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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (20 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Recordó los momentos terribles después de recuperar la conciencia a bordo de la embarcación, al descubrirse rodeado de mensch y saberse indefenso y desvalido. ¡Ni siquiera había podido entender lo que le decían!

No importaba que fueran mujeres muy jóvenes, con aspecto casi de recién salidas del cuarto de los niños. Tampoco importaba que le hubieran tratado con amabilidad y gentileza o que lo hubieran observado con sorpresa, simpatía y lástima. Lo importante era que aquellas jóvenes habían tenido el dominio de la situación. Haplo, débil por el agotamiento y el hambre, privado de su magia, había estado a su merced. Por un momento, se había arrepentido amargamente de haber pedido su ayuda. Habría sido mejor perecer.

Pero, ahora, la magia volvía. Su poder se reavivaba. Igual que las runas, la magia aún era débil. No podía hacer gran cosa, más allá de las estructuras rúnicas más rudimentarias; había regresado a sus facultades mágicas de la infancia. Podía entender idiomas y hablarlos; probablemente sería capaz, si era necesario, de proveerse de alimento, y tenía el poder de curar cualquier herida de poca importancia que se causara. Y eso era todo.

Al pensar en lo que le faltaba, Haplo se sintió de pronto irritado y lleno de frustración. Se obligó a tranquilizarse. Ceder a la cólera significaba perder el control otra vez.

—Paciencia —se dijo, tendido de espaldas en el catre—. Aprendiste a tenerla en el Laberinto, y lo aprendiste de la manera más dura. Tranquilízate y ten paciencia.

No parecía correr ningún peligro, aunque no estaba claro cuál era exactamente su situación. Había intentado hablar con las tres muchachas mensch pero éstas se habían mostrado tan asombradas por el hecho de que, de pronto, utilizara su idioma —y por el aspecto alarmante de las runas de su piel— que habían huido de su lado antes de que pudiera hacerles más preguntas.

Haplo había esperado, tenso, a que algún otro mensch de más edad entrara a preguntar qué sucedía. Pero no se presentó ninguno. Allí tumbado, pese a sus esfuerzos por escuchar algo, no captó otro ruido que el crujido de las cuadernas de la nave. De no parecer demasiado improbable, casi habría dicho que las tres jóvenes y él eran los únicos a bordo.

«Fui demasiado duro con ellas —reflexionó—. Tendré que tomármelo con calma y tener cuidado de no sobresaltarlas otra vez. Estas muchachas podrían serme de utilidad. Tengo la impresión de que pronto voy a conseguir otra nave», concluyó, mirando a su alrededor con satisfacción.

A cada momento se sentía más fuerte y justo acababa de decidirse a correr el riesgo de abandonar el camarote e ir en busca de alguien, cuando escuchó unos leves golpes de nudillos en la puerta. Rápidamente, volvió a tenderse, se tapó con la manta y fingió estar dormido.

La llamada a la puerta se repitió y Haplo oyó voces —tres voces— discutiendo qué hacer. La puerta crujió y empezó a abrirse lentamente. El patryn imaginó sin esfuerzo que unos ojos se asomaban por la rendija.

—¡Vamos, Alake!

Quien hablaba era la enana, con su voz grave y áspera.

—¡Pero si está dormido! Me temo que lo despertaré.

—Tú deja la comida en el suelo y sal enseguida.

Ésta era la voz de una doncella élfica, ligera y aguda, pero Haplo se descubrió pensando que había algo en ella que no terminaba de estar bien.

Haplo escuchó el sonido de unos pies desnudos que penetraban en el camarote y consideró que era el momento de despertarse despacio, con cuidado de no asustar a nadie. Exhaló un profundo suspiro, cambió de postura y emitió un gruñido. Las pisadas se detuvieron al momento y el patryn captó cómo la muchacha contenía la respiración.

Abrió los ojos, la miró y sonrió.

—Hola —dijo en el idioma de ella—. Alake, ¿no es eso?

La muchacha era humana, y una de las mujeres más atractivas que Haplo había visto. «Cuando crezca —pensó para si— será una belleza.» Su piel era de un color negro suave, aterciopelado. Sus cabellos, de tan negros, tenían un tono casi azulado y brillaban con la intensidad de un ala de corneja. Tenía los ojos grandes y de un tono castaño difuminado. Pese a su comprensible alarma, permaneció donde estaba y no salió huyendo.

—Eso huele bien —continuó el patryn, alargando las manos hacia la comida—. No sé cuánto tiempo he estado a la deriva en el mar, sin nada que comer. Días, tal vez. Alake, así te llamas, ¿verdad? —repitió.

La muchacha depositó el plato en sus manos, con la mirada baja.

—Sí —respondió con timidez—, me llamo Alake. ¿Cómo lo has sabido?

—Un nombre encantador —respondió él—. Casi tanto como la chica que lo lleva.

Su comentario fue recompensado con una sonrisa y una caída de sus larguísimas pestañas. Haplo empezó a comer una especie de estofado y una rebanada de pan rancio.

—No os vayáis —murmuró con la boca llena. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo hambriento que estaba—. Entrad. Hablemos.

—Teníamos miedo de perturbar tu descanso —empezó a responder Alake, volviéndose hacia sus dos compañeras, que no habían pasado de la puerta.

Haplo movió la cabeza y señaló el catre con un pedazo de pan. Alake se sentó a su lado, pero no lo bastante cerca como para ser considerada atrevida. La doncella élfica se coló en el camarote y se acomodó en una silla que encontró en un rincón en sombras. Se movía con torpeza, carente de la gracia que Haplo siempre había asociado con los elfos. Pero quizás ello se debía a que llevaba un vestido que parecía demasiado pequeño para ella. Un chal le cubría los brazos, y un largo velo de seda le envolvía el rostro y la cabeza, dejando a la vista únicamente sus almendrados ojos.

La enana entró pisando enérgicamente con sus cortas y gruesas piernas, se acuclilló en el suelo, cruzó los brazos y miró a Haplo con profunda suspicacia.

—¿De dónde vienes? —preguntó, en el idioma enano.

—¡Grundle! —la riñó Alake—. Déjalo que termine de comer. La enana no le hizo caso.

—¿De dónde vienes? ¿Quién te envía? ¿Las serpientes dragón?

Haplo se tomó tiempo para contestar. Rebañó el cuenco con el pan y pidió algo que beber. La enana, sin una palabra, le pasó una botella de un licor de aroma intenso.

—¿Prefieres agua? —inquirió Alake, impaciente.

Haplo pensó que había tenido agua suficiente para toda una vida, pero no quería perder sus facultades en el fondo de una botella de licor, de modo que asintió.

—Grundle... —empezó a decir Alake.

—Iré yo —murmuró la muchacha élfica, y abandonó el pequeño camarote.

—Me llamo Haplo... —comenzó.

—Eso ya nos lo dijiste anoche —lo cortó Grundle.

—¡No interrumpas! —intervino Alake, fulminando a su amiga con una mirada colérica.

Grundle murmuró algo por lo bajo y apoyó la espalda en el mamparo, con sus menudos pies extendidos delante de ella.

—La nave en la que viajaba naufragó. Logré escapar y estuve a flote en el agua hasta que me encontrasteis y tuvisteis la bondad de subirme a bordo. —Haplo dirigió una nueva sonrisa a Alake, quien bajó la mirada y se puso a jugar con los adornos de cobre que llevaba en el pelo—. En cuanto a de dónde vengo, es probable que no hayáis oído nunca el nombre, pero es un mundo muy parecido al vuestro.

Era una respuesta suficientemente segura. Pero Haplo debería de haber sabido que no satisfaría a la enana.

—¿Una luna marina como la nuestra?

—Algo parecido.

—¿Cómo sabes qué aspecto tiene la nuestra?

—Lo único que sé es que todas las... hum..., las lunas marinas de Chelestra son iguales —contestó el patryn. Grundle lo señaló con un dedo acusador.

—¿Por qué llevas dibujos en la piel?

—¿Por qué llevan barba los enanos? —replicó Haplo.

—¡Ya basta, Grundle! —intervino Alake—. Lo que dice resulta perfectamente lógico.

—Sí, habla bastante bien —repuso la enana—. Aunque no dice gran cosa, si te has fijado. Pero me gustaría oír lo que tenga que decir sobre las serpientes dragón.

La doncella élfica había regresado con el agua. Le tendió la jarra a Haplo al tiempo que decía en voz baja:

—Grundle tiene razón. Necesitamos saber cosas de las serpientes dragón.

Alake dirigió una sonrisa de disculpa al patryn.

—Sadia y Grundle temen que te hayan enviado las serpientes dragón para espiarnos. No se me ocurre por qué tendrían que hacer tal cosa, si ya somos sus cautivas y acudimos voluntariamente a afrontar nuestro destino...

—¡Espera! Más despacio. —Haplo levantó la mano para detener el torrente y miró a las jóvenes—. No estoy seguro de comprender lo que estáis contando pero, antes de que sigáis, dejad que os diga que la persona que me envía es mi amo y señor. Un hombre, y no un dragón. Y, por lo que he visto de los dragones en mi mundo, no haría nada en absoluto por ellos, salvo matarlos.

Haplo dijo todo esto con calma, empleando un tono y unos ademanes convincentes. Además, sus palabras decían la verdad. En el Laberinto, los dragones eran seres inteligentes y temibles. Había visto otros dragones durante sus viajes, malvados unos, presuntamente buenos otros, pero nunca había encontrado en aquellas criaturas nada que le inspirase confianza.

—Bien —continuó Haplo, viendo cómo la enana abría la boca—, ahora podríais contarme qué hacéis las tres solas a bordo de esta embarcación.

—¿Quién dice que estamos solas? —replicó Grundle, pero su protesta era débil y desanimada.

No era tanto que las tres muchachas le creyeran, entendió Haplo, como que deseaban creerle. Y, una vez que hubo escuchado su relato, el patryn comprendió por qué.

Escuchó con aparente tranquilidad la historia que narraba Alake. Por dentro, estaba furioso. Si hubiese creído en un poder superior que controlara su destino (creencia que desde luego no compartía, pese a los trucos de Alfred para convencerlo de lo contrario),
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habría pensado que el poder superior se estaba riendo con ganas. Debilitado en su magia, más débil de lo que había estado en toda su vida, Haplo había conseguido ser rescatado por tres corderos sacrificiales que corrían mansamente al encuentro de la inmolación.

—¡No diréis todo eso en serio!

—Claro que sí —afirmó Alake—. Es por el bien de nuestro pueblo.

—¿Y habéis accedido a hacerlo? ¿No habéis tratado de huir?

—No, y tampoco querríamos hacerlo —añadió Grundle con firmeza—. Nosotras tomamos la decisión. Nuestros padres ni siquiera sabían que nos íbamos. Habrían intentado detenernos.

—¡Y habrían hecho bien! —Haplo dirigió una mirada furibunda al trío. Corriendo mansamente hacia la muerte... ¡y llevándolo a él consigo!

La voz de Alake se redujo a un susurro.

—Crees que somos tontas, ¿verdad?

—Sí —respondió Haplo con toda franqueza—. Esas serpientes dragón, por lo que me habéis contado, han torturado y matado gente. ¿Creéis que van a mantener su palabra, aceptar tres sacrificios, y retirarse como si tal cosa?

Grundle carraspeó sonoramente, taconeó con fuerza sobre la cubierta y dijo:

—Entonces ¿por qué ofrecer un trato? ¿Qué sacan las serpientes dragón con ello? ¿Por qué no se limitan a matarnos y terminan con el asunto sin más?

—¿Qué consiguen las serpientes dragón, preguntas? Yo te diré qué consiguen. Sembrar el miedo, la angustia, el caos. En mi tierra tenemos criaturas que viven del miedo, que se ceban con él. Piensa en ello. Si son tan poderosas como decís, esas serpientes dragón podrían haberse presentado de noche y atacar vuestras lunas marinas. Pero no. ¿Qué han hecho? Venir de día, crear el pánico entre pequeños grupos de vuestros pueblos, proclamar mensajes, exigir sacrificios... ¡Y mirad los resultados!

Ahora, vuestros pueblos están más aterrorizados que si hubieran de hacer frente a un ataque imprevisto. Y que vosotras tres hayáis escapado de esta manera no hace sino empeorar las cosas para vuestros pueblos. No mejorarlas.

Alake se amilanó bajo la mirada iracunda de Haplo. Incluso la terca Grundle pareció perder su actitud desafiante y empezó a darse nerviosos tirones de sus largas patillas. Sólo Sadia, la doncella élfica, permaneció fría y calmada. Continuó sentada en su taburete, con la espalda muy recta, erguida y con aspecto distante y reservado, como si sólo ella estuviera satisfecha con su decisión. Para ella, nada de cuanto había dicho Haplo cambiaba las cosas.

Era extraño. Pero la propia muchacha resultaba extraña, aunque Haplo no lograba precisar en qué. Había algo en ella...

¿Ella?

Haplo advirtió, de pronto, la postura de Sadia en su asiento. Cuando había tomado asiento, había mantenido las rodillas juntas, los tobillos cruzados recatadamente bajo la falda larga. Sin embargo, durante la larga narración de Alake sobre su terrible historia, la doncella élfica se había relajado, olvidando sus cautelas. Ahora estaba sentada con las piernas abiertas sobre el taburete bajo, con las rodillas separadas, las manos sobre ellas y los pies recogidos debajo.

«Si tengo razón —pensó Haplo—, esto va a servirme. No tendrán más remedio que estar de acuerdo conmigo.»

—¿Qué crees que está sucediendo ahora mismo en tu familia? —preguntó Haplo a Alake—. En lugar de prepararse para la guerra, como debería, tu padre tiene ahora miedo a hacer cualquier cosa. No se atreve a atacar a las serpientes dragón mientras te tienen cautiva. Lo corroe el remordimiento y día a día lo debilita la desesperación.

Alake estaba sollozando en silencio. Sadia alargó la mano y estrechó la de su amiga. Haplo se puso en pie y empezó a dar zancadas por el pequeño camarote.

—¡Y tú! —Se volvió en redondo hacia la enana—. ¿Y tu pueblo? ¿Qué hace? Procura armarse, o llora la pérdida de su princesa? Todos están allí, aguardando. Aguardando con esperanza y con temor. Y, cuanto más tiempo aguardan, más crece el miedo.

—¡Lucharán, seguro! —insistió Grundle, pero le tembló la voz.

Haplo no hizo caso de su protesta. Continuó su deambular, diez pasos en cada dirección, y cada vuelta lo acercaba más a Sadia, que estaba ocupada tratando de consolar a Alake.

Grundle se levantó de pronto, como impulsada por un resorte, y se plantó ante Haplo en actitud desafiante, con sus bracitos en jarras.

—Sabíamos que nuestro sacrificio podía ser en vano, pero nos pareció que, si existía la menor posibilidad de que las serpientes dragón cumplieran su parte del trato, merecía la pena intentar salvar a nuestros pueblos. Yo aún sigo pensando así. ¿Qué decís vosotras? ¿Alake? ¿Sadia?

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