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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (17 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—Bravo por los proverbios enanos —murmuré a mis patillas.

—Ya estoy preparada —anunció Alake, y yo respiré con alivio.

Mi amiga me prohibió que tomara nota de los detalles de la ceremonia, cosa que, por otra parte, me habría resultado imposible porque no entendía nada. Todo cuanto sabía es que estaba relacionada con bacalao en salmuera (el manjar favorito de los delfines, siempre que podían conseguirlo), la música de una flauta y los cánticos de Alake, entre palabras extrañas y ruidos propios de un pez. (Los humanos hablan la lengua de los delfines. Supongo que los enanos también podríamos, pero ¿para qué, si los delfines conocen el enano perfectamente?)

En un momento dado, durante el fragmento de flauta, me dormí y, cuando Alake volvió a hablar con palabras y voz normales, me desperté con un sobresalto.

—Ya está hecho. Los delfines vendrán a nosotros.

Desde luego, lo harían si echábamos el bacalao al agua. Pero en una vasija de plata, allí encima del altar, me pareció de muy poca utilidad. Quizá se figuraba que los atraería el olor.

Como cabe imaginar, no creo demasiado en la magia humana o élfica, y es fácil adivinar mi sorpresa cuando oímos y notamos una sacudida en el casco del barco.

—Han venido —se alegró Alake, y corrió hacia la cámara de agua para darles la bienvenida; las cuentas del cabello entrechocaron y los pies desnudos (los humanos casi nunca llevan zapatos) se movieron deprisa por la cubierta.

Miré a Devon, que se encogía de hombros y levantaba las cejas. Él conocía un hechizo mágico para llamar a los delfines que no hacía ningún ruido. Me aseguró que, pese a ello, esos animales lo oían y lo hallaban agradable.

Ambos nos precipitamos tras Alake.

El barco consta de cuatro cubiertas, numeradas de inferior a superior. No era muy grande, comparado con los sumergibles, pero suficiente para la familia real, que lo utilizaba de vez en cuando en sus hundimientos hacia los otros reinos.

La cuarta cubierta es la más alta (si no se cuenta la exterior). Aquí se encuentra la cabina de observación y un poco más allá la sala del piloto, a la que ninguno de nosotros se atrevía a acercarse. De la cabina desciende una escalerilla a través de un hueco que se abre en las demás cubiertas. En el extremo de popa de la sala de observación hay una serie de ventanas que permiten avistar el mar o la tierra, según la posición en que se encuentre el barco. El sol marino, que proyecta sus rayos en el agua, filtra en la cabina una alegre luz verdeazulada. Fuera, se halla la cubierta exterior con una baranda que la rodea. Sólo un humano estaría tan loco como para subir allí cuando el barco está en marcha.

La bodega de provisiones está en la cubierta tres. Detrás se encuentra la sala común, donde se come, se bebe, se practica el tiro de hacha o simplemente se pasa el rato. Esta habitación tiene numerosas ventanitas a los lados. Pasada esta sala, están los camarotes de la familia real y la tripulación, el cuarto de las herramientas y la sala de impulsión, donde la magia de los cristales élficos propulsa el barco.

Las cubiertas dos y tres se utilizan principalmente como espacio de carga, además de alojar la cámara de agua —un elemento importante—. Si no eres un enano, probablemente te preguntarás qué es una cámara de agua. Como ya he mencionado, ningún enano sabe nadar (ni quiere aprender). Uno de mi raza que caiga en el mar seguramente se hundirá hasta la base de Chelestra, a menos que sea rescatado y se lo lleve a tierra firme. Por eso, todos los barcos se construyen con una cámara de agua, que se utiliza para salvar a cualquiera que caiga al mar.

Encontramos a Alake sentada cerca de la base, con la cara aplastada contra una portilla y mirando fijamente el agua. Al oírnos llegar, se dio la vuelta. Tenía los ojos abiertos de par en par.

—No son los delfines. Es un humano, por lo menos eso creo —añadió sin demasiada convicción.

—¿Lo es o no lo es? —inquirí—. ¿No lo sabes?

—Mira tú misma. —Alake parecía contrariada.

Devon y yo nos pegamos a la portilla, y él tuvo que inclinarse casi hasta la mitad de su altura para ponerse a mi nivel.

Con toda seguridad, aquello parecía un hombre humano. O quizá fuera más correcto decir que no parecía elfo ni enano. Era más alto que un enano, no tenía las orejas puntiagudas y los ojos eran redondos en lugar de almendrados. Pero su color no era el de un humano. Su piel tenía una tonalidad blanca como la masa del pan. Los labios eran de color azul y unas manchas de color púrpura le rodeaban los ojos que se hundían en la cabeza. Iba medio desnudo, cubierto sólo con unos pantalones ajustados y los restos de una camisa blanca hecha jirones. Se agarraba a una tabla y daba la impresión de estar en las últimas.

Al parecer, la sacudida la había provocado aquel hombre al chocar contra el casco. Nos vio a través de la portilla y observamos que hacía un débil intento de golpear el costado del barco. Estaba muy débil, y los brazos le colgaban inertes como si no tuviera energía para levantarlos. Se hallaba desplomado sobre el tablón, con las piernas hundidas en el agua.

—Sea lo que sea no va a durar mucho tiempo —comenté.

—Pobre hombre —murmuró Alake, y la compasión suavizó el brillo de sus ojos oscuros—. Tenemos que ayudarlo —dijo enérgicamente al tiempo que se dirigía hacia la escalera que lleva a la cubierta dos—. Lo subiremos a bordo y le daremos calor y comida. —Miró hacia atrás y vio que ninguno de los dos se movía—. ¡Vamos! Debe de pesar lo suyo. No podré arrastrarlo yo sola.

Humanos. Siempre dispuestos a actuar. Nunca se paran a pensar. Por fortuna, tenía una enana al lado.

—Espera, Alake. Para un momento. Piensa en qué estamos envueltos. Considera el destino que nos espera.

—Bueno, ¿qué hacemos? —Me miró con el entrecejo fruncido, enojada por mi oposición—. ¡Este hombre se está muriendo! No podemos dejarlo ahí.

—Sería lo mejor que podríamos hacer por él —respondió Devon con amabilidad.

—Si lo rescatamos ahora, tal vez sólo lo salvemos para conducirlo a un destino más terrible.

Me dolía tener que ser tan franca, pero a veces es la única manera de hacerles ver algo a los humanos. Alake comprendió por fin a lo que me refería y pareció que se encogía. Juraría que se hacía pequeña mientras la mirábamos. Se recostó contra la escalera y, con los ojos bajos, deslizó distraídamente la mano por los lisos peldaños de madera.

El barco tomaba velocidad. Pronto dejaríamos atrás al hombre. Él se había dado cuenta y, al límite de sus fuerzas, intentaba remar tras nosotros. La imagen era tan escalofriante que me volví. Pero debí imaginar que Alake no lo soportaría.

—El Uno lo envía —aseguró mientras ascendía por la escalera—. El Uno nos lo envía en respuesta a mis oraciones. ¡Tenemos que salvarlo!

—Invocaste a un delfín —puntualicé, enfadada. Alake no contestó, pero me miró con reproche.

—No blasfemes, Grundle. ¿Puedes manejar esto?

—Sí, pero necesitaré la ayuda de Devon —gruñí, y me dispuse a seguirla.

En realidad, podría haberlo hecho sola, pues soy más fuerte que el príncipe élfico, pero quería hablar con él. Le dije a Alake que vigilara al humano y conduje a Devon a la cubierta dos, la parte superior de la cámara de agua. Atisbé por una ventana el soleado interior y giré la manivela de la escotilla para cerciorarme de que estaba cerrada herméticamente. Devon vino a ayudarme.

—¿Qué ocurrirá si no lo envía el Uno? —susurré con urgencia en el oído del elfo—. ¿Qué pasará si lo mandan las serpientes dragón para espiarnos?

—¿Crees que eso es posible? —preguntó mientras trataba de ayudar pero sólo conseguía interponerse en mi camino. Parecía trastornado.

—¿Tú no? —repliqué, apartándolo de un empujón.

—Puede ser. Pero ¿qué querrán? Ya nos tienen. No podemos escapar aunque queramos.

—¿Por qué hacen todo esto? Lo único que sé es que no voy a confiar sin más en ese humano, si es eso lo que es. Y me parece que será mejor que vuelvas a ser Sadia.

Me giré para descender la escalera, y Devon me siguió tropezando con los faldones.

—Sí, tal vez estés en lo cierto. Pero ¿qué hay de Alake? Estará de acuerdo con nosotros. Tienes que decírselo.

—No, yo no. Creerá que es otra excusa para desembarazarme de él. Díselo tú. Te escuchará. Anda, ve. Yo me las arreglaré sola.

De nuevo estábamos en la cubierta uno. Devon fue a encontrarse con Alake y yo pude, por fin, continuar con mi trabajo sin que me molestaran. No escuché su conversación, pero advertí que en un primer momento no coincidía con nosotros, porque vi cómo sacudía la cabeza haciendo repicar con fuerza sus pendientes.

Pero Devon tenía mucha más paciencia con ella que yo, y poco a poco la fue convenciendo. Alake me miró y miró al hombre, con expresión pensativa y preocupada. Finalmente asintió, afligida.

Frente al bajo ventanal que daba a la cámara de agua, manipulé las palancas y las bajé con fuerza. Un panel ubicado en el casco se abrió. El agua espumosa borboteó y penetró en la cámara, al tiempo que arrastraba a numerosos peces indignados (que no eran delfines) y al humano.

Esperé a que el agua alcanzara el nivel adecuado y cerré el panel.

—¡Lo tengo! —grité.

Volvimos corriendo a la cubierta dos, la cima de la cámara. La abrí y escudriñé la profundidad. Si hubiera sido un enano, habría quedado en el fondo y habríamos tenido que usar las pinzas para sacarlo. Pero, como era un humano, nadó hasta la superficie y flotó, a una brazada de distancia respecto a nosotros.

—Alake y yo lo sacaremos, Devon —le dije con dulzura—. Tú ve a cubrirte con el velo.

Devon se marchó. Mi amiga se acercó para ayudarme, y entre las dos llevamos al hombre hacia el borde y lo alzamos hasta la cubierta. Cerré la compuerta y la sellé, abrí el panel superior para que pudieran salir los airados peces y puse en marcha las bombas. Después fui a ver a nuestra presa.

Cuando lo subimos a bordo y lo miramos de cerca, estuve a punto de cambiar de opinión. Si las serpientes dragón hubieran mandado un espía, habrían elegido algo mejor.

Tenía un aspecto lamentable, allí tirado en la cubierta, estremeciéndose de pies a cabeza, entre ataques de tos, convulsiones y vómitos acuosos; boqueaba como un pez fuera del agua. Era obvio que Alake nunca había visto nada igual. Por fortuna, yo sí.

—¿Qué le ocurre? —preguntó nerviosa.

—La temperatura de su cuerpo ha bajado mucho y se está reajustando para volver a respirar aire en lugar de agua.

—¿Cómo te lo explicas? ¿Qué podemos hacer por él?

—En ocasiones, los enanos caen al agua, de modo que sabría qué hacer si se tratara de un enano. Hacerlo entrar en calor por dentro y por fuera. Cubrirlo de mantas y hacerle beber todo el brandy que fuera capaz de tragar.

—¿Estás segura? —Alake dudaba—. Me refiero al brandy. «Borracho como un enano», se dice en Phondra. Pero ¿quién se supone que compra la mayor parte de nuestro licor?

—Hay que emborracharlo. ¿Por qué crees que boquea de esa manera? El cerebro le dice a su cuerpo que aún respira agua. Dale a su mente otra cosa en que pensar y el cuerpo volverá a respirar aire... para lo que está hecho —añadí con rudeza.

—Ya entiendo, Grundle. Tráeme una botella de brandy y mi bolsa de hierbas. Y si ves a Dev... Sadia dile que me traiga todas las mantas que encuentre.

Bueno, no parecíamos empezar con buen pie. Por suerte, el humano estaba ocupado luchando por su vida y no advirtió la equivocación de Alake. Me dirigí a la bodega para buscar el licor y en el camino de vuelta me tropecé con Devon. Subía con el velo puesto y un chal sobre los hombros que ocultaba los desgarrones de las costuras. Le expliqué las instrucciones de Alake, y volvió a su camarote para reunir las mantas.

Proseguí mi camino mientras reflexionaba sobre lo que Alake había dicho. Me extrañaba que aquel humano estuviera tan desacostumbrado al agua. Los phondranos pasan tanto tiempo en el Mar de la Bondad como en tierra y, en consecuencia, no sufren esa enfermedad que los enanos llamamos «envenenamiento por agua». Era evidente que no era de Phondra. Pero, entonces, ¿quién era y de dónde procedía?

Aquello superaba la comprensión de un enano.

Una vez en la bodega, cogí una de las botellas, la descorché y tomé un trago sólo para cerciorarme de que el brandy estaba bueno.

Lo estaba. Parpadeé.

Di uno o dos tragos más. Volví a taparla y corrí a llevársela a nuestro pasajero. Alake y Devon lo habían colocado en una silla enganchada a una cuerda que se podía subir y bajar por el hueco de la escalera, la cual se utilizaba para trasladar a los heridos y para uso de aquellos cuya corpulencia les impedía trepar por los peldaños. Llevamos al hombre a las habitaciones de la tripulación en la cubierta dos y lo instalamos en un pequeño camarote.

Por fortuna, podía caminar, aunque le temblaban las piernas como a un gatito recién nacido. Alake extendió un montón de mantas. Se dejó caer sin fuerzas sobre ellas y lo cubrimos con unas cuantas más. Todavía boqueaba y sufría mucho.

Le ofrecí la botella. Pareció entender, porque se movió hacia mí. Acercó los labios y bebió un sorbo. El ahogo se convirtió en tos, y por un momento temí que el remedio acabara con él, pero se recuperó. Tomó unos cuantos tragos más y después se echó otra vez sobre las mantas. Su respiración se normalizó. Nos miró a uno detrás de otro y sus ojos tomaron nota de todo cuanto veían, sin excluir nada.

De repente, se apartó las mantas. Alake reaccionó como una gallina a quien se le hubiera escapado el polluelo de debajo de las alas.

El humano hizo caso omiso de ella. Se miraba los brazos. Se los contempló largo rato, mientras se los frotaba frenético. Clavó la mirada en el dorso de las manos. Cerró los ojos con amarga desesperación y volvió a hundirse entre las mantas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alake en humano al tiempo que se arrodillaba junto a él—. ¿Estás herido? ¿Podemos ayudarte en algo?

Hizo el gesto de tocarle el brazo, pero él lo apartó y gruñó como un animal herido.

—No voy a hacerte daño —insistió—. Sólo quiero ayudarte. Continuó con los ojos fijos en ella y frunció el entrecejo con ira y frustración.

—Alake —dije con suavidad—. No te entiende. No comprende lo que le dices.

—Pero si hablo en humano...

—Dev... Sadia, inténtalo tú —rogué tartamudeando como Alake—. Quizá no sea humano, después de todo. El elfo se bajó el velo a la altura de la boca.

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