El loro de Flaubert (22 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

BOOK: El loro de Flaubert
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No lo fue, claro. Se puso a recorrer ese tedioso paisaje campestre, fingiendo que le interesaban los castillos abandonados y las iglesias más cochambrosas (¡tres meses!), y
entonces
comenzó a echarme de menos. Empezaron a llegarme las cartas, las disculpas, las confesiones, las súplicas pidiendo que le escribiese. Siempre actuó del mismo modo. Cuando estaba en Croisset soñaba en la arena caliente y el reluciente Nilo; cuando estaba en el Nilo soñaba en nieblas húmedas y el reluciente Croisset. En realidad no le gustaba viajar. Le gustaba la idea de los viajes, y también el recuerdo que dejan los viajes, pero no el viaje en sí. Aunque sólo sea por una vez, estoy de acuerdo con Du Camp, que solía decir que la forma de viaje que Gustave prefería consistía en tenderse en un diván y encargarle a alguien que hiciese desfilar el paisaje ante sus ojos. En cuanto a esa famosa expedición oriental que emprendieron ellos dos, Du Camp (sí, ese odioso Du Camp, ese mentiroso Du Camp) afirmó que Gustave se pasó casi todo el tiempo sumido en un estado de sopor.

Sea como fuere, mientras recorría esa provincia tan gris y atrasada en compañía de su maligno amigo, Gustave me mandó otra flor, una flor que cogió junto a la tumba de Chateaubriand. Me habló en sus cartas del sereno mar de St. Malo, del cielo rosado, del aire aromático. Una bella escena, ¿no es cierto? La tumba romántica en aquel rocoso promontorio; el gran hombre sepultado allí, con la cabeza apuntando hacia el mar, dedicado eternamente a escuchar las idas y venidas de la marea; y el joven escritor, en el que ya despunta la genialidad, que se arrodilla junto a la tumba, observa cómo la tonalidad rosa va apagándose lentamente en el cielo vespertino, reflexiona —a la manera que hacen siempre los jóvenes— sobre la eternidad, sobre la naturaleza fugitiva de la vida y los consuelos de la grandeza, y luego coge una flor que ha echado raíces en el polvo del mismísimo Chateaubriand, y se la envía a su bella amante que le aguarda en París… ¿Podía dejar de conmoverme ante este detalle? Naturalmente que no. Pero no pude tampoco dejar de fijarme en que la flor cogida en una tumba lleva consigo ciertas reverberaciones cuando es remitida a alguien que ha escrito la palabra
Ultima
en una carta recibida poco tiempo atrás. Y tampoco pude evitar el fijarme en que la carta de Gustave fue echada al correo de Pontorson, que se encuentra a cuarenta kilómetros de St. Malo. ¿Cogió Gustave la flor para sí, y sólo luego, cuarenta kilómetros más adelante, acabó por hartarse de ella? ¿O quizá —si brota de mí esta insinuación es solamente porque he estado muchas veces tendida junto al alma de Gustave, tan contagiosa— la cogió en otro lugar? ¿Es posible que se le ocurriera este detalle un poco tarde? ¿Acaso hay alguien capaz de resistirse a
l'esprit de l'escalier
, incluso en el amor?

Mi flor —la que, de entre muchas, mejor recuerdo— fue cogida donde afirmé que había sido cogida. En Windsor Park. Fue después de mi dramática visita a Croisset y de la humillación de no ser recibida allí, después de la brutalidad, del dolor y el horror de todo aquello. Seguramente habrá usted oído contar otras versiones. La verdad no puede ser más simple.

Tenía que verle. Teníamos que hablar. No se puede decirle adiós a la amada de la misma manera que le dices adiós a tu peluquero. No quería venir a verme a París; de modo que yo fui a verle a él. Tomé el tren (esta vez para no apearme en Nantes) que iba a Rouen. Me bajaron en un bote de remos hasta Croisset; dentro de mi alma, la esperanza se debatía en su lucha contra el miedo, mientras el viejo remero pugnaba con la corriente. Llegamos a un lugar desde el que se veía una encantadora casita blanca, bajita, de estilo inglés; una casa sonriente, o eso fue lo que me pareció. Desembarqué; empujé la verja; pero no me permitieron que diese un solo paso más. Gustave no quiso dejarme entrar. Un patán que apestaba a heno me obligó a dar media vuelta. Gustave no quería verme allí; condescendió a reunirse conmigo en el hotel. Mi Caronte me llevó de regreso en su bote. Gustave solo, en vapor. Nos adelantó en el río y llegó antes que yo. Era una farsa; una tragedia. Fuimos a mi hotel. Hablé, pero él no quiso escucharme. Le dije que podíamos ser felices. El secreto de la felicidad, me dijo, consiste en ya ser feliz. No comprendió la angustia que yo sentía. Me besó con una falta de pasión que me resultó humillante. Me dijo que me casara con Víctor Cousin.

Huí a Inglaterra. No soportaba permanecer en Francia ni un momento más: mis amigos apoyaron mi decisión. Me fui a Londres. Allí fui recibida con amabilidad. Me presentaron a muchos espíritus distinguidos. Conocí a Mazzini; conocí a la condesa Guiccioli. Mi encuentro con la condesa me reanimó —nos hicimos amigas inmediatamente— pero también me entristeció. George Sand y Chopin, la condesa y Byron… ¿llegaría algún día a hablarse de Louise Colet y Flaubert? Se lo confieso con toda franqueza, esta idea supuso para mí muchas horas de callado dolor, que traté de soportar con filosofía. ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué sería de mí? ¿Tan mal está, me preguntaba a mí misma con la mayor insistencia, ser ambicioso en el amor? ¿Tan malo está? Dígalo usted.

Me fui a Windsor. Recuerdo un torreón redondo, muy bello, cubierto de hiedra. Paseé sin rumbo por el parque y cogí una correhuela para Gustave. Debo decirle que Gustave siempre fue un vulgar ignorante en todo lo concerniente a las flores. No tanto en su aspecto botánico —probablemente estudió a fondo esa cuestión en algún momento de su vida, tal como estudió también otras cosas (todas, menos el corazón de las mujeres)— como en su aspecto simbólico. Qué idioma tan elegante es el lenguaje de las flores: sutil, cortés y exacto. Cuando la belleza de la flor coincide con la belleza del sentimiento que tiene que comunicar… En fin, se da ahí una felicidad que raramente puede ser superada por un regalo de rubíes. La felicidad adquiere una intensidad especial debido a que la flor se marchita. Aunque quizá, para cuando la flor esté a punto de marchitarse, él ya te habrá enviado otra…

Gustave no entendía ni una palabra de todo esto. Era una de esas personas que, estudiando con esfuerzo y durante mucho tiempo, podría haber aprendido un par de frases del lenguaje de las flores: el gladiolo, que cuando está colocado en el centro del ramo indica por el número de sus pétalos la hora de la cita; y la petunia, que anuncia que una carta ha sido interceptada. Era capaz de entender estas utilizaciones más groseras, más prácticas, de las flores. Aquí tienes esta rosa (no importa de qué color sea, aunque existan cinco significados diferentes para otras tantas cosas diferentes en el lenguaje de las flores): llévatela primero a los labios, y luego póntela entre los muslos. Hasta ahí llegaba toda la galantería de la que Gustave era capaz. Estoy segura de que no hubiese entendido el significado de la correhuela. Si es blanca significa,
¿Por qué huyes de mí?
Si es rosa significa,
Me ataré por siempre a ti.
Si es azul significa,
Esperaré a que lleguen tiempos mejores
. Adivine de qué color era la que cogí en Windsor Park.

¿Entendía a las mujeres? A menudo lo dudé. Nos peleamos; me acuerdo bien, por lo de esa prostituta nilótica que le gustaba, Kuchuk Hanem. Gustave tomaba notas durante sus viajes. Yo le pedí que me las dejara leer. El se negó; volví a pedírselo; y así sucesivamente. Finalmente me lo permitió. No son unas páginas… muy agradables. Lo que a Gustave le parecía encantador de Oriente, a mí me parecía denigrante. Una cortesana, una cortesana cara que se embadurna de aceite de sándalo para ocultar el nauseabundo olor de las chinches que infestan su cuerpo. ¿Tan edificante es, pregunto yo, tan bello? ¿Tan raro, tan espléndido? ¿No será más bien sórdido y asquerosamente vulgar?

Pero no es un problema de estética; no lo es al menos en este asunto. Cuando expresé mi antipatía por esa escena, Gustave creyó que no era más que un ataque de celos. (Me sentí un poco celosa; ¿quién no lo hubiera estado al leer el diario privado del hombre al que ama, para no encontrar en él ni una sola mención de tu nombre sino solamente lujuriosas alabanzas dedicadas a una prostituta piojosa?) Quizá sea comprensible que Gustave creyera que lo único que pasaba es que me había puesto celosa. Pero escuche ahora su argumentación, vea hasta dónde llega su capacidad para comprender el corazón de las mujeres. No tengas celos de Kuchuk Hanem, me dijo. Es una mujer oriental; la mujer oriental es una máquina; para ella, da lo mismo un hombre que otro. Esa mujer no sintió nada por mí; a estas alturas ya me habrá olvidado; su vida es ciclo somnoliento: fumar, ir a los baños, pintarse las pestañas y tomar café. En lo que se refiere a su placer físico, debe de ser muy limitado porque a una edad muy temprana le cortaron ese famoso botón, el origen de todo placer.

¡Cuán reconfortante! ¡Cuán consolador! ¡No debía tener celos porque ella no sentía nada! ¡Y éste fue el hombre que afirmaba ser capaz de comprender el corazón humano! Aquella mujer era una máquina, y además seguro que ya le había olvidado: ¿tenía que servirme todo esto de consuelo? Estos consuelos beligerantes no me hicieron olvidar, sino todo lo contrario, a esa extraña mujer con la que se emparejó en el Nilo. ¿Acaso hubiésemos podido ser más diferentes la una de la otra? Yo, occidental; ella, oriental; yo, completa; ella, mutilada; yo, esforzándome por establecer los más profundos vínculos con Gustave; ella, entregada solamente a una breve transacción física; yo, una mujer de recursos, independiente; ella, una criatura enjaulada que se gana la vida mediante su comercio con los hombres; yo, meticulosa, educada y civilizada; ella, sucia, apestosa y salvaje. Puede parecer extraño, pero acabé interesándome por ella. Seguro que la moneda siempre está fascinada por su otra cara. Años más tarde, cuando me fui de viaje a Egipto, traté de localizarla. Estuve en Esneh. Encontré la escuálida choza donde vivía, pero ella no estaba. Quizá, al oír noticias de mi llegada, huyó a otra parte. Quizá fuese mejor que no llegáramos a conocernos; no hay que permitir que la moneda conozca su otra cara.

Gustave comenzó a humillarme desde el principio. No me estaba permitido que le escribiese directamente; tenía que remitir mis cartas vía Du Camp. No me permitía que le fuese a visitar a Croisset. No me permitía que conociera a su madre, a pesar de que hubo de hecho una ocasión, en una calle de París, en que fuimos presentadas. Y resulta que estoy enterada de que Mme. Flaubert opinaba que su hijo me trataba de una forma abominable.

También me humilló de otras formas. Me mintió. Habló mal de mí ante sus amigos. Ridiculizó, en el sagrado nombre de la verdad, la mayor parte de lo que yo escribía. Fingía no saber que yo era paupérrima. Se jactaba de haberse contagiado en Egipto de una enfermedad del amor acostándose con una cortesana de cinco-s.ou. Se vengó vulgar y públicamente de mí riéndose en Madame Bovary de un sello que una vez le di como prueba de amor. ¡El, que afirmaba que el arte debía ser impersonal!

Permítame que le diga de qué forma me humillaba Gustave. Cuando nuestro amor era joven, solíamos hacernos regalos; pequeñas muestras de cariño, insignificantes por sí mismas, pero que parecían contener en su interior la esencia misma del donante. Durante meses, durante años, disfrutó de un par de pequeñas zapatillas mías que le regalé; seguro que a estas alturas ya las habrá quemado. En una ocasión me envió un pisapapeles, el mismo que haría tenido en su escritorio. Me conmovió profundamente; me pareció que era el regalo perfecto de un escritor para otro escritor: lo que antes había servido para evitar que volase su prosa, ahora serviría para sujetar mis versos. Es posible que yo le comentase esto demasiado a menudo; quizás expresé mi gratitud con sinceridad exagerada. Pues bien, esto fue lo que me dijo Gustave: que no lamentó en absoluto desprenderse del pisapapeles porque tenía otro tan eficaz como el que me dio. Me preguntó si quería saber cómo era el nuevo. Si quieres decírmelo, le contesté. Su nuevo pisapapeles, me informó, era un fragmento de un palo de mesana —hizo un ademán expresivo de un tamaño descomunal— que su padre extrajo una vez, por medio de un fórceps, del trasero de un viejo marino. El marino —continuó Gustave como si fuese la mejor anécdota que había oído desde hacía muchos años— afirmó al parecer que no tenía ni la más remota idea de cómo había ido a parar aquel pedazo de mástil al sitio en donde fue encontrado. Gustave soltó una carcajada. Lo que más le intrigaba era saber cómo se hubiera podido averiguar de qué mástil procedía aquel pedazo de madera.

¿Por qué me humillaba? No era, creo yo, porque, tal como ocurre frecuentemente en el amor, aquellas cualidades mías que al principio le parecieron atractivas —mi vitalidad, mi libertad, mi sentimiento de igualdad con los hombres— llegaran con el tiempo a resultarle irritantes. No fue así, porque Gustave se comportó de ese modo tan extraño y osuno desde el comienzo mismo, incluso cuando más enamorado estaba de mí. En su segunda carta me dijo: «Jamás he contemplado a un niño sin pensar que llegará a ser viejo; la contemplación de una mujer desnuda siempre me hace soñar en su esqueleto.» No eran, desde luego, los sentimientos de un amante convencional.

La posteridad, quizás, aceptará la solución más fácil. Dirá que me despreciaba porque yo era despreciable, y que como él era un genio su juicio debió de ser el correcto. No fue así; jamás fue así. Si era cruel conmigo es porque me tenía miedo. Me tenía un miedo corriente y un miedo muy poco corriente. Desde el primer punto de vista, me temía de la misma manera que los hombres suelen temer a las mujeres: porque sus amantes (o sus esposas) les entienden. Algunos hombres son muy poco adultos: quieren que las mujeres les entiendan, y con esa finalidad les cuentan todos sus secretos; pero luego, cuando se sienten cabalmente comprendidos, odian a sus mujeres por el hecho de que les entienden.

Desde el segundo punto de vista —el más importante— me temía porque se temía a sí mismo. Temía llegar a amarme completamente. No era por el simple terror a que yo invadiera su estudio y su soledad; era porque sentía pánico de que yo invadiese su corazón. Era cruel porque quería alejarme de él; pero quería alejarme de él porque temía llegar a amarme del todo. Voy a contarle lo que creo en el fondo de mi corazón: que para Gustave, y de una forma que él sólo sabía a medias, yo representaba la vida, y su rechazo de mí era especialmente violento porque le causaba la más profunda vergüenza. ¿Acaso hay algún aspecto de todo esto del que se pueda decir que la culpable soy yo? Yo le amé; ¿hay algo más natural que el que quisiera darle la oportunidad de que me amara? No luchaba solamente por mí, sino también por él: no comprendía la razón por la que él no se permitía amar. Una vez dijo que para ser feliz había que cumplir tres requisitos previos —ser estúpido, ser egoísta y gozar de buena salud— y que él no estaba seguro de cumplir más que el segundo. De modo que discutí, peleé, pero él quería creer que la felicidad es imposible; esta creencia le proporcionaba cierto extraño consuelo.

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