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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (5 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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1854

Yo, que guardo cada cosa en su sitio, llevo una vida ordenada por casilleros, y tengo mis cajones y estoy tan lleno de compartimentos como un baúl de viaje, muy bien atado con cuerdas y cerrado con tres correas.

1854

¿Pides amor, te quejas de que no te mande flores?

¡Ah, pienso mucho en las flores! Búscate un joven recién salido del cascarón, un hombre de buenos modales e ideas prestadas. Yo soy como los tigres, que tienen en la punta del glande unos pelos aglutinados con los que desgarran a la hembra.

1857

Los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un proyecto premeditado y amontonando grandes bloques los unos encima de los otros, a fuerza de riñones, de tiempo y de sudor. ¡Y no sirven de nada! ¡Y se quedan allí, en el desierto! Pero dominándolo de forma prodigiosa. Los chacales se mean en su base y los burgueses suben hasta su cúspide; continúa la comparación.

1857

Hay una frase latina que significa aproximadamente:

«Coger con los dientes un denario de entre la mierda.» Era una figura retórica que aplicaban a los avaros. Yo soy como ellos: para encontrar oro, no me detengo ante nada.

1867

Es cierto que hay muchas cosas que me exasperan. El día en que nada me indigne caeré de bruces, como una muñeca cuando le quitas el palo que la sostiene.

1872

Mi corazón permanece intacto, pero mi sensibilidad está exasperada por un lado y embotada por el otro, como un viejo cuchillo afilado demasiadas veces, con melladuras, que se rompe fácilmente.

1872

Jamás habían contado tan poco los intereses espirituales. Jamás el odio contra toda grandeza, el desdén por lo Bello, la execración de la literatura habían sido tan manifiestos. Siempre he intentado vivir en una torre de marfil; pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza derribarla.

1873

Sigo, no obstante, torneando frases de la misma manera que los burgueses que tienen un torno en el granero siguen torneando aros para servilletas, por ociosidad y para mi propia satisfacción.

1875

A pesar de tus consejos, no consigo «endurecerme»…

Mi sensibilidad está sobreexcitada; tengo los nervios y el cerebro enfermos, muy enfermos, lo noto… Vaya, ya estoy quejándome otra vez, por mucho que no quiera afligirte. Me referiré solamente a tu comparación con la «roca». Debes saber que a veces el granito muy antiguo se convierte en arcilla.

1875

Me siento desarraigado y llevado de acá para allá como un alga muerta.

1880

¿Y cuándo estará terminado mi libro? Problema. Para que pueda publicarse el próximo invierno, no debo perder ni un minuto. Pero hay momentos en que tengo la sensación de estar licuándome como un viejo camembert, tan fatigado estoy.

3

LO PROMETIDO ES DEUDA

Se puede definir una red de dos maneras, según cuál sea el punto de vista que se adopte. Normalmente, cualquier persona diría que es un instrumento de malla que sirve para atrapar peces. Pero, sin perjudicar excesivamente la lógica, también podría invertirse la imagen y definir la red como hizo en una ocasión un jocoso lexicógrafo: dijo que era una colección de agujeros atados con un hilo.

Lo mismo puede hacerse en el caso de la biografía. La red va siendo arrastrada, se llena, y luego el biógrafo la cobra, selecciona, tira parte de la pesca, almacena, corta en filetes, y vende. Pero, ¿y todo lo que no pesca? Siempre abunda más que lo otro. La biografía, pesada y respetablemente burguesa, descansa en el estante jactanciosa y sosegada: una vida que cueste un chelín te proporciona todos los datos; si cuesta diez libras incluirá, además, todas las hipótesis. Pero piénsese en todo lo que se escapó, en todo lo que huyó con el último aliento exhalado en su lecho de muerte por el biografiado. ¿Qué posibilidades tendría el más hábil biógrafo ante el sujeto que le ve venir y decide divertirse un rato?

Conocí a Ed Winterton cuando apoyó su mano sobre la mía en el Hotel Europa: no es más que un chiste mío; pero que no falta a la verdad. Fue durante una feria provincial de libreros, yo fui un poquito más rápido que él al extender el brazo para coger un ejemplar de los
Recuerdos Literarios
de Turgenev. La conjunción produjo disculpas inmediatas, tan embarazadas por su parte como por la mía. Cuando ambos comprendimos que la lujuria bibliófila era la única emoción que había provocado esta superposición de manos, Ed murmuró:

–Salgamos afuera un momento y lo discutiremos.

Junto a un té no muy apasionante, nos revelamos mutuamente el camino que cada uno había recorrido hasta llegar al mismo libro. Yo le hablé de Flaubert; él anunció que estaba interesado por Gosse y el mundo literario de la Inglaterra de finales del siglo pasado. No he conocido a muchos profesores norteamericanos de universidad, y me sorprendió agradablemente que a éste le pareciese tan aburrido el grupo de Bloomsbury, y que estuviera encantado de dejar el movimiento moderno en manos de sus colegas más jóvenes y ambiciosos. Pero Ed Winterton quiso retratarse luego a sí mismo como un fracasado. Tenía cuarenta y pocos años, una calvicie más que incipiente, la tez rosada y glabra, y llevaba gafas cuadradas sin montura: el catedrático con imagen de banquero, circunspecto y honorable. Llevaba ropa inglesa y no tenía en absoluto aspecto de inglés. Era de esos norteamericanos que cuando llegan a Londres se compran una trenca porque saben que en esa ciudad llueve hasta con el cielo despejado. En el bar del Hotel Europa seguía llevando la trenca puesta.

Sus aires de fracasado no tenían connotaciones desesperadas; parecían más bien ser el producto de una aceptación sin resentimientos de que no estaba hecho para triunfar, y en consecuencia su deber consistía en asegurarse de que fracasaba de una forma correcta y aceptable. En un momento de la conversación, cuando estábamos hablando de lo poco probable que era que llegase no ya a publicar su biografía de Gosse sino incluso a terminarla, hizo una pausa y, en voz baja, me dijo:

–En cualquier caso, a veces me pregunto si Mr. Gosse hubiese aprobado mis actividades.

–Quieres decir… —Yo apenas sabía nada de Gosse, y mi mirada de asombro dejó entrever quizá con demasiada claridad imágenes de lavanderas desnudas, hijos ilegítimos y cuerpos desmembrados.

–Oh, no, no, no. Simplemente, la idea de escribir acerca de él. Quizás él habría pensado que era en cierto modo… un golpe bajo.

Dejé que se quedara con el Turgenev, claro, aunque sólo fuese para no tener que discutir acerca del sentido moral de la posesión. Yo no entendía que la ética pudiese tener relación alguna con la propiedad de un libro de segunda mano; pero Ed sí. Me prometió ponerse en contacto conmigo si algún día tropezaba con otro ejemplar. Luego tratamos brevemente de si estaba bien o mal que yo le pagase su té.

No esperaba volver a tener noticias de él, y mucho menos en torno a la cuestión que provocó la carta que me dirigió al cabo de un año. «¿Te interesa Juliet Herbert? Parece que fue una relación fascinante, a juzgar por el material. Estaré en Londres el mes de agosto, y si tú también estás podemos vernos.

Afectuosamente, Ed (Winterton).»

¿Qué siente la prometida cuando abre la cajita y ve el anillo rodeado de terciopelo rojo? No llegué a preguntárselo nunca a mi mujer, y ahora ya es tarde. O bien, ¿qué fue lo que sintió Flaubert cuando estuvo esperando el amanecer desde lo alto de la Gran Pirámide y vio finalmente brillar aquella grieta de oro en el terciopelo purpúreo de la noche? Asombro, temor y una fiera alegría fue lo que brotó de mi corazón al leer esas dos palabras en la carta de Ed. No, no me refiero a «Juliet Herbert», sino a las otras dos: primero, «fascinante»; y luego, «material». Y, ¿hubo acaso algo más, aparte de la alegría, aparte también de la visión del mucho trabajo que me esperaba? ¿La avergonzada fantasía en la que me vi consiguiendo algún tipo de graduación honorífica en cierta universidad?

Juliet Herbert es un gran agujero atado con cuerda. A mitad de los años cincuenta del siglo pasado se convirtió, no se sabe cómo, en la institutriz de Carolina, la sobrina de Flaubert, permaneció en Croisset durante un escaso e indeterminado número de años; después regresó a Londres. Flaubert le escribió, y ella le contestó; se visitaron mutuamente con frecuencia. Aparte de eso, no sabemos nada. No nos ha llegado ninguna carta suya a dirigida a ella. Casi no sabemos nada de su familia. Ni siquiera sabemos qué aspecto tenía. No ha sobrevivido ninguna descripción de ella, y ninguno de los amigos de Flaubert la mencionó después de la muerte del escritor, momento en el cual fueron conmemoradas la mayor parte de las demás mujeres que habían tenido importancia en su vida.

Los biógrafos no se ponen de acuerdo en torno a Juliet Herbert. Para algunos de ellos, la escasez de datos indica que apenas tuvo significado para la vida de Flaubert; otros deducen de esta ausencia de datos justamente lo contrario, y afirman que esta atormentadora institutriz fue sin duda una de las amantes del escritor, posiblemente la Gran Pasión Desconocida de su vida, y hasta quizá su prometida. Las hipótesis son consecuencia directa del temperamento del biógrafo. ¿Podemos deducir que Gustave amaba a Juliet Herbert a partir del dato de que su galgo se llamara Julio? Hay quienes lo hacen. A mí me parece un poco tendencioso. Y en caso de que lo hagamos, ¿qué deducimos entonces del hecho de que en varias de sus cartas Gustave llame «Loulou» a su sobrina, precisamente el nombre que dará luego al loro de Félicité? ¿Y del hecho de que George Sand tuviese un carnero al que llamaba Gustave?

La única referencia declarada de Flaubert a Juliet Herbert se encuentra en una carta dirigida a Bouilhet, escrita después de que éste hubiese visitado Croisset:

«Desde que vi que la institutriz te excitaba, también yo siento excitación. En la mesa, mis ojos siguen de buena gana la suave curva de su pecho. Creo que ella lo ha notado porque, cinco o seis veces en cada comida, pone la misma cara que si le hubiese dado mucho el sol. Qué bella comparación podría establecerse entre la curva de su pecho y la explanada de una fortificación. Los cupidos avanzan por ella dando volteretas, lanzando su asalto contra la ciudadela. (Dígase con voz de Jeque): «Bueno, la verdad es que sé muy bien cuál es la pieza de artillería con la que apuntaría en esa dirección.»

¿Deberíamos precipitarnos a extraer conclusiones? Francamente, me parece que esto no es más que uno de esos comentarios jactanciosos, de esos guiños, que solían aparecer en las cartas que Flaubert dirigía a sus amigos de sexo masculino. Personalmente, no me convence: cuando un deseo es verdadero, no es fácil convertirlo en metáfora. Pero, claro, todos los biógrafos pretenden secretamente anexionarse y canalizar la vida conyugal de los protagonistas de su obra; el lector deberá, además de juzgar a Flaubert, juzgarme a mí.

¿Era verdad que Ed había descubierto algún material referido a Juliet Herbert? Admito que empecé a sentirme posesivo por adelantado. Me imaginé a mí mismo presentándolo en alguna de las revistas literarias más importantes; quizá permitiría al TLS que lo publicase. «Juliet Herbert: Misterio resuelto, por Geoffrey Braithwaite», ilustrado con una de esas fotografías en las que tan difícil resulta llegar a leer lo que está escrito al pie. También empecé a sentirme preocupado pensando que quizás Ed no sabría contener la lengua y hablaría de su descubrimiento en la universidad, y que podría entregar inocentemente su tesoro a algún ambicioso galicista con un corte de pelo a lo astronauta.

Pero todo esto son ideas feas y, confío, poco frecuentes en mí. De hecho, lo que más me emocionaba era la idea de descubrir el secreto de las relaciones entre Gustave y Juliet (¿qué otra cosa podía significar ese «fascinante» de la carta de Ed?). También me emocionaba pensando que ese material pudiera ayudarme a comprender con más exactitud cómo era Flaubert: La red estaba cerrándose. ¿Averiguaríamos, por ejemplo, qué hizo el escritor cuando estuvo en Londres?

Esto tenía un interés muy especial. Los intercambios culturales entre Inglaterra y Francia durante el siglo XIX fueron, como mucho, pragmáticos. Los escritores franceses no cruzaban el Canal de la Mancha para hablar de cuestiones estéticas con sus colegas ingleses; lo hacían huyendo de alguna persecución, o para buscar empleo. Hugo y Zola vinieron en calidad de exiliados; Verlaine y Mallarmé, como maestros. Villiers de l'Isle-A.dam, crónicamente pobre pero chifladamente práctico, vino en busca de una heredera. En París un agente matrimonial le equipó para la expedición con un abrigo de pieles, un repulsivo reloj despertador y una nueva dentadura postiza, a pagar cuando el escritor tuviera por fin en sus manos la dote de la heredera. Pero Villiers, incansablemente propenso a los accidentes, estropeó el noviazgo. La heredera le rechazó, el agente se presentó para reclamar el abrigo y el reloj despertador, y el descartado pretendiente se quedó en Londres a la deriva, con una magnífica dentadura pero sin un céntimo.

¿Y qué sabemos de Flaubert? Muy poco en lo que se refiere a sus cuatro viajes a Inglaterra. Sabemos que la Great Exhibition de 1851 se granjeó su inesperada aprobación —«es magnífica, aunque la admire todo el mundo»—, pero sus notas de esa primera visita se limitan a siete páginas: dos sobre el British Museum, y otras cinco sobre los pabellones chino e indio del Crystal Palace. ¿Cuáles fueron las primeras impresiones que le produjimos los ingleses? Debió de contárselas a Juliet. ¿Estuvimos a la altura de lo que escribe en su
Dictionnaire des idées reçues
(INGLESES: Todos son ricos. INGLESAS: Manifestarse sorprendido de que tengan hijos agraciados)?

¿Y qué sabemos de las siguientes visitas, cuando ya se había convertido en el autor de la famosa
Madame Bovary
? ¿Buscó a los escritores ingleses? ¿Buscó los burdeles ingleses? ¿Se quedó cómodamente en casa con Juliet, mirándola mientras cenaban para después tomar por asalto su fortaleza? ¿O quizá no fueron (eso es lo que yo creía en parte que había ocurrido) más que buenos amigos? ¿Era su inglés tan aleatorio como habría que pensar juzgándolo por sus cartas? ¿Hablaba sólo en inglés shakesperiano? Y, ¿se quejaba mucho de la niebla?

Cuando me encontré con Ed en el restaurante tenía un aspecto incluso más de fracasado que la otra vez. Estuvo hablándome de ciertos recortes presupuestarios, de la crueldad del mundo, de su incapacidad para publicar artículos. Deduje, más que oírlo, que le habían dado la patada. Me explicó lo irónico que había sido su despido: era consecuencia de la devoción que sentía por su labor, por su negativa a tratar injustamente a Gosse el día en que le presentara al mundo. Sus superiores universitarios le insinuaron que atajara. Pues bien, él no estaba dispuesto a hacerlo. Sentía demasiado respeto por la escritura y los escritores para adoptar esa actitud.

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