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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (26 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—Pero ese mar lo creasteis vosotros —apuntó Alfred.

—¿Igual que, supuestamente, creamos esas serpientes dragón? —Samah soltó una risotada amarga y miró a Alfred con aire perspicaz—. ¿No has encontrado criaturas parecidas a éstas en otros mundos?

—Pues no. Dragones, sí, desde luego, pero siempre podían ser controlados mediante la magia, incluso por la de los pueblos mensch. Al menos, ésa es la impresión que saqué... —añadió de pronto, pensativo.

—El agua de ese mar, de ese océano al que pusimos el nombre de «Mar de la Bondad» —Samah dijo esto último con un tonillo irónico—, produce el efecto de anular completamente nuestra magia. Ignoramos cómo o por qué; lo único que sabemos es que una gota de agua de mar sobre nuestra piel desencadena un ciclo que desmorona la estructura rúnica hasta dejarnos tan indefensos o más, incluso, que los mensch.

»Y ésa fue la razón de que, finalmente, ordenáramos a los mensch que zarparan y se adentraran en el Mar de la Bondad. El sol marino estaba alejándose y carecíamos de la energía mágica necesaria para detenerlo; era preciso conservar todas nuestras fuerzas para combatir a los dragones, de modo que enviamos a los mensch a perseguir el sol marino, a buscar otras lunas marinas donde poder vivir. Las criaturas de las profundidades, ballenas y delfines y otras con las que habían hecho amistad los mensch, se marcharon con ellos para ayudarlos a protegerse y defenderse de los dragones.

»No tenemos noticia de si los mensch lograron ponerse a salvo o no. Desde luego, tenían más posibilidades que nosotros. El agua del mar no los afecta físicamente ni en su magia. En realidad, parecen desenvolverse muy bien en ella. Nosotros nos quedamos, esperando a que el sol marino nos abandonase y a que el hielo se cerrase sobre nosotros... y sobre nuestros enemigos. Porque estábamos bastante seguros de que los dragones nos querían a nosotros. Los mensch les importaban muy poco.

—Y teníamos razón. Los dragones continuaron atacando nuestra ciudad —prosiguió Orla—, pero nunca en número suficiente para vencer. La victoria no parecía ser su objetivo. Lo que pretendían era causar dolor, sufrimientos, angustia. Nuestra esperanza se basaba en esperar, en ganar tiempo. Cada día, el calor del sol disminuía y la oscuridad aumentaba a nuestro alrededor. Tal vez los dragones, concentrados en su odio hacia nosotros, no se dieron cuenta, o quizá creyeron que su magia podría superar la situación. O, acaso, al fin decidieron retirarse. Lo único que sabemos es que un día el mar se heló y ese día los dragones no aparecieron. Ese día, enviamos un último mensaje a nuestro pueblo en los otros mundos, pidiendo que cien años más tarde vinieran a despertarnos. Luego, nos sumimos en un profundo sueño.

—Dudo mucho que recibieran el mensaje —apuntó Alfred—.

Y, si llegó hasta ellos, es muy probable que no pudieran acudir. Según parece, cada mundo tiene sus propios problemas.

—Lanzó un suspiro y luego parpadeó varias veces—. Gracias por contarme todo esto. Ahora comprendo mejor las cosas y..., y lamento mucho cómo me he comportado con vosotros. Yo creía...

Bajó la vista al suelo y arrastró los pies en una muestra de incomodidad.

—Creías que habíamos abandonado nuestras responsabilidades —apuntó Samah con aire ceñudo.

—Ya he sido testigo de ello en otra ocasión. En Abarrach...

—Alfred dejó la frase a medias.

El presidente del Consejo no dijo nada y lo miró, expectante. Todos los miembros del Consejo lo miraron con expectación.

«Por fin lo entiendes —le estaban diciendo—. Ahora ya sabes qué tienes que hacer.»

Pero Alfred no lo sabía. Abrió las manos, temblorosas, e inquirió:

—¿Qué es lo que queréis de mí? ¿Queréis que os ayude a combatir a los dragones? Algo sé sobre esas criaturas; al menos, de las que tenemos en Ariano. Pero los nuestros me parecen muy débiles e inútiles en comparación con esas serpientes que habéis descrito. En cuanto a experimentar con el agua marina, me temo que...

—No, hermano —lo interrumpió Samah—. No queremos nada tan difícil. Le has dicho a Orla que la llegada de este perro a Chelestra significa que su dueño también está aquí. Tú tienes al animal. Queremos que encuentres a su amo y lo traigas a nosotros.

—No —respondió Alfred, aturdido y nervioso—. No podría... Él me dejó libre, ¿sabéis?, cuando podría haberme llevado prisionero al Laberinto...

—No tenemos ninguna intención de hacer daño a ese patryn —afirmó Samah en tono tranquilizador—. Sólo queremos interrogarlo, descubrir la verdad acerca del Laberinto y de los sufrimientos de su pueblo. ¿Quién sabe, hermano, si éste podría ser el inicio de unas negociaciones de paz entre nuestros pueblos? Si te niegas y la guerra estalla, ¿cómo podrás vivir contigo mismo, sabiendo que en una ocasión tuviste en tu mano evitarla?

—Pero no sé dónde buscar —protestó Alfred—. Y no sabría qué decir. Él no querría venir por las buenas...

—¿De veras lo crees? ¿No querría tener cara a cara al enemigo que hace tanto tiempo desea desafiar? Piensa en ello —añadió Samah antes de que el aturdido Alfred tuviera tiempo de pensar otro argumento—. Quizá podrías utilizar el perro como medio de llegar hasta él.

—Seguro que no vas a negarte a una petición directa del Consejo, ¿verdad? —preguntó Orla con suavidad—. Es una petición muy razonable, ¿no? Y un asunto que afecta a la seguridad de todos. No te negarás a ello, ¿verdad?

—Bueno... No..., claro que no... —respondió Alfred, poco convencido.

Bajó la vista al perro.

El animal ladeó la cabeza, batió el rabo despeinado contra el suelo y sonrió.

CAPÍTULO 14

MAR DE LA BONDAD

CHELESTRA

Acostado en su catre, Haplo estudió el dorso de sus manos. Los signos mágicos tatuados en su piel tenían un color azul más intenso y marcado; su magia se nacía más fuerte por momentos. Y, una vez más, las runas empezaban a despedir un leve resplandor al tiempo que la sensación de hormigueo le recorría el cuerpo. Era la señal de advertencia de algún peligro, lejano todavía pero que se acercaba rápidamente.

Las serpientes dragón, sin duda.

Le dio la impresión de que la embarcación había aumentado la velocidad. El movimiento del sumergible era menos suave, más irregular, y percibió una creciente vibración en la cubierta bajo sus pies.

—Debería preguntárselo a la enana. Ella sabría decírmelo —murmuró para sí.

Y, naturalmente, debería advertir a los jóvenes mensch que se estaban acercando a la guarida de las serpientes dragón. Avisarles que se dispusieran a...

¿A qué? ¿A morir?

Devon, aquel elfo delgado y delicado, casi lo había decapitado con el hacha de guerra.

Alake tenía sus hechizos mágicos, pero todos ellos eran signos de protección que cualquier chiquillo del Laberinto era capaz de trazar antes de haber cruzado su segunda Puerta. Frente al tremendo poder de las serpientes dragón, esos hechizos de Alake serían como oponer a uno de esos chiquillos contra un ejército de snogs.

Y Grundle. Haplo sonrió y meneó la cabeza. Si alguno de aquellos mensch podía enfrentarse a las serpientes dragón, sería la doncella enana. Por lo menos, seguro que se mostraría demasiado testaruda para dejarse matar.

Tenía que contarles lo que sabía y hacer lo posible para prepararlos. Se incorporó en el lecho, dispuesto a levantarse.

—¡No! —dijo de pronto, y volvió a tenderse en el catre—. Ya he tenido suficientes tratos con los mensch por este día.

En nombre del Laberinto, ¿qué se había adueñado de él para impulsarlo a hacerles aquella promesa? ¡No permitir que les sucediera ningún mal! ¡Pero si muy afortunado sería si conseguía salvar su propia vida!

Cerró los puños con fuerza y estudió los signos mágicos grabados en su piel, tensa sobre los huesos y los tendones. Alzó los brazos y estudió el perfil nítido de los músculos bajo la epidermis tatuada.

—El instinto —murmuró—. El mismo instinto que impulsó a mis padres a ocultarme entre los arbustos y conducir a los snogs lejos de mí. El instinto de proteger a los más débiles, el que permitió a nuestro pueblo sobrevivir en el Laberinto.

Se incorporó de un salto y empezó a deambular por el reducido espacio del camarote.

—Mi señor lo entendería —dijo, intentando tranquilizarse—. Mi señor siente lo mismo que yo. Cada día de su vida, regresa al Laberinto y vuelve a luchar y a defender y a proteger a sus hijos, a su pueblo. Es una emoción natural... —Haplo exhaló un suspiro y soltó un juramento entre dientes—. ¡Pero es tan poco práctica!

Tenía otros asuntos más urgentes que ocuparse de mantener con vida a tres jóvenes mensch. Estaba aquel agua inmunda que se llevaba la magia de las runas más deprisa de lo que el agua normal se llevaba la suciedad de la ropa. Y estaba la promesa de las serpientes dragón.

Por lo menos, él lo consideraba una promesa.

Samah. El gran Samah. El presidente del Consejo de los Siete. El Consejero que había organizado la Separación, el que había provocado la caída de los patryn, su encarcelamiento y los eones de sufrimientos.

El Consejero Samah. Muchas cosas habían muerto en el Laberinto, pero no aquel nombre, transmitido de generación en generación, susurrado de padre a hijo con el último aliento, revelado con una maldición de madres a hijas. Samah no había caído nunca en el olvido entre sus enemigos, y el pensamiento de que Samah pudiera ser encontrado con vida llenó a Haplo de una alegría indescriptible. Ni siquiera se detuvo a preguntarse cómo era posible tal cosa.

—Capturaré a Samah y lo llevaré ante mi señor. Será un regalo para compensarlo por mis fracasos anteriores. Mi señor se ocupará de que Samah pague, y pague muy caro, por cada lágrima y por cada gota de sangre vertidas por mi pueblo. Samah pasará toda su vida pagando. Sus días estarán llenos de dolor, de tormentos, de miedo. Sus noches estarán plagadas de horror, de agonía, de angustia. No conciliará el sueño y no tendrá paz, salvo en la muerte. Y pronto, muy pronto, Samah empezará a suplicar que le llegue la muerte.

Pero el Señor del Nexo se ocuparía de que Samah viviera. De que tuviera una vida muy larga...

Unos enérgicos golpes a la puerta despertaron a Haplo de aquella fantasía bañada en sangre. Los golpes sonaban desde hacía un rato ya pero, mientras soñaba despierto con aquella venganza, los había tomado por truenos y no se había dado cuenta de qué sucedía.

—Quizá no deberíamos molestarlo, Grundle —oyó que decía la suave voz de Devon al otro lado de la puerta—. Tal vez duerma...

—¡Entonces, será mejor que vaya despertándose! —replicó la enana.

Haplo se reprendió por aquel desliz. Una distracción como aquélla podía costarle a uno la vida en el Laberinto. Se acercó a la puerta sin hacer ruido y la abrió tan de improviso que la enana, que había estado llamando a ella con el mango del hacha de guerra, penetró en el camarote dando tumbos.

—¿Y bien? ¿Qué queréis? —preguntó Haplo.

—Te..., te hemos despertado —dijo Alake, apartando la mirada de él hacia el lecho desordenado con expresión nerviosa.

—Lo..., lo sentimos —balbuceó Devon—. No queríamos...

—El sumergible está aumentando la velocidad —comunicó Grundle, al tiempo que dirigía una mirada suspicaz a la piel de Haplo—. Y tú vuelves a brillar.

Haplo permaneció callado y se limitó a lanzarle una mirada colérica, confiando en que la enana entendería la indirecta y se marcharía. Alake y Devon ya empezaban a retroceder sobre sus pasos.

Pero Grundle no se dejaba intimidar tan fácilmente. Apoyó el hacha de guerra en el hombro, plantó los pies con firmeza en la cubierta oscilante y miró a la cara a Haplo.

—Nos estamos acercando a las serpientes dragón, ¿verdad?

—Es probable —respondió y se dispuso a cerrar la puerta. El cuerpo recio de la enana se lo impidió.

—Queremos que nos digas qué hacer.

«¿Y cómo diablos voy a saberlo?», quiso gritarle Haplo, exasperado. Había estado cerca de un poder mágico parecido a aquél en el Laberinto, pero en absoluto era tan fuerte. Y lo único que tenían que hacer las serpientes dragón era echarle un cubo de agua de aquel mar, y podía considerarse acabado.

Los mensch siguieron allí plantados, mirándolo, confiando en él (bueno, dos de ellos, al menos), todos vueltos hacia él en una muda súplica, esperanzados.

¿Quién les había dado aquella esperanza? ¿Tenía derecho a destruirla ahora? Además, se dijo fríamente, aquellos mensch podían resultarle útiles. En el fondo de su mente ya tramaba un plan que...

—Entrad —indicó de mala gana, abriendo la puerta de par en par.

Los mensch obedecieron en bloque.

—Sentaos —les dijo Haplo.

En el camarote sólo había el camastro. Alake lo observó. Estaba revuelto, aún caliente del cuerpo de Haplo. Sus largas pestañas parpadearon varias veces, rozando sus mejillas. Finalmente, movió la cabeza en gesto de negativa.

—No, gracias. Me quedaré de pie. No me importa...

—Siéntate —le ordenó Haplo con malos modos.

Alake obedeció, apoyada en el borde mismo de la cama. Devon tomó asiento a su lado, con las piernas incómodamente extendidas (las camas de los enanos se levantan muy poco del suelo). Grundle se dejó caer cerca de la cabecera e hizo oscilar las piernas adelante y atrás, arrastrando los talones por la cubierta. Los tres miraron de nuevo a Haplo con expresiones serias y solemnes.

—Dejemos una cosa en claro. No sé más que vosotros sobre esas serpientes dragón. Si acaso, sé menos.

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