Tánger, 12 de febrero.
Desde tiempo antes sabía que existía en esta ciudad una escuela superior para alumnos dedicados al asesinato, pero no había logrado entrar para conocerla a pesar de prometer gruesas recompensas a varias personas. Un telegrama de palabras ya convenidas me hizo volver a Tánger, y el remitente de ese telegrama, un marroquí que tiene un café de mala fama, vino pronto a mi encuentro y me dijo que en la noche siguiente podía acompañarme a donde tanto deseaba ir.
La Universidad del Homicidio se halla instalada en una casona de aspecto pobre, situada en el suburbio oriental de la ciudad. Un letrero de latón, escrito en varias lenguas, hace saber que allí hay una agencia de colocaciones y de alquileres.
El marroquí, que parecía ser bastante conocedor, dijo algunas palabras en lengua árabe al portero, un adiposo gigante de exterior pacífico, y atravesamos un patio con piso de lajas, hacia el que se abrían muchas puertas. Mi guía golpeó tres veces, con los nudillos, en una puertita entreabierta, y se oyó una voz que decía:
¡Entrez!
Era el cuarto del rector de la Universidad, un hombre seco y enérgico, que mostraba una cicatriz roja en la mejilla derecha y estaba vestido completamente de blanco. No quiso decirme su nombre, y me advirtió cortésmente que si hiciera saber a otros lo visto y oído en su Universidad, no apostaría dos centavos por mi piel. Le respondí, con la misma cortesía, que deseaba vivamente visitar la Universidad del Homicidio, pero que no deseaba en lo más mínimo ser asesinado; por lo tanto, podía contar con mi silencio.
Me hizo sentar en un taburete que estaba cerca de su mesa y me dijo:
—No estará de más que le haga oír algunas observaciones preliminares acerca de nuestro Instituto. Sin duda usted sabe que el homicidio está ocupando el primer lugar entre los factores dominantes y determinantes de la vida moderna. Aumenta día a día la sed de venganza, de riquezas y de poder político, por lo cual aumenta también el número de homicidios, puesto que la supresión de vidas humanas es uno de los medios más rápidos para satisfacer nuestras pasiones, tanto en el amor como en la política.
»Mas, habrá observado que al aumento de los asesinatos no corresponde un proceso científico seguro en la técnica del homicidio. Muchos asesinos tan sólo logran herir, y a veces ligeramente, sus objetivos humanos: otros dejan huellas de su obra demasiado reconocibles, otros no son capaces ni de esconder los cadáveres ni de sustraerse a la captura. Casi siempre se trata de jóvenes muy capaces, pero que carecen de experiencia, son novicios y hasta ignoran que el homicidio perfecto es una obra de arte y que se debe hacer con métodos científicos. Parece esto una paradoja, pero en realidad así. Por lo tanto, es preciso venir en ayuda de los aspirantes y de los principiantes. Por todo ello, una sociedad de veteranos del delito ha decidido fundar el Instituto que tengo el honor de presidir. En esta escuela de altos estudios queremos atender a la instrucción profesional y al adiestramiento práctico de los jóvenes que desean consagrarse al gran arte del asesinato, y que hasta hoy se veían abandonados a las reglas de un empirismo precario. Pero, además, hemos instituido un curso superior de perfeccionamiento para homicidas habituales, o sea para los hombres maduros que poseen ya una cierta experiencia profesional.
»Por término medio los cursos duran dos años, puesto que son muchas las materias de enseñanza y los estudios son muy difíciles. En primer lugar hay una cátedra de anatomía humana, que es dictada por un médico evadido de cárcel perpetua; esta cátedra es utilísima para el conocimiento de los órganos vitales vulnerables con mayor seguridad. También hay una cátedra de psicología, que se ocupa preferentemente en investigar los diversos caracteres humanos y su manera de reaccionar en los momentos de peligro grave.
»Tenemos después una cátedra de toxicología destinada a los que prefieren servirse de venenos seguros con máximas garantías de impunidad. Naturalmente, tampoco falta una cátedra de balística, en la que se enseña todo lo que respecta a las armas de fuego, especialmente a las modernas, y a los métodos para utilizarlas con utilidad y seguridad.
»La cátedra de metalurgia, en cambio, se ocupa de las armas metálicas, las de punta y las de corte, puñales y cuchillos, con instrucciones aptas para la conservación y el uso.
»Entre nosotros, la enseñanza de la gimnasia es algo diversa de la que se estila en las escuelas comunes. Se hacen ejercicios de salto y de escalamiento, y se dictan cursos de
savate
y lucha japonesa, pero muy especialmente nos preocupamos por iniciar a los alumnos en la técnica de la estrangulación y de la sofocación, y también nos esforzamos por enseñar el arte, nada simple, de empujar un hombre al agua y de arrastrar un cadáver sin hacer esfuerzos y ruidos excesivos.
»Quizá le sorprenderá al saber que hay una cátedra de química, dedicada especialmente al estudio de los ácidos y los solventes, auxiliares preciosos para la disolución integral de los cadáveres. El arte del ocultamiento, tan importante en nuestro ingrato oficio, está confiado a una cátedra especial en la que los discípulos aprenden los diversos sistemas de caracterización, disfraz y enmascaramiento, y aprenden principalmente los recursos oportunos para hacer desaparecer, rápidamente, las manchas de sangre y las impresiones digitales. También tenemos una cátedra de historia universal del Asesinato, donde se describen e ilustran los homicidios más célebres de todos los países y sus métodos específicos personales. Finalmente, aun cuando pueda parecer superflua, hay una cátedra de antimoral, en la que un hábil filósofo expone las justificaciones biológicas y sociales de la supresión de hombres, refuta las doctrinas moralistas de la Antigüedad y de la Edad Media y, si hubiera necesidad, quita a los escolares los últimos escrúpulos de la compasión y de la vileza. Y ahora, si lo desea, podemos dar un vistazo a las aulas.
Salimos los tres del cuarto del rector y visitamos, en primer lugar, el Museo Retrospectivo, donde pude ver armas homicidas de todas las épocas y de todas formas: desde la piedra afilada de los prehistóricos, hasta el boomerang; desde las cimitarras hasta las navajas, así como también retratos de muchos asesinos famosos: Stenka, Razine, Cartouche, Lacenaire, Pranzini, Bonnot y otros que no fui capaz de reconocer.
Pasamos luego a la biblioteca, donde no faltaba, por supuesto, la obra
El Asesinato como una de las Bellas Artes
, de Tomás de Quincey, ni
La Mujer Asesinada con Ternura
, de Heywood, ni tampoco
El Hombre Delincuente
, de César Lombroso,
El Homicida
, de Ottolenghi,
El Poeta Asesinado
, de Apollinaire, la
Tragedia Americana
, de T. Dreiser, el
Ravaillac
, de los hermanos Tharaud y una extensa monografía sobre Gilles de Retz.
También pude entrar en las aulas de enseñanza, que no se diferenciaban mucho de las aulas de alguna pequeña universidad de provincias. Los alumnos no tenían un rostro patibulario y siniestro, como sería lógico suponer, y los profesores mostraban un exterior austero y respetable, de sabios honrados poco afortunados.
Luego me hicieron pasar a una enorme sala llena de fantoches, bastante bien fabricados, que representaban hombres y mujeres; según me explicaron, los alumnos se ejercitaban en ellos tomándolos como blancos humanos.
Pregunté al rector algunos datos sobre los inscritos en aquella singularísima institución docente, y me respondió:
—Tenemos alumnos de casi todos los países del mundo, porque en otras partes no hay institutos similares. Nuestra universidad es verdaderamente internacional, y las enseñanzas se imparten en diversas lenguas: francés, inglés, italiano y español. La cuota de inscripción es módica, pero recibimos elevadas colaboraciones en dinero de ex alumnos que han hecho fortuna gracias a las enseñanzas aprendidas en nuestros cursos acelerados. Y espero que también usted, aun cuando no sea más que un simple visitante, no sea menos generoso.
Capté fácilmente la onda, y entregué al rector un sobre con quinientos dólares en billetes. Los contó con aire satisfecho y me dijo:
—Si desea asistir a alguna de nuestras lecciones, la puerta le estará siempre abierta. Desde este momento le consideramos un amigo de nuestra universidad. Los cursos se desarrollan durante las horas de la noche, desde las doce hasta las cinco de la mañana. Le proporcionaremos un pase libre. Pero debemos advertirle que, por razones evidentes, no podemos dar diplomas ni títulos de ningún género.
El señor rector me acompañó hasta el patio y el marroquí me llevó afuera. Miles de estrellas brillaban en el claro cielo africano. Me pareció que respiraba con más alegría y libertad.
—¿Está contento? —me preguntó el marroquí, y le respondí:
—Contentísimo.
Le pagué la suma convenida y me fui a dormir. Pero mi sueño estuvo perturbado por visiones horribles.
Filadelfia, 8 de agosto.
El invierno de los años 1933 y 1934 fue funesto para mis bronquios y para mis nervios. No sabía adónde ir y todo me causaba disgusto: los hombres me hastiaban, las ciudades me cansaban, los montes me oprimían. No estimo a los médicos, pero sin embargo, acostumbro a consultarlos porque me divierte llegar a confundirlos. Uno de ellos, menos idiota que los demás, comprendió el juego y me sugirió mar y soledad.
Recorrí toda la costa de Florida, de Provenza y de la Magna Grecia en busca de una casa solitaria junto al mar. Vi muchas y ninguna me agradó, todas estaban cercanas a un camino, a una playa, a una ciudad; hubiera debido soportar la vista y la curiosidad de seres humanos no elegidos por mí. Pensé entonces en comprarme una casa flotante, hasta navegante, donde pudiera habitar tranquilo, casi solo en medio del mar. Por casualidad hallé en Reikiavik, en Islandia, lo que buscaba. Era un vapor grande, de paseo, con palos y velas sólo de figuración, tenía a proa un cómodo departamento: dormitorio, sala y estudio, separado de las cabinas del capitán y de la tripulación. Lo hice llevar a Nueva York y enarbolé la bandera de las estrellas. Hallé un capitán y siete hombres de tripulación dispuestos a hacer un contrato de embarque de larga duración. Llevé conmigo un secretario, un camarero y un cocinero. Hice cargar a bordo abundantes abastecimientos, una biblioteca, mazos de cartas de juego, un centenar de botellas de buenos vinos y licores, un gato siamés, una guitarra, una farmacia y una máquina de proyección.
Zarpamos en los primeros días de mayo. Ésta era la consigna: la nave debía navegar siempre, con rutas variables ordenadas por mi capricho y por las estaciones. Aquel verano lo pasamos casi todo en los mares del Norte, cerca del Círculo Polar Artico. En la primavera bajamos al Mediterráneo, en el invierno se navegó entre los océanos Índico y el Pacífico.
No tenía ninguna meta determinada, no quise desembarcar en ningún puerto ni en isla alguna. Tres o cuatro veces al año la nave se vio obligada a hacer escala en alguna ciudad para proveerse de agua potable, de nafta, carbón y carne fresca. Pero las detenciones eran brevísimas y yo jamás descendía a tierra. Más aún, durante las horas del forzado detenimiento junto a los muelles, hacía cerrar las persianas de mis cuartos a fin de ahorrar a mis ojos la horrible visión de las casas y de los rostros humanos.
Mis contactos con la tripulación eran escasisimos, muy raros; comía solo y uno de los puentes era exclusivamente para mí, en él daba algunos pasos y contemplaba el variable humor de las olas; me aburría cuando reinaba bonanza y me excitaba si reinaba la tempestad.
Tan sólo el capitán y el secretario eran admitidos a mis separadas habitaciones para tener alguna breve conversación o para participar en alguna prolongada partida de bridge. Pasaba mis horas leyendo o fumando y, más que nada, durmiendo. Frecuentemente me aburría más de lo que había previsto, pero aun así me sentía extrañamente feliz. Aquel libérrimo errar por las aguas ilimitadas, aquella casa nómada, aireada y silenciosa, aquel alejamiento de los hedores y rumores de las selvas ciudadanas, aquella vida plácida y solitaria sin jamás echar pie a tierra, sin ver jamás rostros nuevos ni monumentos odiosos, todo ello me agradaba más de lo que puedo decir, aun cuando debiera pagar tan profundo placer con el elevado precio de la melancolía. Pero acaso, ¿no es la melancolía una forma de alegría?
Pocos meses bastaron para sanar mis bronquios y reponer mis nervios. Pasé todo un año en aquel retiro flotante, surcando los mares más hermosos del globo, y ya pensaba transcurrir el resto de mi vida en tan cómoda prisión, en medio de la sonora salsedumbre de las enormes aguas.
Pero cuando llegamos al comienzo del segundo verano fui presa de atroces dolores abdominales, y las medicinas que tenía a bordo no lograban calmarme. Tuve que desembarcar en Filadelfia, con grandísimo pesar, haciéndome hospitalizar en una clínica y quedando a merced de los médicos.
En el Océano Antártico, 18 de abril.
El cataclismo más apocalíptico al que asistí durante mi prolongada navegación solitaria, fue la destrucción de la Isla Desdichada, situada al sur de la Tierra del Fuego.
Era una isla de aspecto siniestro y estaba deshabitada, ya que se elevaban en ella siete volcanes de varia magnitud, que casi siempre estaban en erupción. Muy pocos arbustos semiquemados lograban vivir en ella, entre una y otra invasión de lava. Hasta las mismas aves marinas, aun cuando estuvieran cansadas en sus vuelos hacia la Antártida, evitaban posarse en aquellas abruptas alturas, en aquellos cráteres enrojecidos y llenos de cenizas. Cuando por espacio de alguna semana descansaban los volcanes, y en lugar de llamas y piedras sus bocas lanzaban solamente enormes humaredas, entonces la isla era sacudida y agitada por los terremotos que abrían abismos en los flancos de los montes y hacían desaparecer en las tumultuosas aguas extensiones enteras de la pétrea y escarpada orilla. Se diría que la isla quisiera aniquilarse y desaparecer del océano con el fuego de sus volcanes y las convulsiones de los terremotos. Todos los elementos, el impetuoso azote del viento, el fuego de las pétreas vísceras, el obstinado furor del mar, todo la amenazaba, la flagelaba, la corroía, como si la isla maldita estuviera condenada a una catástrofe.