No fueron sueños de loros. En lugar de soñar con loros tuve mi clásico sueño de ferrocarriles. Un cambio de tren en Birmingham, en un momento indeterminado de la guerra. El furgón de cola al extremo del andén, alejándose. Mi maleta rozándome el gemelo. El tren con todas las luces apagadas; la estación apenas iluminada. Un horario que no soy capaz de leer, una confusión de cifras. No hay ya esperanza; el último tren ha partido; desolación, oscuridad.
Cualquiera hubiese dicho que un sueño así debería terminar una vez transmitido su mensaje. Pero los sueños no tienen en cuenta la impresión que causan en quien los sueña, y carecen de sensibilidad. El sueño de la estación —que tengo cada tres meses aproximadamente— se limita e repetirse, como un pedazo de película que vuelve a ser proyectado una y otra vez, hasta que por fin me despierto sintiendo una fuerte depresión, y el pecho cargado. Aquella mañana desperté a los sones acompasados de la hora y la mierda: el Gros Horloge y mi tubo de desagüe. El tiempo y la mierda. Seguramente Gustave se reía a carcajadas.
En el Hôtel-D.ieu me acompañó el mismo severo
gardien
de bata blanca que la otra vez. En la parte medicinal del museo me fijé en una cosa que me había pasado por alto: una clisobomba que permitía que el enfermo se aplicara personalmente la lavativa. Precisamente las que odiaba Gustave Flaubert: «Ferrocarriles, venenos, clisobombas, tartas
à la crème
». EI aparato constaba de un estrecho taburete de madera, un tubito y un asa vertical. Para aplicarse la lavativa bastaba con sentarse a horcajadas en el taburete, introducirse poco a poco el tubito, y llenarse luego de agua. Bueno, al menos permitía hacerlo con cierta intimidad. EI
gardien
y yo soltamos una carcajada conspiratoria; le dije que era médico. El sonrió y fue a buscar una cosa que estaba seguro que iba a interesarme.
Regresó con una gran caja de cartón, de las de zapatos, en cuyo interior había dos cabezas humanas bastante bien conservadas. La piel seguía estando intacta, aunque los años le habían dado un tono pardo: tan pardo, quizá, como la mermelada del viejo tarro. La mayor parte de los dientes estaban en su sitio, pero no habían sobrevivido los ojos ni el pelo. A una de las cabezas le habían puesto una peluca morena bastante tosca, y un par de ojos de cristal (¿de qué color eran? No me acuerdo; pero estoy seguro de que no eran tan complicados como los ojos de Emma Bovary). Este intento de hacer que la cabeza pareciese más realista había resultado en un rotundo fracaso: parecía una máscara infantil, de las que se usan para asustar a los amigos, una de esas que venden en las tiendas de artículos de broma.
El
gardien
me explicó que esas cabezas eran obra de Jean-B.aptiste Laumonier, antecesor de Achille-C.léophas Flaubert en el hospital. Laumonier estudiaba nuevos métodos para la conservación de los cadáveres; y el ayuntamiento le había dado autorización para que hiciese experimentos con las cabezas de los criminales ajusticiados. Entonces me acordé de un incidente ocurrido durante la infancia de Gustave. Una vez, cuando iba de paseo con su
Oncle
Parain, a los seis años, pasó junto a una guillotina que acababa de ser utilizada: los guijarros estaban empapados de sangre. Mencioné esperanzadamente esta circunstancia, pero el
gardien
hizo un gesto negativo con la cabeza. Hubiera sido una bonita coincidencia, pero las fechas eran incompatibles. Laumonier murió en 1818; además, los dos especímenes de la caja de zapatos no habían muerto en la guillotina. Me mostró los profundos pliegues de la piel del cuello, bajo la mandíbula, el lugar en donde se había cerrado el lazo del verdugo. Cuando Maupassant vio en Croisset el cadáver de Flaubert, notó que tenía el cuello oscuro e hinchado. Suele ocurrir con las apoplejías. No es señal de que esa persona se haya ahorcado en el baño.
Seguimos avanzando por el museo hasta que llegamos a la sala en donde estaba el loro. Saqué mi cámara Polaroid, y obtuve autorización para hacer la foto. Mientras mantenía debajo del sobaco la placa que estaba revelándose, el
gardien
señaló la carta fotocopiada que había visto yo en mi primera visita. Es de Gustave Flaubert y está dirigida, el 28 de julio de 1876, a Mme. Brainne: «¿Sabe usted qué es lo que tengo en mi mesa, ante mi vista, desde hace tres semanas? Un loro disecado. Permanece ahí como un centinela de guardia. Su imagen empieza a irritarme. Pero lo conservo ahí para llenarme el cerebro de la idea de loro. Porque estoy escribiendo actualmente la historia de los amores de una chica vieja y un loro.»
–Este es el auténtico —dijo el
gardien
dando un golpecito en la campana de cristal que teníamos ante nosotros—. Este es el auténtico.
–¿Y el otro?
–El otro es un impostor.
–¿Cómo puede estar seguro?
–Muy sencillo. Este procede del Museo de Rouen.
Y diciendo esto señaló un sello redondo que había en un extremo de la percha, y luego me hizo fijar en una página fotocopiada del registro del museo. Era una lista de artículos prestados a Flaubert. La mayor parte de las palabras de la lista estaban escritas en algún tipo de taquigrafía del museo que fui incapaz de descifrar, pero el préstamo del loro amazónico se entendía perfectamente. La serie de rayitas que habían sido trazadas en la última columna de la página mostraba que Flaubert había devuelto al museo cada uno de los artículos que había tomado en préstamo. Incluido el loro.
Me sentí ligeramente decepcionado. Siempre había dado sentimentalmente por supuesto —sin auténtico motivo— que el loro había sido encontrado entre los efectos del escritor después de su muerte (esto explicaba, sin duda, que yo hubiese dado por supuesto que el loro auténtico era el de Croisset). Naturalmente, aquella fotocopia no demostraba nada. O, a lo sumo, una sola cosa, que Flaubert había tomado en préstamo un loro del museo, y que lo había devuelto. El sello del museo era un poco engañoso, pero no constituía una prueba concluyente…
–EI auténtico es el nuestro —repitió innecesariamente el
gardien
cuando me acompañaba a la salida. Era como si se hubiesen invertido nuestros papeles: no era yo quien necesitaba garantías, sino él.
–Estoy seguro de que tiene usted razón.
Pero no estaba en absoluto seguro. Me fui en coche a Croisset y fotografié el otro loro. También tenía un sello del museo. Le dije a la
gardienne
que sí, que su loro era el auténtico, y que no cabía la menor duda de que el del Hôtel-D.ieu era un impostor.
Después de comer me dirigí al Cimetièré Monumental. «El odio contra el burgués es el comienzo de la virtud», escribió Flaubert; y sin embargo está enterrado entre las familias más importantes de Rouen. En uno de sus viajes a Londres fue a visitar el cementerio de Highgate y lo encontró excesivamente pulcro: «Parece que toda esta gente haya muerto con los guantes blancos puestos.» En el Cimetière Monumental llevan frac y todas las condecoraciones, y han sido enterrados con sus caballos, sus perros y sus institutrices inglesas.
La tumba de Gustave es pequeña y carece de pretensiones; en este escenario, no obstante, el efecto que produce no es el de darle apariencia de artista, de antiburgués, sino más bien el de convertirle en un burgués que no logró triunfar. Me apoyé en la verja que circunda la parcela familiar —incluso en la muerte se pueden tener propiedades permanentes— y saqué mi ejemplar de
Un coeur simple
. La descripción que da Flaubert del loro de Félicité al comienzo del capítulo cuarto es muy breve: «Se llamaba Loulou. Tenía el cuerpo verde, la punta de las alas rosa, la frente azul, y la garganta dorada.» Comparé mis dos fotos. Los dos loros tenían el cuerpo verde; los dos tenían la punta de las alas de color rosa (más rosa en la versión del Hôtel-D.ieu). Pero la frente azul y la garganta dorada pertenecan, sin la menor duda, al loro del Hôtel-D.ieu. El loro de Croisset lo tenía justo del revés: la frente dorada y la garganta de un verde azulado.
La verdad, con esto parecía quedar resuelta la cuestión. De todos modos, telefoneé a M. Lucien Andrieu y le expliqué, sin entrar en detalles, qué asuntos me interesaban. Me invitó a visitarle al día siguiente. Cuando me dio las señas —Rue de Lourdines— imaginé cómo era la casa desde la que estaba hablándome, la casa sólida y burguesa de un especialista de Flaubert. Las mansardas con su
oeil-d.e-b.oeuf
; el ladrillo visto de tono rosado, los adornos Segundo Imperio; en el interior, fría seriedad, librerías con puertas de cristal, el parqué encerado y, en las esquinas, unas lámparas de pergamino; me olía a casa de hombre soltero, amueblada como un club de lujo.
Esta casa construida en tan pocos instantes era una impostora, un sueño, una ficción. La verdadera casa del estudioso de Flaubert estaba en la zona sur de Rouen, al otro lado del río, en un barrio semiabandonado, con pequeñas fábricas achaparradas entre hileras de casas baratas de ladrillos rojos. Parecía que los camiones no pudiesen caber en aquellas calles; casi ninguna tienda, y poquísimos bares; en uno de ellos ofrecían, como
plat du jour, téte de veau
. Justo antes de entrar en la Rue de Lourdines hay un poste que indica el camino hacia el matadero de Rouen.
Monsieur Andrieu me esperaba en el umbral. Era un hombre bajito y anciano con americana de mezclilla, zapatillas de mezclilla y sombrero de mezclilla. Llevaba tres filas de seda de colores en la solapa. Se quitó el sombrero para estrecharme la mano, y luego volvió a ponérselo; su cabeza, me explicó, era bastante
fragile
en verano. Me dijo que tendría que llevar el sombrero puesto incluso dentro de la casa. Algunas personas habrían podido pensar que esto era una chifladura. A mí no me lo pareció. Hablo en mi calidad de médico.
Me informó de que contaba setenta y siete años, y era el secretario, y el más viejo superviviente, de la Société des Amis de Flaubert. Nos sentamos a uno y otro lado de una mesa de una habitación de la fachada cuyas paredes estaban repletas de chucherías: placas conmemorativas, medallones de Flaubert, un cuadro del Gros Horloge pintado por el propio M. Andrieu. Era un lugar pequeño y atestado de objetos, tan curioso como personal: algo así como una versión más pulcra de la habitación de Félicité, o del pabellón de Flaubert. Me señaló una caricatura que le había hecho un amigo; le mostraba disfrazado de pistolero, con una gran botella de calvados asomando por el bolsillo trasero del pantalón. Hubiese tenido que preguntarle por qué motivo había sido caracterizado con un aspecto tan feroz mi simpático y apacible anfitrión; pero no lo hice. En lugar de eso, saqué mi ejemplar del libro de Enid Starkie,
Flaubert: the Making of a Master
, y le enseñé el frontispicio.
–
C'est Flaubert, ça
? – pregunté, sólo para obtener una confirmación definitiva.
El tragó saliva.
–
C'est Louis Bouilhet. Oui, oui, c'est Bouilhet
.
No era, evidentemente, la primera vez que se lo preguntaban. Después le pregunté acerca de un par o tres de detalles, y por fin mencioné los loros.
–Ah, los loros. Hay dos.
–Sí. ¿Sabe usted cuál de los dos es el auténtico, y cuál el impostor?
Volvió a tragar saliva.
–El museo de Croisset fue inaugurado en 1905 —me dijo—. El año de mi nacimiento. No fui testigo presencial de ese momento, claro. Reunieron todo lo que consiguieron encontrar… Bueno, usted mismo habrá podido verlo. – Hice un gesto de asentimiento—. No había gran cosa. Muchos objetos ya se habían dispersado. Pero el conservador pensó que había una cosa importante que sí podían tener allí, el loro de Flaubert. Loulou. De modo que se dirigió al Museo de Historia Natural y dijo, ¿podrían devolvernos el loro de Flaubert, por favor? Nos iría muy bien para el pabellón. Y los del museo le dijeron: pues claro que sí, venga por aquí.
Monsieur Andrieu ya había contado esta historia otras veces. Se sabía las pausas de memoria.
–Pues bien, condujeron al conservador al sitio donde guardaban los artículos de la colección que no estaban expuestos. ¿Quiere usted un loro?, le dijeron. Vamos a la sección de los pájaros. Abrieron una puerta, y contemplaron ante ellos…, cincuenta loros.
Une cinquantaine de perroquets
!
»¿Quiere saber qué hicieron entonces? Hicieron lo más lógico, lo más inteligente que podían hacer. Volvieron a la habitación con un ejemplar de
Un coeur simple
y leyeron la descripción que hace Flaubert de Loulou. – Lo mismo que había hecho yo el día anterior—. Y entonces escogieron el loro que más se parecía a la descripción.
»Al cabo de cuarenta años, terminada la última guerra, el Hôtel-D.ieu decidió comenzar a reunir su propia colección. También ellos fueron al museo y dijeron, por favor, queremos el loro de Flaubert. Desde luego, dijeron los del museo, elijan ustedes mismos. De modo que también ellos consultaron
Un coeur simple
, y eligieron el loro que más se parecía al descrito por Flaubert. Y por eso hay dos loros.
–De modo que el pabellón de Croisset, que fue el primero en elegir, debe de ser el que posee el loro auténtico, ¿no cree?
M. Andrieu adoptó una expresión escéptica. Se retiró el sombrero hacia la nuca. Yo le enseñé mis fotos.
–Suponiendo que fuese así, ¿qué opina de esto?
Cité la conocida descripción del loro, y señalé la frente y la garganta del loro de Croisset, que no coinciden con lo que dice el libro. ¿Cómo es que el loro elegido en segundo lugar se parece más al loro descrito por Flaubert que el loro elegido en primer lugar?
–Bien. Debe recordar usted dos cosas. La primera, que Flaubert era un artista. Era un escritor de la imaginación. Y era capaz de cambiar un dato para mejorar la cadencia; era su forma de trabajar. ¿Cree usted que por el simple hecho de que tomase prestado un loro iba a describirlo tal como lo veía? ¿Por qué no pudo haber alterado los colores a fin de que sonara mejor?
»Y la segunda es que después de terminar el cuento, Flaubert devolvió el loro al Museo. Esto ocurrió en 1876. El pabellón no fue inaugurado hasta pasados treinta años. Ya sabe que los animales disecados son atacados por la polilla. Acaban desmenuzados. Eso fue lo que le ocurrió al loro de Félicité, ¿no es cierto? Se le salió el relleno.
–Cierto.
–Y es posible que con el tiempo les cambie el color. Naturalmente, no soy un experto en el campo de la disecación de animales.