunos dichos cínicos y paradójicos de Danton y de sus amigos eran recibidos con exclamaciones de indignación y con toses fingidas. A pesar de todo esto el primer acto concluyó sin graves inconvenientes, pero el descenso del telón fue acompañado con silbidos rabiosos y voces de burla.

Con el acto segundo comenzó la segunda tragedia, el choque violento entre las plateas y el escenario. Los espectadores, aun cuando eran pocos, parecían estar cada vez más exasperados, ya porque no les agradara el tono sin cadencias y sin prejuicios de los diálogos de Büchner, ya porque tuvieran mala disposición para con los actores y actrices. No se contuvieron las risas sino que estallaron ostentosamente, no faltó quien se sacudiera como un obeso y alzara voz y bastón, los comentarios mordaces fueron tan ruidosos que casi superaron las voces de los actores. Un viejo barbudo, más exaltado que los demás, se acercó a la boca del escenario y lanzó contra Danton un bastón de Malaca con pomo de marfil.

Y en aquel momento comenzó lo inverosímil. El protagonista de la tragedia, hombre alto y macizo, como lo demandaba su papel, recogió el bastón, lo levantó y con gesto imperioso hizo que sus compañeros interrumpieran la representación, les dijo apresuradamente algunas palabras que no comprendí, aparecieron de entre bastidores otros actores vestidos de soldados y sansculottes, surgieron los maquinistas, tramoyistas, vestidores, todos los que prestaban servicio en la representación. Uno de ellos apoyó una escalerita contra el borde del escenario hacia el lado de la orquesta, y toda aquella turba descendió precipitadamente a la platea, silenciosa pero resuelta, comenzando en seguida a expulsar a los espectadores.

Incluyendo a los refuerzos logrados de entre las candilejas la compañía sumaba más personas que los malhadados espectadores, los que, atemorizados y aterrados ante aquel imprevisto pronunciamiento, casi no oponían resistencia al asalto.

En seguida capté cómo habría de concluir aquel tumulto, y aprovechando la confusión suscitada corrí hacia un pasadizo lateral, hallé abierta la puertita de un palco y me oculté lo mejor que pude detrás de una mampara.

Alguno de los espectadores al ser alcanzado intentaba defenderse contra aquella violenta expulsión, pero sin éxito, puesto que los asaltantes eran más numerosos y tenían la ventaja de la sorpresa.

En pocos minutos la platea fue despejada por los rebeldes, se cerraron las puertas del teatro y todos los actores, felices con el triunfo logrado en la improvisada revuelta, volvieron al escenario. Suponía yo que suspenderían la representación y que se apagarían las luces, cuando con gran maravilla de mi parte vi que todo aquello, aunque increíble, continuaba siéndolo: los maquinistas y tramoyistas desaparecieron entre bastidores y los actores y actrices ocuparon otra vez sus sitios.

Danton, «pálido y enorme», antes de recomenzar el recitado, dijo en voz alta:

—Esos granujas no entienden absolutamente nada y han querido impedirnos recitar una obra maestra. Por vez primera en la historia del teatro, los actores, artistas e intérpretes de poetas, nos hemos sublevado y hemos logrado la victoria. Ahora, lanzadas fuera aquellas bestias, podemos empezar de nuevo tranquilamente nuestro trabajo, finalmente podremos recitar a nuestro gusto y modo.

Comenzó nuevamente la representación, con mayor vida y convicción que antes, como si los actores tuvieran ante sí un público atento y benévolo. La platea estaba oscura y desierta, como un campo de batalla en el filo de la noche. Recatado detrás de mi mampara pude escuchar todo, hasta la última escena de la intensa y original tragedia de Büchner, y al concluir no pude menos que aplaudir ruidosamente.

—¡Hemos sido descubiertos! —exclamó Danton—, ¿quién es el intruso que ha permanecido ahí adentro?

Salí del palco y corrí presurosamente hacia ellos, les expliqué mi presencia y les manifesté mi admiración hacia Büchner y hacia toda la compañía, y también yo fui blanco de un aplauso a telón corrido. Nos hicimos amigos en pocos minutos y todo concluyó trasnochando todos juntos en una taberna próxima al teatro, comentando alegremente la primera «revuelta de los actores» que se recuerda en la historia del teatro.

Conversación 41
VISITA A SALVADOR DALÍ

(O ACERCA DEL GENIO)

Barcelona, 26 de Junio.

Fui a ver una muestra de obras de Salvador Dalí, con la esperanza de encontrarme con el famoso pintor catalán. Y efectivamente estaba allí, en el fondo de la última sala, con sus bigotes largos y enhiestos como los de un mandarín manchú, siendo la figura central de una reunión de adolescentes imberbes y viejas señoras teñidas y reteñidas. Me dijeron que aquél era su auditorio predilecto: el de los que todavía no habían comenzado a vivir y el de las personas que ya habían dejado de vivir. Por intermedio del secretario de la exposición hice preguntar a Dalí si podía concederme una audiencia privada, de breves minutos. El pintor me miró fijamente por un buen lapso y me dijo:

—Lo conozco, he leído su diario y me asombra que se haya demorado tanto en venir a conocerme. Mis palabras le hubieran ahorrado el fastidio, hasta el inútil suplicio de escuchar millares de palabras sin peso y sin sentido. Ahora es demasiado tarde. Vuelva, pues, a sus imbéciles de escape libre y a sus loros cronométricos.

Me disculpé lo mejor que pude, pero Dalí se mostró irreducible; sus bigotes se agitaban al soplo de su ira mal contenida:

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