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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (6 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Yo me situé al lado de mi madre, el lugar adecuado para una muchacha enana soltera. Miraba directamente al frente, aunque procuraba bajar los ojos con modestia, concentrada en mis deberes. Pero me resultaba difícil apartar la vista de las dos largas hileras de jóvenes enanos que, vestidos con su coraza de cuero y con la barba afeitada, formaban en el extremo del muelle.

Todos los hombres que se hallaban en la Edad de la Búsqueda prestaban servicio en el ejército. Se había escogido a los mejores para formar parte de la guardia de honor del Vater y su familia en aquel día.

Uno de esos hombres tendría, con toda seguridad, el privilegio de casarse conmigo. No era muy correcto que yo tuviera favoritos, pero sabía que Hartmut derrotaría a sus adversarios con facilidad.

Nuestras miradas se cruzaron y su sonrisa me inundó de una sensación de calor. ¡Es tan atractivo! Tiene el pelo cobrizo, largo y fuerte, y las patillas rojizas, y seguro que la barba que se dejará una vez casado también será del mismo color. Ya había alcanzado el rango de señor de los cuatro clanes, un alto honor para un enano soltero.
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A una orden de su mariscal, los soldados levantaron las hachas —el arma favorita de los enanos— en señal de saludo, las hicieron girar y golpearon con ellas el suelo.

Advertí que Hartmut movía la suya con más destreza que cualquier otro hombre de su clan. Esto era un magnífico augurio, puesto que el lanzamiento de hacha, la tala y el arte de esquivarla determinaban al ganador de la contienda matrimonial.

—¡Deja de mirar a ese joven! —me susurró mi madre tirándome con fuerza de la manga—. ¿Qué va a pensar de ti?

Obedientemente, clavé los ojos en la ancha espalda de mi padre, pero me di perfecta cuenta de en qué momento pasé cerca de Hartmut, quien permanecía de pie al borde del muelle, y oí cómo la cabeza del hacha golpeaba contra el suelo de nuevo, esta vez sólo para mí.

Ante la proa del buque insignia se había levantado una reducida plataforma ceremonial para que nos alzáramos sobre la multitud. Subimos al entarimado y mi padre se adelantó. El público, aunque nunca había sido muy ruidoso, se quedó ahora en absoluto silencio.

—Familia mía
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—comenzó el Vater mientras cruzaba los brazos sobre la gran barriga—, mucho tiempo ha pasado desde que los nuestros se vieron obligados a emprender la Caza del Sol. Ni siquiera los más viejos entre nosotros —y aquí dedicó una respetuosa reverencia a un enano de avanzada edad cuya barba ya griseaba y que se hallaba en el sitio de honor en primera fila entre la multitud— recuerdan la época en que los nuestros persiguieron el sol marino y desembarcaron en Gargan.

—Mi padre se acordaría —intervino el anciano—. Hizo el viaje siendo muy joven.

El Vater, mi padre, se detuvo un momento, confuso por la inesperada interrupción. Miré por encima de la muchedumbre hacia nuestra caverna y sus hileras de puertas de vivos colores, y, por primera vez, caí en la cuenta de que me disponía a abandonar mi tierra natal y viajar hacia un fugar desconocido, donde tal vez no habría puertas que condujeran al seguro y oscuro refugio de la montaña.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Agaché la cabeza, avergonzada ante la posibilidad de que alguien (especialmente Hartmut) me viese llorar.

—Nos espera un nuevo reino, una luna marina suficientemente grande para que las tres razas, humana, élfica y enana, podamos convivir, cada una en su propio reino, pero compartiendo el comercio y el trabajo, en un esfuerzo común por construir un mundo próspero.

»El viaje será largo y penoso. Y, cuando lleguemos, nos enfrentaremos a la agotadora tarea de reconstruir nuestras casas y negocios. Será difícil partir de Gargan. La necesidad nos obliga a dejar atrás muchas cosas que amamos, pero llevaremos con nosotros lo más valioso y preciado: a los demás. Abandonaremos monedas, ropas, cacharros de cocina, cunas y camas, pero, como nos tenemos los unos a los otros, nuestra nación enana llegará a su destino fuerte y preparada para avanzar y establecer su grandeza en ese nuevo mundo.

Durante el discurso, mi padre había rodeado con el brazo a mi madre y ella, a su vez, me había cogido la mano. Nuestro pueblo lanzó vítores de alborozo y se me secaron las lágrimas.

«En tanto que nos tengamos los unos a los otros —me dije—, en tanto que permanezcamos unidos, esta tierra nueva será nuestro hogar.»

Eché un tímido vistazo a Hartmut. Le brillaban los ojos. Me sonrió a mí, solamente a mí. En esa mirada, en esa sonrisa nos lo dijimos todo. Las pruebas de selección para la boda no podían amañarse, pero la mayoría de enanos conocía de antemano el resultado.

Mi padre continuó hablando para hacer hincapié en que, por primera vez en la historia de Chelestra, humanos, elfos y enanos realizarían juntos la Caza del Sol.

Por supuesto, en otros tiempos habíamos efectuado la Caza del Sol, y habíamos perseguido el sol marino que vaga indefinidamente a la deriva a través del agua que constituye nuestro mundo. Pero entonces los enanos estábamos solos y huíamos de la larga noche de hielo que amenazaba con cubrir lentamente nuestra luna marina.

Aparté de la mente el triste pensamiento de abandonar mi tierra natal y empecé a pensar en los ratos divertidos que me esperaban a bordo con Alake y Sadia. Les hablaría de Hartmut, de su distinción, aunque ninguna muchacha élfica o humana podría apreciar con propiedad cuán atractivo era.

Mi padre carraspeó. Vi cómo me miraba. Mi madre me dio un codazo en el costado. Sentí que me ruborizaba y volví en el acto al desarrollo de la ceremonia. Sostuve en la mano el mechón de cabello que me había cortado y que ahora lucía atado con una cinta azul brillante. Mi padre me dio el martillo y mi madre el clavo. Con ambos en la mano me volví hacia el ancho bao de madera del cazador de sol que se alzaba sobre mi cabeza. La muchedumbre esperaba en silencio el momento de gritar su alegría cuando la ceremonia hubiese concluido.

Con todos los ojos (dos en particular) fijos en mí, enrosqué firmemente el mechón alrededor del clavo, apoyé éste en la viga de madera que sobresalía del casco y estaba a punto de golpearlo con el martillo cuando escuché un murmullo que se extendía entre el público. Me recordó el oleaje del mar durante una de las inusuales tormentas de Chelestra.

Mi primera reacción fue sentir una gran irritación hacia aquello o aquel que me estaba arruinando el gran momento. Consciente de que no atraía la atención del público, bajé el martillo e, indignada, eché un vistazo a mi alrededor para ver qué causaba aquella confusión.

Todos los gargan —hombres, mujeres y niños— contemplaban fijamente el mar. Algunos señalaban con el dedo. Los más bajos se ponían de puntillas y estiraban el cuello para conseguir vislumbrar algo.

—Me imagino —gruñí mientras intentaba asomar la cabeza por el sumergible sin demasiada suerte— que Alake y Sadia han venido después de todo, justo para acaparar el centro de atención. Bueno, han elegido un mal momento, pero al menos están aquí para mirar. Siempre puedo volver a empezar.

Pero por la expresión de las caras de los enanos que estaban por debajo de mi posición, quienes veían el mar con claridad, deduje que lo que quiera que fuese que se acercaba no era una de las naves cisne alegremente decoradas que construíamos para los elfos, ni tampoco una de las recias naves de pesca de los humanos. Cualquiera de las dos habría sido recibida con un gran revuelo de barbas y alguno que otro agitar de manos, el colmo de la expresividad de los enanos. En cambio, ahora se mesaban la barba —signo de intranquilidad en los de mi raza— y las madres reunían a los chiquillos que se habían alejado.

—¡Vater, es preciso que veas esto! —gritó el mariscal del ejército enano que se había precipitado sobre la plataforma.

—Quedaos aquí —nos ordenó mi padre, y después descendió de la tarima y corrió tras el otro hombre.

Obviamente, la ceremonia había terminado. Estaba enojada, enfadada porque no conseguía ver nada e irritada con mi padre por haberse marchado a la carrera. Me quedé aferrada al martillo y al mechón de pelo y maldije el destino que me había hecho princesa y me obligaba a permanecer en esa estúpida plataforma mientras todo el mundo en Gargan observaba lo que estaba sucediendo.

No me atrevía a desobedecer a mi padre —una joven enana que hiciera una cosa así tendría que cortarse las patillas como castigo y afrontar la humillante experiencia—, pero seguramente no se me tendría en cuenta que me deslizara hasta el extremo del entarimado. Quizá lograra ver algo desde allí. Acababa de dar un paso y ya oía a mi madre tomar aliento para ordenarme que volviera, cuando Hartmut saltó hasta donde nos encontrábamos y corrió hacia nosotras.

—El Vater me ha ordenado que vele por ti y por vuestra hija en su ausencia, Muter —explicó con una reverencia hacia mi madre. Sin embargo, sus ojos me miraban a mí. Tal vez el destino supiera lo que se traía entre manos, en fin de cuentas. Decidí quedarme donde me encontraba.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella, nerviosa.

—Un incidente en el mar, eso es todo —contestó Hartmut sin darle importancia—. Una mancha de aceite que se extiende. Y algunos creen haber visto cabezas emerger de ella, pero me da la impresión de que las han visto a través del cristal de una jarra de cerveza. Lo más probable es que se trate de un banco de peces. Han zarpado botes para investigar.

Esta explicación pareció tranquilizarla. Pero a mí no me calmó. Vi cómo Hartmut no apartaba la vista de su mariscal, a la espera de órdenes. Y, aunque hacía un cortés esfuerzo por sonreír, su expresión era severa.

—Creo, Muter —prosiguió—, que será mejor que bajéis de esta plataforma hasta que determinemos cuál es la causa de esa mancha aceitosa.

—Tienes razón, muchacho. Grundle, dame ese martillo. Pareces una tonta ahí de pie, con eso en la mano. Voy a reunirme con tu padre. No, Grundle, tú quédate aquí con este joven guardia.

Echó a andar con paso decidido y, enérgicamente, se abrió paso entre la multitud. La bendije para mis adentros.

—A mí no me pareces una tonta —me aseguró Hartmut—. Creo que estás espléndida.

Me acerqué a él y mi mano, ahora que se había librado del martillo, encontró el modo de llegar hasta la suya. Los barcos partían de la playa y los hombres remaban con gran esfuerzo para adentrarse en el mar. Bajamos de la plataforma y corrimos hacia la orilla mezclados con los demás habitantes de Gargan.

—¿De qué crees que se trata? —murmuré.

—No lo sé —contestó Hartmut, que dejaba aflorar su preocupación, ahora que estábamos a solas—. Llevamos toda la semana escuchando antiguas leyendas. Los delfines hablan de criaturas extrañas que nadan por el Mar de la Bondad: serpientes con la piel cubierta de un aceite que emponzoña el agua y envenena a cualquier pez que tenga la desgracia de pasar a su lado.

—¿De dónde proceden? —pregunté, acercándome más.

—Nadie lo sabe. Hemos oído extrañas historias a lo largo de los últimos ciclos. Según los delfines, cuando el curso del sol marino comenzó a alterarse, se deshelaron varias lunas marinas que permanecían congeladas desde sólo el Uno sabe cuándo. Quizás estas criaturas vengan de una de esas lunas.

—¡Mira! —grité—. Algo ocurre.

La mayoría de enanos había dejado de bogar en sus botes. Algunos habían alzado los remos y permanecían inmóviles en el agua con la vista fija en el mar. Él resto había empezado a remar hacia la playa, presa de un gran nerviosismo. Yo no veía nada más que la capa de aceite en el agua, un limo verde pardusco que alisaba las olas y se pegaba a la superficie de los barcos que tocaba. También me llegaba su olor, una pestilencia malsana que me revolvía el estómago.

Hartmut me apretó la mano. ¡El agua empezaba a retirarse! Nunca había visto nada igual: era como si una boca gigantesca que se hallara bajo nosotros se estuviera tragando el agua. Varios botes ya habían alcanzado la playa y permanecían varados en la arena mojada, cubierta de aceite. ¡Pero aquellos que aún se hallaban mar adentro estaban siendo engullidos junto con el agua! Los marineros remaban con fuerza, en un intento frenético por detener su avance. Los sumergibles se hundieron más y más, cabeceando de proa a popa, y finalmente golpearon el fondo con un estrépito aterrador.

En ese momento, una cabeza enorme emergió entre las olas. Tenía la piel gris verdosa cubierta de escamas que relucían a la débil luz del sol con una siniestra iridiscencia. La cabeza era pequeña, del mismo tamaño que el cuello. Al parecer era toda cuello, a menos que se contara como cola la parte posterior. La serpiente trazó una horrible curva sinuosa. La primera vez que nos miró, tenía los ojos verdes, pero de pronto cambiaron de color y comenzaron a centellear con un feroz brillo rojo. La criatura se alzó más y más y, a medida que crecía, iba tragando agua.

Era enorme, monstruosa. Como mínimo, tenía la mitad de al altura de la montaña.

Contemplé el agua que se alejaba y de repente tuve el escalofriante presentimiento de que me iba a arrastrar con ella. Hartmut me rodeó con el brazo. Su cuerpo, firme y fornido, era sólido y tranquilizador.

El monstruo alcanzó una altura increíble y a continuación se abalanzó para aplastar con la cabeza el barco insignia, en cuyo casco abrió un gran boquete. El agua formó una gran ola que barrió la orilla de la playa.

—¡Corred! —aulló mi padre, y su voz retumbó sobre el griterío de la multitud—. ¡Corred hacia la montaña!

Los gargan dimos media vuelta y huimos. Ni siquiera en medio del terror se dio rienda suelta a la confusión, el desorden o el pánico. Los hijos alzaron en volandas a los enanos más ancianos, que no podían moverse con suficiente rapidez. Las madres cogieron en brazos a sus hijos más pequeños y los padres cargaron en la espalda a los mayores.

—¡Corre directamente hacia arriba, Grundle! —me dijo Hartmut—. Yo tengo que volver a mi puesto.

Se alejó corriendo con el hacha de combate en la mano y se reunió con el ejército que se agrupaba en la orilla, preparado para cubrir la retirada de la gente.

Yo sabía que debía correr, pero se me habían paralizado los pies y tenía las piernas demasiado débiles como para hacer algo más que sostenerme. Miré fijamente a la serpiente que había emergido, indemne, entre los restos del sumergible. Con lo que podría ser una risa silenciosa en su boca desdentada, se arrojó sobre otro barco. La madera se rompió y quedó hecha astillas. Del mar surgieron otras criaturas idénticas a la primera que comenzaron a destrozar los demás sumergibles y cualquier otra embarcación que estuviera a su alcance. El oleaje que creaban las bestias era tan imponente que arrasó la playa, donde completó la devastación.

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