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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (11 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Lo atrajo la tentación de cerrar los ojos y dejar que el agua le cubriera la cabeza y pusiera fin a su angustia. Estaba enfadado, furioso por lo que le ocurría y contra aquello o aquel que lo provocaba. Decidió descubrir al responsable y sus motivos y hacérselo pagar. Y eso era algo que no podía hacer estando muerto.

Miró hacia arriba con la esperanza de ver alguna señal de la superficie. Se convenció de que había luz encima de su cabeza.

Con un último aliento, empujó a un lado los fragmentos flotantes del
Ala de Dragón
y se empujó moviendo los pies para abrirse camino a través del agua.

Sus poderosas brazadas lo propulsaron hacia arriba al tiempo que apartaba los fragmentos de las tablas y tablones que flotaban a la deriva. Definitivamente, había luz; si miraba hacia abajo veía el contraste de la oscuridad del agua en las profundidades. Pero no había ninguna señal de la superficie.

Los pulmones comenzaron a arderle, y unos puntos brillantes le bailaron ante los ojos. No podría contener mucho más la respiración. Con furia, impulsado por un terrible miedo a ahogarse, nadó hacia arriba.

«No lo conseguiré. Voy a morir. Y nadie lo sabrá nunca... mi señor nunca lo sabrá...»

La agonía se hizo insoportable. No podía resistir más. La superficie, si existía, se encontraba muy por encima de él. Le fallaron las fuerzas para seguir luchando. Le ardía el corazón, los pulmones le explotaban, el pecho le quemaba con un dolor insoportable.

Los músculos actuaron en contra de lo que les dictaba el cerebro. Abrió la boca. Tragó agua por la garganta y la nariz, y, al sentir la extraña sensación de bienestar que le recorría el cuerpo, supuso que se estaba muriendo.

Pero no era así, y eso lo dejó atónito.

No sabía gran cosa de ahogados. Era obvio que nunca le había sucedido, ni tampoco conocía a nadie que hubiese pasado por tal trance y hubiera vuelto para contárselo. Sin embargo, había visto cadáveres de ahogados y sabía que cuando los pulmones se llenaban de agua dejaban de funcionar, junto con el resto de órganos del cuerpo. Estaba absolutamente sorprendido de que en su caso no fuera así.

De no parecer tan inverosímil, habría jurado que respiraba en el agua con la misma facilidad con que antes lo hacía en el aire.

Se mantuvo inmóvil en el agua y se detuvo a considerar aquel fenómeno tan insólito y desconcertante. Su lado racional y reflexivo se negaba a aceptarlo, y, si se ponía a pensar en que la siguiente inspiración sería de agua, lo invadía el terror y volvía a contener el aliento. Pero, si se relajaba y no pensaba en ello, la respiración volvía a la normalidad. Era inexplicable, pero volvía a respirar. Y, para cierta parte de su ser, olvidada hacía mucho, mucho tiempo, tenía sentido.

«Has vuelto a lo que fue. Aquí es donde y como empezaste a vivir.»

Consideró este hecho y decidió abordarlo más tarde. Ahora, lo más importante era que estaba vivo, irracionalmente, pero estaba vivo. Y esa circunstancia acarreaba una nueva serie de problemas.

El agua podía ser aire para sus pulmones, pero eso era todo. Dedujo por el vacío y los gruñidos de sus tripas que no lo alimentaba ni le calmaba la sed. Tampoco lo ayudaba a recuperar las fuerzas que menguaban por momentos. Desposeído de la magia que lo sostenía, sobreviviría tan sólo para morir de hambre, sed y agotamiento.

Recobró la claridad de mente. Ahora que ya no tenía que luchar aterrorizado para salvar la vida, examinó los alrededores. Comprobó que la luz que atribuyó al sol parecía proyectar sus rayos desde algún punto lateral, en lugar de hacerlo desde arriba. Dudó que se tratara del sol, pero era luz y, con suerte, donde había luz habría vida.

Se agarró a un pedazo de madera procedente del naufragio del
Ala de Dragón
y se despojó de las pesadas botas y de gran parte de la ropa, que añadían carga y resistencia adicional a su cuerpo. Se observó los brazos desnudos con melancolía. No había rastro de las runas.

Se instaló tan cómodo como le fue posible sobre la tabla y se echó. Flotó en el agua, que no estaba ni fría ni caliente, sino a una temperatura tan parecida a la de su cuerpo que no le dejaba ninguna sensación en la piel.

Se relajó y, conscientemente, evitó pensar para recuperarse de la conmoción y el miedo. El agua lo aguantó y lo mantuvo a flote. El cabello se revolvía hacia atrás, y dedujo que el agua también se movía en una corriente, una marea que, al parecer, corría en la dirección deseada. Esto reforzó su decisión. Era más fácil ir con la marea que contra ella.

Descansó hasta que, poco a poco, recobró la energía. Entonces, utilizando el tablón como asidero, comenzó a nadar hacia la luz.

CAPÍTULO 6

LA SALA DEL SUEÑO

CHELESTRA

Las primeras palabras que escuchó Alfred al intentar recuperarse del desmayo no fueron muy apropiadas para su restablecimiento. Samah hablaba a los sartán allí reunidos, quienes —según se imaginó, porque tenía los ojos cerrados— observaban con perplejidad a su hermano allí caído.

—Perdimos a muchos durante la Separación. La muerte se llevó a la mayoría de nuestros hermanos, pero me temo que ahora nos enfrentamos a una circunstancia de distinta naturaleza. Es evidente que este pobre hermano ha perdido el juicio.

Alfred se quedó inmóvil, haciendo ver que aún estaba inconsciente, y deseó con todas sus fuerzas que ése fuera el caso.

Notó que había gente a su alrededor. A pesar de que nadie hablaba, oyó su respiración, el crujido de sus ropas. Todavía yacía en el suelo frío del mausoleo, aunque alguien había tenido la amabilidad de colocarle una almohada —probablemente procedente de una cripta— bajo su calva cabeza.

—Mira, Samah. Creo que está volviendo en sí —escuchó que decía una mujer.

«¡Samah, el gran Samah!», casi gimió Alfred, pero se tragó las palabras a tiempo.

—El resto, apartaos. No lo asustéis —ordenó una voz masculina que debía de pertenecer a Samah.

Alfred advirtió aflicción y compasión en su tono, y estuvo a punto de echarse a llorar. Deseaba levantarse, abrazar esas rodillas sartán y llamarlo padre, jefe, patriarca, Consejero.

«¿Qué me detiene? —se preguntó desde el suelo helado con un escalofrío—. ¿Por qué engaño a mis propios hermanos? ¿Por qué hago ver que estoy inconsciente y los espío? Me estoy comportando de un modo horrible —pensó con un sobresalto—. ¡Es justo lo que haría Haplo!»

Y, con este terrible descubrimiento, gimoteó en voz alta.

Sabía que se estaba traicionando, pero todavía carecía de energía para enfrentarse a aquella gente. Recordó las palabras de Samah: «Tengo el derecho y la obligación de hacerte ciertas preguntas, no por mera curiosidad, sino empujado por la necesidad, teniendo en cuenta los tiempos de crisis que corren».

«¿Y qué le contestaré?», pensó Alfred, apenado.

La cabeza le rodaba de lado a lado, como si actuara por cuenta propia, porque no podía detenerla. Se retorcía las manos. Abrió los ojos.

Los sartán que acababan de despertar lo rodeaban y lo miraban sin ningún ademán de ofrecerle ayuda. No eran crueles ni negligentes; simplemente, estaban desconcertados. Nunca habían visto a uno de su misma estirpe comportarse de forma tan extravagante, y no sabían qué hacer para socorrerlo.

—No sé si está reviviendo o si sufre alguna especie de ataque —explicó el jefe del Consejo—. Algunos de vosotros —se dirigió a unos cuantos jóvenes—, manteneos cerca de él. Es posible que haya que reprimirlo por la fuerza.

—¡Eso no será necesario! —protestó la mujer que estaba arrodillada junto a él.

La miró con atención y la reconoció. Era la mujer que había visto en la cripta que creía de Lya.

Ella le tomó la mano y comenzó a acariciársela con suavidad. Como era habitual, su mano actuó por cuenta propia. Realmente, él no le ordenaba que le presionara los dedos, pero hallaba consuelo en ello. En respuesta, ella le apretó la mano con firmeza y calor.

—Pensaba que el tiempo de los desafíos había terminado, Orla —dijo Samah.

El tono del Consejero era sosegado, pero había en él un deje afilado que hizo palidecer a Alfred. Oyó a los sartán que lo rodeaban agitarse intranquilos, como niños de un hogar desgraciado que temen la próxima pelea de sus padres.

La mujer apretó la mano de Alfred y, cuando habló, su voz sonó afligida.

—Sí, Samah. Supongo que así es.

—El Consejo tomó la decisión y tú formas parte de él. Emitiste tu voto como los demás.

No respondió en voz alta. Pero en la mente de Alfred irrumpieron de pronto unas palabras, que la mujer compartió con él a través del contacto de sus manos.

—Un voto en tu favor, como ya sabías. ¿Soy de verdad parte del Consejo? ¿O simplemente la esposa de Samah?

De repente, Alfred comprendió que no debería estar oyendo aquellas palabras. En ocasiones, los sartán se hablan en silencio, pero esta comunicación sólo se da entre personas muy unidas, como marido y mujer.

Samah no prestó atención a Orla. Se había dado la vuelta, con la cabeza en otros asuntos más importantes que un hermano débil echado en el suelo.

La mujer continuaba con los ojos fijos en Alfred, pero no lo veía. Miraba a través de él, hacia algo que había ocurrido mucho tiempo atrás. Alfred no quería interrumpir aquellos pensamientos tan íntimos y tristes, pero el suelo estaba espantosamente duro. Se movió sólo un centímetro, para aliviar el calambre de su pierna derecha. La mujer volvió al presente.

—¿Cómo te encuentras?

Intentó que su voz sonara lo más enferma posible, con la esperanza de que Samah y todos aquellos sartán se fueran y lo dejaran en paz.

Bueno, quizá no todos. Descubrió que todavía tenía la mano cogida a la de la mujer. Al parecer, se llamaba Orla. Bonito nombre, aunque le traía imágenes tristes a la cabeza.

—¿Podemos hacer algo por ti? —Su voz sonaba impotente.

Alfred comprendió. Ella sabía que no estaba enfermo, se había dado cuenta de que fingía y estaba disgustada y desconcertada. Los sartán no se engañaban entre ellos. No tenían miedo de los demás. Tal vez Orla comenzaba a coincidir con Samah en que tenían entre las manos a un hermano desquiciado.

Suspiró y volvió a cerrar los ojos.

—Ten paciencia conmigo —rogó con suavidad—. Sé que me comporto de forma extraña. Sé que no lo entiendes y no espero que lo comprendas ahora, pero lo harás cuando hayas oído mi historia.

Entonces se sentó, desfallecido, con la ayuda de Orla. Pero consiguió levantarse por su propio pie y se enfrentó a Samah con dignidad.

—Eres el presidente del Consejo de los Siete. ¿Los otros miembros están presentes? —preguntó.

—Sí. —Samah paseó la vista por la cámara y señaló con ella a cinco sartán. Su severa mirada se posó finalmente en Orla—. Sí, éstos son los miembros del Consejo.

—Entonces —comenzó Alfred humildemente—, ruego la gracia de una audiencia ante el Consejo.

—Desde luego, hermano —aseguró Samah con una cortés reverencia—. Tan pronto como te sientas en condiciones. Tal vez en un par de días.

—No, no —se apresuró a contestar Alfred—. No hay tiempo que perder. Bueno, en realidad hay tiempo. El problema es el tiempo. Quiero decir..., creo que deberíais escuchar inmediatamente lo que tengo que decir, antes de que..., de que... —Su voz se desvaneció en un mar de dudas.

Orla dio un respingo. Sus ojos se encontraron con los de Samah, y la tensión que hubiera podido existir entre ellos se relajó al instante.

El lenguaje sartán tenía la cualidad mágica de evocar imágenes y visiones que realzaban las palabras en la mente de los oyentes. Un sartán poderoso como Samah tenía la capacidad de controlar esas imágenes, para asegurarse de que los que lo escuchaban vieran exactamente lo que él quería transmitir.

Por desgracia, Alfred tenía la misma falta de control mental sobre sus procesos mentales que sobre los físicos. Orla, Samah y el resto de oyentes del mausoleo sólo presenciaron asombrados una serie de visiones confusas y espantosas que procedían directamente de Alfred.

—El Consejo debe reunirse de inmediato —declaró su máximo representante—. Los demás... —Se detuvo y miró con preocupación al resto de sartán que pacientemente esperaban sus órdenes—. Creo que tal vez deberíais quedaros hasta que veamos lo que aflora a la superficie. He advertido que algunos hermanos no han despertado. Averiguad si les ocurre algo.

Los sartán se inclinaron en silencio, sin cuestionar su autoridad, y se dispusieron a cumplir con su deber.

El jefe del Consejo se dio la vuelta y salió del mausoleo en dirección a una puerta separada de la cámara por un corredor estrecho y oscuro. Los cinco miembros restantes lo siguieron y Orla caminó junto a Alfred. No le dijo nada y, amablemente, evitó mirarlo para darle tiempo a calmarse.

Alfred se lo agradeció, pero no creyó que eso le sirviera de gran ayuda.

Samah cruzó la sala con paso confiado, como si hubiera sido el día anterior la última vez que había pisado aquellos suelos. Su preocupación era tal que, al parecer, no advirtió el rastro que dejaba su larga y amplia túnica en la fina capa de polvo.

Las runas que cubrían la puerta se iluminaron con un brillo azulado cuando el jefe del Consejo se aproximó e inició una salmodia. La puerta se abrió de golpe y levantó una nube de polvo del suelo.

Alfred estornudó. Orla observó perpleja a su alrededor.

Entraron en la sala del Consejo, que Alfred reconoció gracias a la mesa redonda adornada con runas que se hallaba en el centro. Samah frunció el entrecejo al contemplar la fina capa de polvo que cubría completamente la mesa y ocultaba los símbolos grabados en su superficie. Se detuvo al llegar junto a la mesa y pasó el dedo por la sucia superficie con la vista fija en ella, sumido en un silencio meditabundo.

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