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Authors: Giovanni Papini

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El libro negro (14 page)

BOOK: El libro negro
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»Esta condición de interioridad debe llegar a su término, y si triunfamos, terminará. Junto con los Derechos del Hombre, proclamados claramente por el amigo Cerdial, nosotras exigirnos una Declaración de los Derechos de la Mujer. Y también estos derechos son tres: el derecho al libre abrazo, el derecho a la infidelidad cotidiana, el derecho al aborto.

Las mujeres que asistían a la asamblea, harpías y bizcas, que eran muy numerosas, se pusieron simultáneamente de pie y se apretujaron alrededor del palco, gritando, riendo y queriendo estrechar la mano de la valerosa intérprete de su pensamiento.

Aproveché aquel tumulto de brujas desenfrenadas para escurrirme, sin ser observado, por una salida de lona del circo. Ya había aprendido bastante acerca de lo que pretendían los Panclastas, y no me sentía seguro en medio de aquellos locos sueltos.

Conversación 34
MUERTE A LOS MUERTOS

Ciudad de Méjico, 25 de abril.

—Señor, ¿pertenece usted al partido de los vivos o al de los muertos?

Así me interpeló anoche el joven vestido de negro que se sentaba a mi lado en la desierta sala del Bar de la Revolución.

No le respondí y lo miré fijamente; hasta ese momento no había reparado en su presencia: su rostro era alargado como el de algunas figuras del Greco, era moreno y delgado, tenía bigotes negros bien recortados, unos ojos vivaces de gato salvaje a la espera de saltar sobre su presa. Tenía algo de bandido y de poeta, algunos de sus rasgos hacían pensar en antepasados indios.

Pensé primeramente que mi interpelante habría bebido excesivamente, y recordé que con los borrachos conviene ser sincero, por lo cual le respondí que no comprendía bien su pregunta.

—Usted es viejo —afirmó desdeñosamente el desconocido joven—, y debería saber mejor que yo que los muertos perjudican y subyugan de mil maneras a los vivos. Los muertos, muertos están sin duda, pero son infinitamente más numerosos que los vivos, y en todas las guerras triunfa en definitiva la superioridad en número; además, los muertos no tienen nada que perder y están seguros de su inmunidad y de su impunidad; son prepotentes, maliciosos, malignos, ¡pobre de quien no sabe defenderse de los muertos! Siempre llevamos la peor parte; ¿recuerda la vieja frase francesa?
Le mort saisit le vif.
Tienen un poderoso aliado: el miedo y la superstición de los vivos. ¿Sigue mis explicaciones?

—Sigo sus palabras, pero aún no comprendo bien qué es lo que quiere demostrar y adónde quiere llegar.

—¿No es usted el famoso mister Gog? Me habían dicho que no sólo era un hombre rico, sino también —excepción muy rara entre los potentados del dinero—, que además era inteligente. Tal vez me han informado mal, y ahora le pido disculpas por haber expuesto razonamientos que trascienden su inteligencia de simple propietario de dólares.

—Tenga un poco de paciencia, amigo. Quizá logre comprender si tiene la cortesía de añadir alguna dilucidación concreta. Me atraen todas las ideas, ninguna me espanta.

—Le dedicaré entonces diez minutos más, y no más de diez minutos porque no tengo tiempo para desperdiciar. Así pues, le diré que quiero proclamar y conducir la revolución más formidable que se ha visto sobre la tierra desde el Diluvio Universal: la revolución de los vivos contra los muertos. Creemos ingenuamente que los muertos no existen, siendo así que durante siglos usurpan nuestro espacio y nuestro tiempo, dominan nuestro pensamiento, nos oprimen con sus fantasmas y con sus antojos. Los muertos son señores y dueños de los vivos. Es necesario concluir de una vez con esta engañosa y perpetua esclavitud.

»Fíjese en nuestras escuelas: gran parte del tiempo de enseñanza se emplea para explicar y aprender las vicisitudes, aventuras, vergüenzas y teorías acerca de los muertos. La historia, ese ídolo de la gente moderna, no es más que un interminable y aburrido Libro de los Muertos.

»En política debemos obedecer constituciones, leyes, costumbres y fórmulas que, en grandísima proporción, son obras elaboradas con el pensamiento de personas muertas. En la vida privada nos vemos obligados a obedecer las llamadas «últimas voluntades» de los muertos, sus quirógrafos, sus testamentos espirituales y no espirituales. En los países católicos se recurre diariamente a los sacerdotes para oficiar ceremonias con el objeto de lograr la salvación eterna de los muertos. Nuestros museos están llenos de obras de muertos célebres que, con el prestigio de su antigüedad, impresionan a los jóvenes, desvigorizan los ingenios y obstaculizan cuanto pueden el surgimiento de novedades. Muchos de los artistas se ven atados aún ahora a los cánones de la escultura griega de veinticinco siglos atrás y a los preceptos de los pintores muertos hace quinientos años.

»En nuestras plazas se pavonean difuntos famosos, ya sea a caballo y con el sable desenvainado en alto, amenazando, ya sentados como pensadores, vestidos con ropas pasadas de moda.

»En todos los países del mundo hay millares de imbéciles: espiritistas, magos, metafísicos, que pretenden evocar a los muertos o, por lo menos, trabar con ellos alguna relación misteriosa.

»Finalmente, los muertos ocupan una grandísima extensión de la superficie terrestre. Los cementerios, que cada día se multiplican y se amplían, son una creciente amenaza de carestía y de hambre. Aumenta la población, y al mismo tiempo las áreas cultivables, aptas para proporcionar alimento a los vivientes, se convierten en «lugares para el último descanso de los muertos». Si en los milenios pasados no se hubiera destruido a las necrópolis, hoy en día no habría ni una hectárea de terreno para sembrar trigo. Hay en la tierra demasiadas tumbas, demasiados sepulcros, túmulos, camposantos, capillas funerarias, etc. ¡O matamos por segunda vez a los muertos o éstos nos harán morir, dentro de poco, como a perros hambrientos!

»Supongo que ahora habrá comprendido la necesidad, más aún, la urgencia de la revolución que quiero promover. Es preciso cambiar, y en el menor tiempo posible, el estado actual de esas cosas: el dominio de los fallecidos sobre los vivientes. Ya he elegido la palabra de orden: ¡Muerte a los muertos!, ¡vivan los vivos!

»¿Quiere ayudarme con su dinero? Se precisan grandes sumas: para la propaganda de la idea, para la destrucción de los monumentos y de los cementerios, para la violenta supresión de todos los traidores partidarios y cómplices de los muertos. ¿Qué quiere ser usted?, ¿una de nuestras columnas o una de nuestras víctimas?

—Finalmente —le respondí—, he podido comprender perfectamente el sentido y la finalidad de sus razonamientos. Me ha persuadido de que los muertos son más poderosos que los vivos, y consiguientemente, como ya soy viejo, cosa que usted ha hecho observar gentilmente, prefiero pertenecer al partido de los más fuertes.

El joven vestido de negro permaneció un momento sin saber qué decir, y yo aproveché su confusión para salir del bar y subir prestamente en el automóvil que me estaba esperando afuera.

Conversación 35
LA PREDICACIÓN DE LA SOBERBIA

Bogotá, 26 de agosto.

Ciudad ésta bella y cordial, situada sobre montañas, fresca, en ella el ocio no causa remordimientos y el pensar no fatiga. En un atardecer, paseando por una calle larga, estrecha y solitaria, desemboqué imprevistamente en una amplia plaza, en forma de triángulo isósceles, llena de verdor. En el costado base, el más largo, se alzaba un edificio grande en el que reconocí, al cabo de algunos momentos de incertidumbre, una iglesia, pero una iglesia completamente diferente de las que había visto en el resto del mundo.

Ostentaba una fachada altísima, cuadrada, sin ventanas ni aberturas de ninguna especie. El centro de ese enorme cuadrado de piedra grisácea estaba ocupado por un Cristo hecho en mosaico, que con las espinas de la corona alcanzaba a la parte superior de la fachada. No estaba suspendido en una cruz, como se le ve casi siempre, sino que con sus dos brazos alzados parecía llamar a sí a los que por allí transitaban. Me detuve a contemplarlo, y entonces me di cuenta de que, bajo los pies, muy próximos al suelo, se abría una puertecita estrecha, según me pareció, la única entrada de aquella singularísima iglesia. Me aproximé a aquella abertura, pero era tan baja que hube de agachar la cabeza y doblar el espinazo para poder entrar.

Me hallé entonces en un atrio espacioso, de forma rectangular, que lucía un pavimento de mármol negro y estaba alumbrado con luminarias de siete llamas cada una y que pendían del techo.

Aquel atrio estaba desierto, no tenía altares ni imágenes, pero las paredes estaban ocupadas a breves trechos por confesionarios piramidales, cerrados y oscuros como sepulcros. Observando mejor vi en el fondo, frente a mí, los primeros escalones de dos escaleras en descenso, las que debían conducir a una iglesia subterránea. Bajé por la escalera derecha y me hallé, efectivamente, en una gran basílica de tres naves, que recibía luz de una doble fila de ventanales redondos abiertos hacia el claro cielo. Las paredes estaban cubiertas por mosaicos estilo bizantino, en los que predominaban el azul y el oro. Las columnas, majestuosas y sólidas, eran de mármol rosado veteado por filamentos color negro. En el fondo de la nave central, pero algo distante del altar mayor en el que brillaban centenares de velas encendidas, se alzaba un púlpito de madera blanca, muy simple y casi pobre, poco elevado sobre el suelo. La nave estaba llena de gente que se mantenía de pie: mujeres con la mantilla, viejos calvos o canosos, jóvenes trigueños vestidos de color claro, algunos indios que a cada momento bostezaban dejando ver las hileras de sus blanquísimos dientes. Todos parecían esperar a alguien o algo, y también yo me dispuse a esperar con ellos, y me apoyé en una columna.

De pronto se oyó el tintineo argentino de una campanilla y vi subir al púlpito a un sacerdote de estatura elevada, con la cabeza cubierta por un velo de color negro con pespuntes, velo que descendía sobre su rostro llegando casi hasta la boca.

Rezó algunas oraciones en latín, y luego comenzó su sermón hablando con voz sonora en muy buen castellano:

—Hermanos y hermanas. Vimos en los días precedentes cuál es la forma y gravedad de los siete pecados capitales o pecados mortales. Hoy deseo deciros una verdad que nadie ha dicho hasta ahora al pueblo cristiano. Quiero anunciar en esta iglesia consagrada a Nuestra Señora de la Humildad, que en realidad esos siete pecados se reducen a uno solo: el pecado de la soberbia.

»Considerad, por ejemplo, los modos y motivos de la ira. Este horrible pecado no es más que un efecto y un escape de la soberbia. El hombre soberbio no tolera ser contrariado, se siente ofendido por cualquier contraste y hasta por la más justa reprensión; el hombre soberbio siempre quiere vencer y superar a quien considera inferior, y por esto se ve arrastrado a las injurias, a la cólera y la rabia.

»Pensad en otro pecado igualmente odioso y maldito: la envidia. El soberbio no puede concebir que otro hombre tenga cualidades o fortunas de las que él carece; no puede soportar, a causa de su ilusión de que está sobre todos, que otros estén en sitios más elevados que el suyo, que sean más alabados y honrados, que sean más poderosos y ricos. Por lo tanto la envidia no es más que una consecuencia y manifestación de la soberbia.

»También se manifiesta claramente la soberbia en el repugnante pecado de la lujuria. El lujurioso es el que quiere someter a su capricho y a su placer al mayor número posible de mujeres dóciles y complacientes. La mujer lujuriosa es la que quiere someter a su carne y a su vanidad al mayor número de hombres robados al derecho o al deseo de otras mujeres. El frenesí de la posesión carnal se funda en la ilusión de una dominación recíproca, o sea, en la
libido dominandi
que es, a su vez, el verdadero fundamento de la soberbia. Poseer quiere decir ser dueño, o sea, superior; ser amado significa ser preferido a los demás, es decir: ser considerado y adorado como criatura privilegiada. Y todo esto no es otra cosa que manifestación y satisfacción de ciega soberbia.

»Ya es más difícil reconocer a la soberbia en el innoble pecado de la gula. Mas, como de costumbre, también en esto viene en nuestra ayuda la Sagrada Biblia. Cuando la serpiente, símbolo de la soberbia, quiso tentar a Eva, ¿a qué medio recurrió además de mentirosas promesas? Presentó a la mujer una fruta deseable a la vista y dulce para comer. Recordad también que en la Última Cena Nuestro Señor ofreció pan mojado, es decir, el bocado preferido, al traidor, y esto después de haber dicho que Satanás, o sea, la soberbia, había entrado en Judas. Por lo tanto, los que ponen sus delicias en llenar el vientre más allá de lo que se precisa para saciar el hambre, están emparentados con los soberbios; en tan bestial proeza o manía buscan una prueba de su riqueza, de su capacidad o valer, de su arte de engullir y saborear, resumiendo, de su superioridad.

»También la avaricia, hermanos míos, o la voracidad por el dinero y demás bienes terrenos, se halla estrechamente relacionada con el pecado de la soberbia. El hombre avaro desea hacer todo suyo y no ceder a los hermanos ni siquiera una parte mínima de su tesoro. Su sueño supremo consiste en llegar a ser el más rico de todos en medio de una turba de pobres, pues sabe que en nuestro mundo idiota y perverso el rico es respetado, es adulado, honrado, implorado y servido como un monarca. Para el avaro la riqueza es antes que nada un medio para saciar su avidez de dominio, su torpe vanidad, su loca soberbia.

»Ahora no nos queda más que volver nuestra consideración hacia la vergonzosa pereza. Como bien lo pensáis, el perezoso es el ser humano que anhela o pretende vivir a costa del trabajo de los demás, como si tuviera un derecho natural al tributo de seres que le son inferiores, como si el trabajo fuera algo indigno de su orgullosa superioridad; perezoso es el que nada hace y nada emprende para mejorarse a sí mismo, para mejorar su alma y su condición, y en esto fácil es descubrir la implícita persuasión de que ya es perfecto, de que es mejor que quienes están a su alrededor, pero en esa su loca certeza notáis fácilmente la diabólica afirmación de la omnipresente soberbia.

»Espero haber demostrado, aunque haya hablado brevemente, la verdad de mi aserto: hay un solo pecado en séxtuple forma, el homicida y deicida pecado de la soberbia.

»De todo lo que se ha dicho podemos deducir una pavorosa conclusión. Los cristianos son llamados a la imitación de Cristo, quien fue, antes que nada, portaestandarte sublime de la humildad: siendo Dios quiso humillarse hasta el punto de encarnarse en figura de hombre en la tierra. Pero los cristianos, la mayor parte de ellos, son pecadores, y en cuanto tales se cubren con las diversas vestiduras y hábitos de la soberbia, que fue la culpa máxima de Lucifer. Por lo tanto, dejan de lado la imitación de Cristo para imitar a Satanás. Nosotros, todos nosotros, ostentando el nombre de cristianos somos imitadores del Demonio.

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