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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (3 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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El dolor era insoportable. Agujas de metal le taladraban la piel y ríos de fuego atravesaban la sangre de sus venas. Cerró la boca y aguantó cuanto pudo sin gritar. Finalmente no resistió más, y no reconoció sus propios alaridos cuando éstos brotaron.

El Señor del Nexo era experto en su trabajo. Cuando pareció que Haplo estaba a punto de desmayarse de dolor, interrumpió el tormento y se puso a hablar con suavidad de su pasado juntos, hasta que recuperó el sentido. Entonces, reanudó el castigo.

La noche, o lo que en el Nexo se conocía como noche, proyectó sobre la nave el suave manto de un rayo de luna. El amo trazó un signo mágico en el aire, y la tortura terminó. Haplo se desplomó sobre la cubierta como si estuviera muerto. El sudor le cubría el cuerpo desnudo, tenía escalofríos y le castañeteaban los dientes. En sus venas resurgió un residuo de dolor similar al destello de una llama o la hendidura de una cuchilla, y profirió otro agónico lamento. El cuerpo se crispó y se agitó espasmódicamente, fuera de control.

El Señor del Nexo se inclinó y, una vez más, puso la mano sobre el corazón de su siervo. En ese momento podría haberlo matado. Podría haber roto la protección, destruido cualquier posibilidad de recuperación. Haplo notó el contacto frío de su amo sobre la piel ardiente. Se estremeció, ahogó un gemido y se quedó rígido, absolutamente inmóvil.

—¡Ejecutadme! ¡Os he traicionado! ¡No merezco vivir!

—Hijo —susurró su amo, apenado. Sobre el pecho de Haplo cayó una lágrima—. Mi pobre hijo...

La lágrima selló la runa.

Haplo, con un suspiro, se dio la vuelta y empezó a llorar. El Señor del Nexo se acercó a su joven servidor, cogió entre sus brazos la cabeza ensangrentada y lo acunó, lo tranquilizó e hizo obrar su magia hasta reparar las runas y restablecer el círculo de su ser.

Haplo se sumió en un sueño reparador.

El Señor del Nexo se quitó su propia capa blanca de fino lino y lo cubrió con ella. Se detuvo un momento para contemplar al joven. Los estragos de la agonía comenzaban a remitir, y el rostro de Haplo volvía a mostrar un aire duro y severo, sereno y decidido, como una espada cuyo metal se había fortalecido al contacto con el fuego, como un muro de granito cuyas grietas se habían rellenado con acero fundido.

Colocó las manos sobre la piedra de gobierno y, pronunciando las runas, la activó para que iniciara su viaje a través de la Puerta de la Muerte. Se disponía a abandonar la nave cuando lo asaltó un pensamiento. Realizó una rápida inspección por la nave dragón y recorrió con su aguda vista cada rincón en penumbra.

El perro había desaparecido.

—Excelente.

El Señor del Nexo desembarcó por fin, plenamente satisfecho.

CAPÍTULO 2

EN ALGÚN LUGAR MAS ALLÁ DE LA PUERTA DE LA MUERTE

Alfred despertó con un espantoso alarido resonándole en el oído. Permaneció inmóvil y aterrorizado mientras escuchaba con el corazón desbocado, las manos sudorosas y los párpados apretados a la espera de que se repitiera el grito. Tras unos instantes de profundo silencio, llegó a la confusa conclusión de que había sido él mismo.

—La Puerta de la Muerte. Caí por la Puerta de la Muerte. O, mejor dicho —se corrigió estremeciéndose ante la idea—, fui empujado a través de la Puerta.

«Yo que tú, no estaría por aquí cuando despierte», le había advertido Haplo...

...Haplo se había dormido, sumido en uno de los sueños reparadores vitales para los de su raza. Alfred estaba sentado en la nave tambaleante, en la única compañía del perro, que yacía junto a su amo en actitud protectora. Echando un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de la soledad que lo envolvía. Estaba aterrorizado y, para combatir el pánico, se aproximó a Haplo en busca de su compañía, aunque éste estuviera inconsciente.

Se sentó a su lado y se entretuvo observando el rostro severo del patryn. Advirtió que no descansaba en calma, sino que fruncía el entrecejo en una expresión de severidad, como si nada —ni el sueño y quizá ni la propia muerte— pudiera proporcionar una paz completa al patryn.

Movido por la compasión y la lástima, alargó la mano para alisar un mechón de cabello que caía sobre aquella cara implacable.

El perro alzó la cabeza y soltó un gañido amenazante. Alfred apartó la mano.

—Lo siento, ha sido involuntario.

El animal, que conocía a Alfred, pareció considerar admisible la disculpa y volvió a echarse.

Alfred dejó escapar un enorme suspiro y echó una mirada nerviosa por la nave que avanzaba a sacudidas. A través de la ventana, vislumbró el abrasador mundo de Abarrach que se alejaba de ellos en un confuso torbellino de humo y llamas. Frente a él, contempló el agujero negro de la Puerta de la Muerte que se aproximaba a gran velocidad.

—¡Oh, vaya! —murmuró al tiempo que se encogía. Si tenía que abandonar la nave, mejor que lo hiciera pronto.

El perro tuvo la misma idea. Se incorporó de un salto y empezó a ladrar para apremiarlo.

—Lo sé, ha llegado el momento —asintió—. Me has salvado la vida, Haplo. Y no es que no te esté agradecido, pero... estoy terriblemente asustado. Creo que no tendré el valor suficiente.

«¿Tendrás la valentía de quedarte? —parecía preguntarle el animal, exasperado—. ¿Tendrás el coraje de enfrentarte al Señor del Nexo?»

El Señor del Nexo, el amo de Haplo, era un poderoso mago patryn. Sus habituales desmayos no salvarían a Alfred de aquel hombre terrible. Escarbaría y rastrearía cada secreto que escondiera en su ser. La tortura, los tormentos se prolongarían tanto tiempo como aguantara vivo... y no cabía duda de que el patryn se encargaría de que su presa viviera mucho, mucho tiempo.

La amenaza tendría que haber bastado para hacer actuar a Alfred; por lo menos, eso era lo que él creía. Se recordó de pie en la cubierta superior, sin la más ligera noción de cómo había llegado allí.

Los vientos de la magia y el tiempo silbaban a su alrededor. Se le pegaban sin ningún respeto a los mechones de su incipiente calva y hacían aletear los faldones de su larga prenda de abrigo. Se aferró a la barandilla con ambas manos y miró hacia el exterior, horriblemente fascinado con la Puerta de la Muerte.

Y entonces supo que sería tan incapaz de arrojarse a aquel abismo como de poner fin conscientemente a su miserable y solitaria existencia.

—Soy un cobarde —le dijo al perro que, aburrido, lo había seguido hasta la cubierta. Alfred sonrió débilmente y se miró las manos, que se agarraban a la baranda con los nudillos blancos por la presión—. Me parece que soy incapaz de soltarme. Yo...

De pronto, el perro pareció enloquecer. Con un gruñido, mostrando los dientes, saltó hacia él. Alfred soltó las manos para protegerse la cara en un acto reflejo de protección. El animal se le abalanzó sobre el pecho y lo hizo caer por la borda...

¿Qué había ocurrido después? No podía recordar nada excepto la sensación de confusión y extremo horror. Conservaba una vivida impresión de estar cayendo..., cayendo por un agujero que parecía demasiado pequeño para que pasara un mosquito y que sin embargo era suficientemente grande como para engullir la nave dragón alada. Recordaba la caída a través de la luz brillante en la oscuridad, el ensordecedor rugido del silencio, la sensación de dar volteretas mientras no se movía.

Y al fin, cuando iba a alcanzar el punto más alto, había llegado al suelo.

Y allí era donde se encontraba, o al menos eso suponía.

Consideró la posibilidad de abrir los ojos, pero decidió no hacerlo. No tenía ningún deseo de ver lo que lo rodeaba. Donde quiera que estuviese, tenía que ser horrible. Mejor dejarse llevar por el sueño y, con un poco de suerte, no despertar nunca más.

Por desgracia, como suele ocurrir en estos casos, cuanto más empeño ponía en dormirse, más se desvelaba. Una luz brillante se filtró a través de los párpados cerrados. Notó una superficie dura, llana y fría que se extendía bajo sus pies y advirtió que tenía dolorido el cuerpo, lo cual indicaba que había estado algún tiempo echado allí. También tenía frío y estaba sediento y hambriento.

No sabía dónde había aterrizado. La Puerta de la Muerte conducía a cada uno de los cuatro mundos que los sartán habían creado con su magia después de la Separación. También llevaba al Nexo, la bella tierra crepuscular ideada para albergar a los patryn «rehabilitados» tras su liberación del Laberinto. Tal vez se hallaba allí. Quizás había regresado a Ariano. ¡Tal vez no

había ido a ninguna parte, en realidad! Tal vez al abrir los ojos vería al perro mirándolo con aire afable.

Le dolían los músculos faciales de tanto apretar los párpados para mantenerlos cerrados. Pero la curiosidad y el punzante dolor que le atravesaba la parte inferior de la espalda pudieron con él. Abrió los ojos con un quejido, se sentó y miró nerviosamente a su alrededor.

Casi lloró de alivio.

Se encontraba en una gran habitación circular iluminada con una suave y relajante luz blanca que procedía de las paredes de mármol. El suelo era del mismo material y en él había incrustadas diversas runas, signos mágicos que le resultaron familiares. Delicadas columnas sostenían la cúpula del techo abovedado. Empotrados en los muros de la sala, se disponían hileras sucesivas de compartimientos de cristal concebidos para mantener personas en un estado de animación suspendida y que al final, trágicamente, se habían convertido en ataúdes.

Alfred supo dónde se encontraba: en el mausoleo de Ariano. Estaba en casa. Y decidió, desde un principio, no volver a salir de allí. Se quedaría para siempre en aquel mundo subterráneo. Aquí estaría a salvo. Nadie conocía ese lugar, excepto una mensch, una enana llamada Jarre, y ésta no tenía manera de encontrar el camino de vuelta. Nadie daría con aquel sitio ahora, protegido como estaba por la poderosa magia sartán. Ya podía la guerra entre enanos, elfos y humanos causar estragos en Ariano, que él no volvería a participar. Ya podía Iridal seguir buscando al hijo que le habían cambiado, que él no estaba dispuesto a ayudarla. Ya podían seguir vagando por Abarrach los muertos vivientes, que él estaba decidido a volverles la espalda a todos, excepto a aquellos benditos cadáveres silenciosos que tan bien conocía y que ahora volvían a ser sus compañeros.

Al fin y al cabo, un hombre solo, ¿qué puede hacer?, se preguntó melancólico.

Nada.

¿Qué se puede esperar que haga?

Nada.

¿Quién puede esperar que haga algo?

Nadie.

Alfred se repitió este pensamiento: «nadie». Recordó la maravillosa y terrible experiencia en Abarrach cuando había creído tener la certeza de que en el universo existía un poder benéfico supremo, de que no estaba solo como había creído todos esos años.

Pero este sentimiento se había desvanecido, había muerto con el joven Jonathan, a quien habían destruido la muerte y los lázaros de Abarrach.

—Tendría que habérmelo imaginado —dijo Alfred con tristeza—. O quizás Haplo tenía razón. Tal vez yo mismo creé esa visión que todos experimentamos y no tuve conciencia de haberlo hecho, tal como sucede con mis desvanecimientos, o como cuando formulé el hechizo que privó de su vida mágica a los muertos. Y, si eso es así, entonces también es cierto lo que dijo Haplo. Yo conduje a la muerte al pobre Jonathan. Engañado por falsas visiones y promesas, se sacrificó para nada. —Escondió la cabeza entre las trémulas manos y hundió los hombros—. Donde quiera que voy, siembro el desastre, así que no iré a ningún otro sitio. No quiero hacer nada. Me quedaré aquí. A salvo, protegido, rodeado de los que una vez amé.

De cualquier forma, no podía pasar el resto de su vida en el suelo. Existían otras salas, otros lugares a donde ir. Hubo un tiempo en que los sartán habían vivido allí abajo. Temblando, entumecido y con el cuerpo dolorido, intentó ponerse en pie. Pero los pies y las piernas tenían distinta intención, se resistieron a ponerse en marcha y se desmoronaron bajo su peso. Cayó, pero continuó resuelto a seguir intentándolo y, tras unos momentos, lo consiguió. Cuando al fin se levantó, observó que sus pies parecían inclinados a tomar una dirección contraria a la que él se había propuesto.

Una vez que todas las partes de su cuerpo se pusieron más o menos de acuerdo, Alfred se impulsó hacia los compartimientos de cristal para dar un afectuoso saludo a aquellos que había abandonado tanto tiempo atrás. Los cuerpos de los ataúdes nunca le devolverían el saludo, nunca pronunciarían palabras de bienvenida. Jamás abrirían los ojos para mirarlo con amistosa satisfacción. Pero su presencia y la paz que de ésta emanaba lo reconfortaban.

Se sentía reconfortado y lo invadía la envidia.

Nigromancia. El pensamiento revoloteó en su mente como si se tratara de un murciélago: «Puedes devolverles la vida».

Pero la terrorífica sombra planeó sobre él sólo un instante. No se dejó tentar. Había sido testigo de las espantosas consecuencias que la magia negra había tenido en Abarrach. Y tenía la horrible sensación de que la nigromancia había matado a aquellos amigos suyos, les había robado la fuerza vital para insuflársela a quienes, según sospechaba, no la deseaban.

Fue directamente a un ataúd que le era bien conocido. En él yacía la mujer que amaba. Después de las horribles visiones de tumulto y muerte que había presenciado en Abarrach, necesitaba verla durmiendo en paz. Con cariño y lágrimas en los ojos, puso las manos en la cara externa de la ventana de cristal tras la que ella se encontraba y apretó la frente contra el vidrio.

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