El galgo se convirtió en su último compañero de Croisset. Una pareja curiosa; el robusto y sedentario novelista, y el flaco animal de carreras. La vida privada de Julio empezó a introducirse en la correspondencia de Flaubert: Gustave anunció que el perro se había «unido morganáticamente» a una «joven» vecina. Amo y animal llegaron incluso a ponerse enfermos al mismo tiempo: en primavera de 1879 Flaubert padeció un ataque de reumatismo y se le hinchó un pie, mientras que Julio sufrió una enfermedad canina cuyo nombre no se nos dice. «Es exactamente igual que una persona —escribió Gustave—. Hace pequeños gestos de profunda humanidad.» Los dos se recobraron, y trampearon como pudieron el resto del año. El invierno de 1879–8.0 fue extraordinariamente crudo. El ama de llaves de Flaubert le hizo a Julio un abrigo con unos pantalones viejos. Vivieron juntos todo ese invierno. Flaubert murió en primavera.
No hay noticias de cuál pudo ser el destino del perro.
3.
El perro figurativo
. Madame Bovary tiene un perro, regalo de un guardia de monte al que el marido de ella le cura una fluxión de pecho. Es une
petite levrette d'Italie
: una pequeña galga italiana. Nabokov, que trata con exagerada perentoriedad a todos los traductores de Flaubert, dice que es un un
whippet
. [En lugar de greyhound. Este término sirve, en inglés para galgo y lebrel. ¿bippet es el nombre específico de los lebreles. (N. del T.)] Tanto si acierta zoológicamente, como si se equivoca, en cualquier caso yerra en cuanto al sexo del animal, que a mí me parece importante. A este perro se le atribuye una pasajera significación como…, menos que un símbolo, ni tampoco exactamente una metáfora; digamos que una figura. Emma adquiere la galga cuando ella y Charles viven todavía en Tostes: es la época de los primeros y balbuceantes sentimientos de insatisfacción interior; la época del aburrimiento y el descontento, pero antes de que llegue la corrupción. Saca a pasear a su galga, y el animal se convierte, de forma breve, sutil, durante apenas medio párrafo, en algo más que un perro: «Su pensamiento, sin objeto al principio, vagabundeaba al azar, como su galga, que describía círculos en el campo, ladraba corriendo detrás de las mariposas amarillas y perseguía a las musarañas mordisqueando las amapolas en la orilla de un haza de trigo. Después se iban fijando poco a poco sus ideas, y, sentada en el césped, que hurgaba a golpecitos con la contera de su sombrilla, se repetía: «¿Por qué me habré casado, Dios mío?»
Esta es la primera aparición de la perra, una inserción delicada; posteriormente, Emma le coge la cabeza y se la besa (tal como Gustave había hecho con Nero/Thabor): la perra tiene una expresión melancólica, y ella le habla como si se tratase de alguien que estuviera necesitado de consuelo. Habla, en otras palabras (y en los dos sentidos) consigo misma. La segunda aparición del perro es también la última. Charles y Emma se mudan de Tostes a Yonville, un viaje que señala para Emma el paso de los sueños y las fantasías a la realidad y la corrupción. Téngase también en cuenta al viajero que va con ellos en el coche: el irónicamente llamado Monsieur Lheureux, un comerciante de artículos de fantasía y usurero a ratos libres que finalmente caza en su trampa a Emma (cuya caída está tan marcada por la corrupción económica como por la sexual). Durante el viaje la galga de Emma se escapa. Se pasan un cuarto de hora largo llamándola con silbidos, y después lo dejan correr. M. Lheureux calma a Emma haciéndole saborear anticipadamente unos falsos consuelos: le cuenta reconfortantes historias de perros perdidos que han regresado junto a sus amos desde lugares muy lejanos; hubo uno que llegó a regresar a París desde Constantinopla. No hay noticias de cómo reaccionó Emma al oír estas historias.
Tampoco hay noticias de la perra ni de su ulterior destino.
4.
El perro abogado y el perro fantástico
. En enero de 1851 Flaubert y Du Camp estuvieron en Grecia. Visitaron Maratón, Eleusis y Salamis. Conocieron al general Morandi, un soldado mercenario que había combatido en Misolongi, y que, con gran indignación, desmintió la calumnia difundida por la aristocracia británica, según la cual Byron había degenerado moralmente durante su estancia en Grecia.
–Era un hombre magnífico —les dijo el general—. Tenía el mismo aspecto que Aquiles.
Du Camp registra su visita a las Termópilas y su lectura de Plutarco en el campo de batalla. El 12 de enero se dirigían hacía Eleutera —los dos amigos, un dragomán, y un policía armado que les servía de escolta— pero el tiempo empeoró de repente. Empezó a diluviar; se inundó la llanura que estaban atravesando; el terrier escocés del policía fue arrastrado por las aguas y se ahogó en una crecida torrentera. La lluvia se convirtió en nieve, y oscureció. Las nubes ocultaron las estrellas; su soledad era absoluta.
Transcurrió primero una hora, luego otra; la nieve fue acumulándose en los pliegues de su ropa; no lograron localizar el camino. El policía disparó varios tiros al aire con su pistola, pero no obtuvieron respuesta. Empapados, y muertos de frío, se enfrentaban a la perspectiva de pasar la noche montados en sus caballos, en una zona inhóspita. El policía lloraba la pérdida de su terrier escocés, y el dragomán —un tipo de ojos grandes y tan saltones como los de una langosta— había demostrado sobradamente su incompetencia durante el viaje; incIuso cocinando era un desastre. Seguían cabalgando cautelosamente, forzando la vista en sus intentos de vislumbrar alguna luz en la lejanía, cuando el policía gritó:
–¡Alto!
A lo lejos ladraba un perro. Fue entonces cuando el dragomán hizo una demostración del único talento que poseía: su capacidad de imitar a la perfección los ladridos de los perros. Comenzó a ladrar con la fuerza de la desesperación. Cuando calló, escucharon atentamente, y oyeron unos ladridos que les contestaban. El dragomán volvió a aullar. Avanzaron lentamente, deteniéndose a menudo para ladrar y orientarse con los ladridos de respuesta. Después de haberse pasado media hora acercándose al lugar desde donde, cada vez más fuerte, ladraba el perro de la aldea, lograron finalmente encontrar cobijo para la noche.
No se dice nada de cuál fue el ulterior destino del dragomán.
Nota: ¿Sería justo añadir aquí que el diario de Gustave da una versión diferente de esta misma historia? Está de acuerdo en lo del mal tiempo; está de acuerdo en la fecha; está de acuerdo en que el dragomán no sabía cocinar (como le ofrecían una y otra vez carne de cordero y huevos duros, Flaubert acabó limitándose a comer pan duro). En cambio, y por extraño que resulte, no menciona la lectura de Plutarco en el campo de batalla. El perro del policía (cuya raza no es identificada en esta versión) no fue arrastrado por un torrente; se ahogó, simplemente, en algún lugar donde las aguas eran profundas. En cuanto al dragomán que sabía imitar los ladridos de los perros, Gustave sólo dice que cuando oyeron ladrar al perro de la aldea le ordenó al policía que disparase su pistola al aire. El perro contestó con más ladridos; el policía volvió a disparar; y gracias a este método menos extraordinario pudieron recorrer el camino que les separaba del cobijo.
No se dice nada de cuál fue el destino de la verdad.
¡CLOC!
En los sectores más librescos de la clase media inglesa, cada vez que ocurre alguna coincidencia, siempre aparece alguien que comenta:
–Igual que en Anthony Powell. [Novelista contemporáneo inglés en cuya principal obra,
A Dance to the Musie of Time
(doce volúmenes), la utilización narrativa de la coincidencia es elevada a la categoría de método estructural. (N. del T.)]
A menudo ocurre que la coincidencia, por poco que se la analice, no tiene nada de notable: es muy típico, por ejemplo, que no sea más que el reencuentro, después de varios años, de dos antiguos compañeros de colegio o de universidad. De todos modos, suele invocarse el nombre de Powell para dar legitimidad al acontecimiento; es algo así como pedirle al cura que te bendiga el coche.
A mí no me gustan las coincidencias. Las encuentro un tanto espeluznantes: durante un momento te das cuenta de lo que significaría vivir en un mundo ordenado y gobernado por Dios, un mundo en el que El estuviera todo el día mirando por encima de tu hombro y dejando caer, como quien no quiere la cosa, como si pretendiera echarte una mano, transparentes indirectas acerca de la existencia de un plan cósmico. Prefiero pensar que las cosas son caóticas, que andan a su aire, que están permanente y temporalmente chifladas; prefiero sentir la certidumbre de la ignorancia, la brutalidad y la locura humanas. «Pase lo que pase —escribió Flaubert cuando estalló la guerra franco-p.rusiana— seguiremos siendo unos estúpidos.» ¿Simple pesimismo jactancioso? ¿O se trata de la necesaria aceleración de las expectativas, cuando aún no se puede pensar, actuar o escribir adecuadamente?
Tampoco me gustan las coincidencias inofensivas o humorísticas. Una vez fui a una cena y descubrí que los otros siete comensales acababan de terminar la lectura de
A Dance to the Music of Time
. No me divertí en lo más mínimo: y no sólo porque no pude romper mi silencio hasta que sacaron los quesos del postre.
En cuanto a las coincidencias de los libros, me parece un recurso barato y sentimental; desde el punto de vista estético, siempre tienen aspecto de putón verbenero. El trovador que pasa justo a tiempo para rescatar a la chica de la refriega junto al seto vivo; los repentinos y siempre útiles benefactores dickensianos; el impagable naufragio en una playa extranjera que permite la reunión de los hermanos o los amantes. Una vez expresé el desprecio que me inspira esta perezosa estratagema ante un poeta, un caballero que sin duda era especialmente hábil para las coincidencias de la rima.
–¿No será —replicó él con humorística altanería— que tiene usted una mentalidad muy prosaica?
–Es posible, pero no hay duda —contesté, bastante satisfecho de mi respuesta— de que para juzgar la prosa no hay nada mejor que tener una mentalidad prosaica, ¿no le parece?
Si yo fuera el dictador de la narrativa, prohibiría las coincidencias. Bueno, quizá no del todo. Se pueden tolerar las coincidencias en la picaresca; ése es su lugar. Venga, aprovéchense: dejen que el piloto cuyo paracaídas no se ha abierto caiga en el almiar; que el pobre bondadoso con el pie gangrenado descubra el tesoro enterrado; me parece bien. En realidad, no importa…
Una de las formas de legitimar las coincidencias es, naturalmente, decir que son ironías. Eso es lo que hacen los más listos. La ironía es, al fin y al cabo, el estilo moderno, el compañero de copeo del ingenio y la resonancia verbal. ¿Quién se atreve a decir que está en contra de la ironía? Y sin embargo, a veces me pregunto si la ironía más ingeniosa y resonante no será en el fondo una simple utilización, culta y repeinada, de la coincidencia.
No sé qué pensaba Flaubert de la coincidencia. Yo confiaba en encontrar alguno de sus típicos comentarios en su incansablemente irónico
Dictionaire des idées reçues
; pero salta intencionadamente de cognac a corto. De todos modos, es evidente que la ironía le apasionaba; es una de sus características más modernas. En Egipto disfrutó horrores al descubrir que almeb, la palabra que significa «marisabidilla», había ido perdiendo gradualmente su sentido original y había acabado significando «puta».
¿Se produce un acrecentamiento de la ironía en torno al ironizador? Flaubert creía, desde luego, que sí. La celebración del centenario de la muerte de Voltaire en 1878 fue organizada por Ménier, un fabricante de chocolate. «La ironía no abandona a ese pobre gran hombre», comentó Gustave. Y también acosó a Gustave. Cuando escribió, hablando de sí mismo, que «atraigo a los locos y a los animales», quizá tendría que haber añadido «y a las ironías».
Por ejemplo,
Madame Bovary
. Fue llevada a los tribunales, bajo la acusación de obscenidad, por Ernest Pinard, el abogado que disfruta además de la mala fama de haber sido el acusador en el proceso contra
Les Fleurs du mal
. Algunos años después de que
Madame Bovary
resultara absuelta, se descubrió que Pinard era autor de una colección de versos priápicos. El novelista se divirtió mucho al enterarse.
Por otro lado, también hay ironías en el propio libro. Dos de los detalles que más se recuerdan de la historia que cuenta son el paseo adúltero de Emma en el coche con las cortinillas echadas (un pasaje que los bienpensantes encontraron especialmente escandaloso), y precisamente la última línea de la novela —«Acaba de recibir la cruz de honor»—, que confirma la apoteosis burguesa de Homais, el farmacéutico. Ahora bien, parece ser que la idea del coche con las cortinillas echadas se le ocurrió a Flaubert a partir de su propio y excéntrico comportamiento en París, cuando pretendía evitar un encuentro casual con Louise Colet. Para que no pudieran reconocerle, se acostumbró a ir a todas partes en coches cerrados. Es decir, que conservó su castidad utilizando un método que posteriormente emplearía para facilitar la gratificación sexual de su heroína.
En el caso de la
Légion d'honneur
de Homais ocurre precisamente lo contrario: la vida imita al arte, y lo ironiza. Apenas diez años después de que quedara escrita la última línea de
Madame Bovary
, Flaubert, máximo enemigo de los burgueses y viril odiador de todos los gobiernos, permitió que le nombrasen chevalier de la Légion d'honneur. Por todo ello, la última línea de su vida imitó como un loro la última línea de su obra maestra: en su funeral estuvo presente un piquete de soldados que disparó al aire una descarga de fusiles en su honor, dando así la tradicional despedida del estado a uno de sus más inverosímiles y sardónicos chevaliers.
Y si estas ironías no le gustan al lector, tengo más.
1 AMANECER EN LAS
PIRAMIDES
En diciembre de 1849 Flaubert y Du Camp subieron a lo alto de la Gran Pirámide de Keops. Habían dormido junto a ella la noche anterior, y se despertaron a las cinco porque querían llegar a su cúspide antes de que saliera el sol. Gustave se lavó la cara en un balde de lona; oyó el aullido de un chacal; se fumó una pipa. Luego, con dos árabes tirando de él y otros dos empujándole, le subieron lentamente, como un paquete, hasta lo alto de la pirámide. Du Camp —el primer hombre que fotografió la Esfinge— ya estaba allí. Delante de ellos se extendía el Nilo, cubierto de niebla, como un mar blanco; detrás de ellos se extendía el desierto oscuro, como un océano, petrificado de color morado. Por fin, una tira de luz anaranjada apareció por el este; y poco a poco el mar blanco que tenían ante sí se convirtió en una inmensa extensión de fértil verde, mientras el océano morado de su espalda adquiría un trémulo brillo blanco. El sol naciente iluminó las piedras más altas de la pirámide, y Flaubert, bajando la vista, se fijó en una pequeña tarjeta de visita que estaba clavada a sus pies. «Humbert, Frotteur», decía, y daba unas señas de Rouen.