El loro de Flaubert (29 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

BOOK: El loro de Flaubert
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–Entonces, ¿quiere usted decir que es posible que cualquiera de los dos sea el auténtico? Es más, ¿que no lo sea ninguno de los dos?

Abrió lentamente las manos sobre la mesa, como un malabarista que tranquiliza a su público. Yo tenía que formularle una última pregunta.

–Quedan todavía más loros en el museo? ¿Quedan los cincuenta?

–No lo sé. No lo creo. Debería usted saber que durante los años veinte y treinta, en mi juventud, se pusieron de moda los animales disecados. La gente se los ponía en la sala de estar. Les parecían muy bonitos. Y muchos museos vendieron buena parte de sus colecciones, los animales que no les hacían ninguna falta. ¿Por qué razón tenían que guardar cincuenta loros del Amazonas? Si se los quedaban, lo más probable era que se echasen a perder. No sé cuántos tienen ahora. En mi opinión, el museo vendió la mayor parte.

Nos estrechamos la mano. En el umbral, M. Andrieu se descubrió, dejando brevemente al desnudo su frágil cabeza al sol de agosto. Me sentí satisfecho y decepcionado al mismo tiempo. Era una respuesta, y no lo era; era un final, pero no era un final. Como ocurre con los últimos latidos de Félicité, la historia agonizaba «como una fuente que se seca, como un eco que se desvanece». Bien, quizá es tal como debería ser.

Había llegado la hora de la despedida. Como un médico concienzudo, hice mi ronda de las tres estatuas de Flaubert. ¿En qué estado se encontraba? En Trouville sigue haciendo falta que le reparen el bigote; pero, al menos, el remiendo del muslo no se nota tanto. En Barentin se le empieza a resquebrajar la pierna, tiene un agujero en un extremo de la levita, y ha aparecido una decoloración musgosa en la mitad superior del tronco; miré un rato las marcas verdosas del pecho, entrecerré los ojos, e intenté transformarle en un intérprete cartaginés. En Rouen, en la Place des Carmes, se mantiene estructuralmente fuerte y firme con su aleación de un noventa y tres por ciento de cobre y un siete por ciento latón; pero siguen formándosele vetas coloreadas. Es como si cada año llorase más lágrimas cúpricas, que cubren su cuello de venas brillantes. No me parece inapropiado: Flaubert fue siempre un gran llorón. Las lágrimas resbalan hacia abajo por todo su cuerpo, con lo cual ahora lleva un chaleco de fantasía y en las perneras del pantalón aparecen unas listas laterales, como si llevase pantalones de gala. Tampoco esto me parece poco apropiado: nos recuerda que, además de vivir en el retiro de Croisset, también disfrutó de los salones.

Unos cuantos cientos de metros más al norte, en el Museo de Historia Natural, me condujeron al primer piso. Esto sí que fue una sorpresa; yo había dado por supuesto que los artículos no exhibidos en los museos se guardan siempre en los sótanos. Probablemente hoy en día sitúan en esta última zona los locales de las cafeterías y la venta de recuerdos y los video-j.uegos, y todo aquello que facilita el aprendizaje. ¿Por qué está la gente tan empeñada en que el aprendizaje sea como un juego? Disfrutan dándole a todo un tono infantil, incluso para los adultos. Especialmente para los adultos.

Era una habitación pequeña, más o menos de dos metros y medio por tres metros, con ventanas a la derecha y estantes en perspectiva a la izquierda. A pesar de que colgaban del techo algunas bombillas, esta cámara acorazada del ático estaba bastante oscura. Era una tumba, pero al mismo tiempo no era del todo una tumba: algunas de aquellas criaturas serían sacadas de nuevo a la luz, y sustituirían a aquéllos de sus colegas que se hubieran pasado de moda o que hubieran sido comidos por la polilla. De modo que se trataba de una habitación ambivalente: en parte era un depósito de cadáveres, pero también era como un purgatorio. Su olor también era incierto: entre el de un quirófano y el de una tienda de quincalla.

En todos los rincones hacia los que me volvía iba encontrando pájaros y más pájaros. Un estante tras otro de pájaros, todos ellos rociados de un pesticida de color blanco. Me condujeron al tercer pasillo. Me abrí paso cautelosamente entre los estantes y después alcé la vista. Allí, en fila, se encontraban los loros del Amazonas. Sólo quedaban tres de los cincuenta que llegó a haber. El posible tono chillón de sus colores quedaba difuminado bajo la capa de polvo pesticida que los cubría. Me miraron los tres de forma interrogadora, como otros tantos viejos casposos y deshonrosos. Parecían —tengo que admitirlo— un poco chiflados. Me quedé mirándolos durante un minuto más o menos, y luego me escabullí lejos de allí.

Quizá fuese uno de ellos.

JULIAN BARNES . (Leicester, 1946) Escritor británico. Lexicógrafo, periodista, autor de novelas policíacas bajo el seudónimo de Dan Kavanagh, publicó las novelas Metrolandia (1980) y Before she met me (1982), antes de obtener reconocimiento internacional con El loro de Flaubert (1984), obra ingeniosa y sutil en la que se mezclan los géneros del relato ficticio, la crónica, el ensayo crítico y el diario. Con posterioridad, ha publicado Staring at the sun (1986), Historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), Hablando del asunto (1991), El puerco espín (1992), Al otro lado del canal (1996) y England, England (1998). Galardonado con el Prix Fémina (1992) y el Shakespeare Prize (1993).

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