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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (38 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Su única preocupación era que aquellos sartán resultaran ser parecidos a Alfred. Haplo reflexionó unos instantes sobre ello y movió la cabeza. No; por lo que sabía de Samah, por los documentos conservados en el Nexo, el Gran Consejero era tan distinto de Alfred como el mundo del aire, luminoso y exuberante, lo era del mundo de la tierra, oscuro y sofocante.

—Lo siento, pero tengo que dejarte solo durante un rato...

Alake le estaba diciendo algo respecto a que tenía que ir a ver a su madre. La muchacha lo miraba con ansiedad, temerosa de contrariarlo. Haplo le dirigió una sonrisa.

—Puedo arreglármelas por mí mismo. Y no tienes que preocuparte de entretenerme, pese a que me encanta tu compañía. Iré a dar una vuelta para conocer un poco mejor a tu pueblo.

—Te caemos bien, ¿verdad? —inquirió Alake, devolviéndole la sonrisa.

—Sí —contestó Haplo, y sólo cuando la palabra hubo salido de sus labios se dio cuenta de que lo había dicho en serio—. Sí, Alake, me gusta tu gente. Me recuerda..., me recuerda un sitio donde estuve hace tiempo...

Dejó la frase a medias y permaneció en silencio. Algunos de aquellos recuerdos no eran especialmente gratos, pero experimentó un extraño alivio al darles la bienvenida después de una larga ausencia.

—Ella debía de ser muy hermosa —apuntó Alake, un tanto abatida.

Haplo se volvió a mirarla rápidamente. ¡Mujeres! Mensch, patryn... todas eran iguales. ¿Qué era lo que les daba aquella extraña capacidad para introducirse en la cabeza de un hombre y hurgar en los rincones oscuros que éste creía ocultos a todos?

—Sí, lo era —respondió, y se dio cuenta de que había hecho aquella confesión sin querer. Era aquel lugar. Se parecía demasiado a su hogar—. Será mejor que te apresures. Tu madre estará preguntándose dónde te has metido.

—Si te he hecho daño, lo siento —dijo ella con suavidad. Alargó su mano, rozó la de Haplo y entrelazó sus dedos en los de él.

Su piel era fina y suave; sus manos, fuertes. Los dedos de Haplo se cerraron en torno a los de ella y atrajeron la mano más cerca de sí. El patryn no reflexionaba sobre lo que estaba haciendo. Sólo sabía que la muchacha era hermosa y que su presencia daba calor a una parte helada de su ser.

—Un poco de dolor es bueno para todos —respondió a Alake—. Nos recuerda que estamos vivos.

La muchacha no entendió a qué se refería, pero se sintió reconfortada por su actitud y se alejó. Haplo la siguió con la mirada hasta que el dolor voraz y solitario que lo roía por dentro lo hizo sentirse
demasiado
vivo. Se puso en pie, estiró los brazos hacia el cálido sol y salió de la casa para unirse a los jóvenes guerreros en la cacería.

La batida fue prolongada, excitante y ardua. La fiera que perseguían, de la que Haplo no averiguó nunca el nombre, era astuta, vivaz y salvaje. El patryn renunció deliberadamente a emplear la magia y descubrió que le encontraba gusto a aquel exigente ejercicio físico, que disfrutaba enfrentando inteligencia y músculos a su oponente.

El acoso y la persecución se prolongaron durante horas; la caza en sí, a base de lanzas y redes, resultó tensa y peligrosa. Varios hombres resultaron heridos y uno estuvo cerca de ser atravesado por el cuerno que, como una espada, coronaba la cabeza de la fiera. Haplo se lanzó hacia el joven y, arrastrándolo, lo alejó de la zona de peligro. El cuerno llegó a rozar la piel del patryn pero, protegido como estaba por las runas, no le causó ningún daño.

Haplo no había corrido peligro en ningún momento, pero los humanos lo ignoraban y lo aclamaron como el héroe del día. Al final de la cacería, cuando los jóvenes regresaron cantando al campamento, el patryn disfrutó de su camaradería y de la sensación de pertenecer, una vez más, a una comunidad.

Aquella sensación no duraría mucho. Así había sucedido siempre en el Laberinto. Haplo era un corredor. Pronto empezaría a sentirse inquieto e incómodo, a tropezar con muros que sólo él podía ver. Pero, de momento, se permitió disfrutar de ella.

—Estoy ganándome su confianza —se dijo como excusa. Presa de un agradable cansancio, regresó a la cabaña que ocupaba con la intención de acostarse y descansar un rato hasta el banquete nocturno—. Ahora, estos humanos me seguirán a cualquier parte. Incluso a luchar contra un enemigo muy superior.

Se echó en el camastro y el dolor caliente de la fatiga relajó sus músculos y su mente. Lo asaltó entonces el recuerdo inoportuno de las instrucciones de su señor.

«Tienes que ser un observador. No emprendas ninguna acción que pueda delatar tu condición de patryn. No alertes de nuestra presencia al enemigo.»

Pero el Señor del Nexo no podía haber previsto que su servidor diera con Samah, el Gran Consejero. Con Samah, el sartán que había encarcelado a los patryn en el Laberinto. Samah, el responsable de las torturas, los sufrimientos y las muertes que había padecido el pueblo de Haplo a lo largo de incontables generaciones.

—Cuando vuelva, lo haré con Samah y así mi señor volverá a confiar en mí y a considerarme hijo suyo...

Debió de quedarse dormido pues, de pronto, se incorporó de un salto, alarmado al percibir que había alguien más en la cabaña. Su reacción, rápida e instintiva, sobresaltó a Alake, quien se apartó de él un par de pasos involuntariamente.

—Yo... lo siento —murmuró Haplo cuando, al suave brillo de la luz de las hogueras encendidas en el exterior, advirtió de quién se trataba—. No pretendía saltarte encima. Es sólo que me has cogido por sorpresa...

Sí, había sido un sueño. Haplo aún trataba de calmar el acelerado latir de su corazón.

—No, no te vayas.

El sueño acechaba en los márgenes de su mente, pero Haplo no tenía ninguna prisa por permitir que se adueñara de él otra vez.

—Eso huele bien... —murmuró, aspirando los apetitosos aromas que transportaba la suave brisa nocturna.

—Te he traído algo de comer —asintió Alake, señalando la puerta. Los phondranos no comían nunca en el interior de las viviendas, sino al aire libre. Una medida muy razonable, que contribuía a mantener la casa limpia y libre de roedores—. Te has perdido la cena y he pensado..., es decir, mi madre ha pensado que..., que tal vez estarías hambriento.

—Lo estoy. Dile a tu madre que agradezco mucho su atención —dijo Haplo con gravedad.

Alake sonrió, feliz de haberlo complacido. La muchacha siempre andaba haciendo cosas para él, le llevaba comida, le ofrecía pequeños regalos, cosas que ella misma hacía...

—Tienes la cama revuelta. Deja que la adecente un poco.

Alake dio un paso adelante. Haplo dio otro hacia la entrada de la choza. En la penumbra de ésta, los dos cuerpos chocaron. Antes de que Haplo supiera qué sucedía, unos brazos suaves lo rodearon, unos labios tiernos buscaron los suyos, una fragancia y una profunda calidez lo envolvieron.

El cuerpo del patryn reaccionó antes de que su cerebro pudiera evitarlo. Aún se sentía a medias en el Laberinto, y la muchacha era más una parte del sueño que una realidad. La besó con ardor, con rudeza, con la pasión de un hombre maduro, olvidando que tenía entre sus brazos a una niña. La estrechó contra sí y empezó a inclinarla sobre el camastro.

Alake emitió un jadeo desmayado, asustado.

El cerebro de Haplo se impuso por fin y lo devolvió a la realidad.

—¡Vete! —ordenó a Alake, apartándola de sí con brusquedad.

Ella, temblorosa, se detuvo en el umbral y se quedó mirándolo. No había estado preparada para la fuerza de aquella pasión; quizá la había tomado por sorpresa la respuesta de su propio cuerpo a lo que hasta entonces habían sido sueños y fantasías de chiquilla. Alake estaba asustada de él y de sí misma. Pero también había descubierto, de pronto, su propio poder.

—¡Tú me quieres! —susurró.

—No —replicó Haplo con aspereza.

—Me has besado...

—Alake... —empezó a decir Haplo, exasperado.

Pero no continuó. Contuvo las palabras frías y duras que se disponía a dirigirle. No le convenía herir a la muchacha, que sin duda correría llorando al lado de su madre. No podía permitirse ofender a los caudillos de los phondranos y, por mucho que le irritara reconocerlo, no quería herir los sentimientos de Alake. Lo que acababa de suceder allí había sido culpa suya.

—Alake —empezó de nuevo, sin convicción—, soy demasiado viejo. Ni siquiera soy de tu raza...

—Entonces ¿qué eres? Desde luego, no eres enano ni elfo...

«Pertenezco a un pueblo que queda fuera de tu entendimiento, chiquilla —pensó—. A una raza de semidioses que tal vez se dignarían a tomar a una mensch como entretenimiento, pero que jamás la tomarían por esposa.»

—No puedo explicártelo, Alake. Pero tú sabes que soy diferente. ¡Mírame! Mira el color de mi piel. Fíjate en mi cabello y en mis ojos. Además, soy un extraño. No sabes nada de mí.

—Sé todo lo que necesito saber —musitó la muchacha—. Sé que me salvaste la vida...

—Y tú, la mía.

Alake dio un paso hacia él con la mirada cálida y brillante.

—Eres valiente..., el hombre más valiente que conozco. Y atractivo. Sí, eres distinto, pero eso es lo que te hace especial. Y quizá me lleves unos años, pero yo también soy mayor para mi edad. Los chicos de mi edad me aburren.

Extendió las manos hacia Haplo, pero éste no movió las suyas de los costados. Por fin volvía a sentirse capaz de pensar con coherencia y se decidió a expresar lo que debería haber dicho desde el primer momento.

—Alake, tus padres no lo aprobarían.

—Quizá sí —replicó ella con un titubeo.

—No. —Haplo movió la cabeza—. Verás cómo tus padres repiten todo lo que acabo de decirte. Se enojarán, y con todo el derecho del mundo. Eres una princesa real. Tu matrimonio es muy importante para tu pueblo. Tienes responsabilidades. Debes casarte con un caudillo, o con el hijo de un caudillo. Yo no soy nadie, Alake.

La muchacha no lo soportó más. Hundió la cabeza, sus hombros se sacudieron incontroladamente y en sus pestañas brillaron unas lágrimas.

—Tú me has besado —insistió en un murmullo.

—Sí, no he podido evitarlo. Eres muy hermosa, Alake. Ella levantó la cabeza y lo miró, con el corazón en los ojos.

—Habrá una manera. Ya lo verás. El Uno no permitirá que dos que se aman vivan separados. No —le aseguró, con una mano alzada—, no tengas miedo. Te comprendo, y no les diré nada a mis padres. No le contaré nada de esto a nadie. Será nuestro secreto hasta que el Uno me muestre la manera de poder estar juntos.

Alake depositó un beso tierno y trémulo en su mejilla, dio media vuelta y salió de la choza a toda prisa.

Haplo la vio alejarse, frustrado, furioso con ella, consigo mismo y con las circunstancias absurdas que lo habían arrojado a aquella situación. ¿Mantendría Alake su palabra de no decir nada a sus padres? Le pasó por la cabeza la idea de ir tras ella, pero no tenía la menor idea de qué decirle. ¿Cómo podía explicarle que no la había besado a ella, sino a un recuerdo evocado por aquellos parajes, por la cacería, por el sueño?

CAPÍTULO 20

PHONDRA

CHELESTRA

Haplo pasó el ciclo siguiente en guardia, esperando la mirada o el gesto que indicara que Dumaka había descubierto que su huésped andaba jugando con los sentimientos de su hija.

No obstante, Alake mantuvo su palabra, demostrando ser más fuerte de lo que Haplo había sospechado. Cuando la muchacha estaba en su compañía (circunstancia que Haplo procuraba por todos los medios evitar, pero que a veces no podía remediar), se mostraba reservada, cortés y digna. Ya no le llevaba pequeños regalos, ni escogía los bocados más selectos del cocido para ofrecérselos.

Y Haplo tuvo pronto otros problemas de que ocuparse.

El contingente enano llegó el duodécimo ciclo. Yngvar trajo con él un grupo numeroso, compuesto por los ancianos y varios jefes militares.

Los enanos fueron recibidos solemnemente por Dumaka, su esposa, miembros del consejo de tribus y por el Concilio de Magos. Una cueva cercana, cuyas frescas cámaras eran utilizadas para almacenar frutas y verduras y un vino bastante notable que elaboraban los humanos, fue despejada y ofrecida a los enanos durante el tiempo que durara su estancia en Phondra. Según explicó Yngvar a Haplo, ningún enano podía dormir tranquilo bajo un techo de paja. Él y los suyos necesitaban sentir sobre sus cabezas algo sólido, como una montaña.

Haplo se alegró de ver a los enanos. Su llegada desvió de él una atención que no deseaba y fue un anuncio de que el momento de ponerse en marcha quedaba mucho más próximo. Haplo ya estaba dispuesto para la acción, pues el incidente con Alake había tenido el benéfico efecto de cortar de raíz aquel breve período de euforia idílica.

Estaba ávido de noticias y los enanos traían algunas.

—Las serpientes dragón están reconstruyendo los cazadores de sol —informó Yngvar—. Como él anunció que harían —añadió, señalando a Haplo con un gesto de cabeza.

Los jefes de las familias reales se habían reunido en privado después de la cena. Las conversaciones oficiales, en las que participarían todos los miembros de las respectivas delegaciones, no se celebrarían hasta la llegada de los elfos. Haplo había sido invitado a la reunión de los monarcas, como huésped de honor de Dumaka. Se abstuvo en todo instante de intervenir en la conversación y se limitó a observar y escuchar en silencio.

—Es una buena noticia —dijo Dumaka.

El enano se retorció la barba y arrugó la frente.

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