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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (8 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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A nosotras tres nos habían dejado en la habitación de Sadia para que nos hiciéramos una «visita». Tan pronto como nuestras familias se fueron, nos apresuramos a buscar un lugar favorable desde el cual, como ya era habitual, poder escuchar la conversación.

Nuestros padres se hallaban en una terraza desde la cual se dominaba el Mar de la Bondad. Descubrimos una pequeña habitación (una nueva) que se había creado encima de la terraza, y Alake utilizó su magia para abrir un agujero que nos permitiera ver y escuchar con claridad. Nos apiñamos tan cerca de la nueva ventana como nos fue posible, con la prudencia de permanecer en la penumbra para evitar que nos vieran.

Mi padre les habló del ataque de las serpientes a los sumergibles.

—¿Todos los cazadores de sol han sido destruidos? —susurró Sadia con los ojos tan abiertos como le permitía su forma almendrada, típica de los elfos.

Pobre Sadia. Su padre nunca le contaba nada. Así de protegida era la vida de las hijas de los elfos. El mío siempre discutía sus planes con mi madre y conmigo.

—¡Shhh! —la regañó Alake, que trataba de escuchar.

—Te lo contaré más tarde —le prometí a Sadia mientras le apretaba la mano para calmarla.

—¿No existe ninguna posibilidad de arreglarlos, Yngvar? —preguntó Dumaka.

—No, a menos que esos magos tuyos sean capaces de volver a convertir las astillas en barcos sólidos —gruñó mi padre.

Hablaba con sarcasmo. Los enanos somos poco tolerantes con cualquier tipo de magia, pues consideramos que casi siempre tiene truco, aunque nos cuesta trabajo explicar en qué consiste. Sin embargo, podría asegurar que esperaba secretamente que los humanos dieran con la solución.

El rey de Phondra no respondió, lo cual era una mala señal. Por lo general, los humanos se apresuran a asegurar que su magia puede resolver cualquier problema. Desde la repisa de la ventana, vi la preocupación reflejada en el rostro de Dumaka.

Mi padre lanzó otro suspiro y removió incómodo su corpachón en la silla. Me compadecí de él. Los asientos estaban hechos para las esbeltas posaderas de los elfos.

—Lo siento, amigo mío. —Mi padre se mesó la barba, signo inequívoco de preocupación—. No quería ofenderte. Esas malditas bestias nos tienen cogidos por las patillas, por extraño que parezca, y a este enano no se le ocurre qué podemos hacer ahora.

—Me parece que te inquietas por nada —lo tranquilizó Eliason con un lánguido movimiento de la mano—. Has navegado hasta Elmas sin ningún sobresalto. Tal vez esas criaturas tenían en su cabeza de serpiente la idea de que los cazadores de sol representaban algún tipo de amenaza para ellas, y, ahora que los han hecho añicos, se han calmado y se han marchado para no volver a molestarnos más.

—«Señores del Mar», dijeron llamarse —les recordó mi padre con un centelleo en sus negros ojos—. Y lo decían en serio. Navegamos hasta aquí con su permiso. Estoy tan seguro como si me hubieran dado su consentimiento. Estaban acechando.

He sentido cómo nos observaban sus ojos verde rojizos durante todo el viaje.

—Sí, supongo que estás en lo cierto.

Dumaka se levantó bruscamente, se acercó a un muro bajo de coral y se quedó mirando los destellos que proyectaban las profundidades del calmado y plácido Mar de la Bondad. ¿Me jugó una mala pasada la imaginación o vi realmente el brillo de un rastro de aceite?

—Querido, creo que deberías contarles nuestras noticias —lo instó Delu, su esposa.

Dumaka no contestó de inmediato, sino que continuó de espaldas, sin dejar de mirar al mar con expresión sombría. Es un hombre alto, al que los humanos consideran atractivo. Su forma de hablar rápida y encendida, su paso veloz y la brusquedad de sus gestos siempre daban la impresión, en el parsimonioso reino de Elmas, de que lo hacía y decía todo con el doble de velocidad. Sin embargo, ahora no iba y venía de aquí para allá con la enérgica actividad que lo caracterizaba, en su intento de dominar la condición de mortal que acabaría por imponerse inevitablemente.

—¿Qué le pasa a tu padre, Alake? —cuchicheó Sadia—. ¿Acaso está enfermo?

—Espera y escucha —le contestó Alake en un susurro. Tenía una expresión triste—. Los padres de Grundle no son los únicos que tienen un relato terrible que contar.

El cambio operado en su amigo debió de trastornar a Eliason tanto como a mí. Se puso de pie con los lánguidos movimientos y la gracia elegante propia de los elfos y apoyó una mano en el hombro de Dumaka, reconfortándolo.

—Las malas noticias, como el pescado, no por guardarse mucho tiempo huelen mejor —lo animó con amabilidad.

—Sí, tienes razón. —El rey de Phondra no apartó la vista del mar—. He intentado no contaros nada de esto a ninguno, porque no estaba seguro de los hechos. Los magos están investigando. —Cruzó una mirada con su mujer, que era una poderosa hechicera, y ella inclinó la cabeza como respuesta—. Quería esperar sus informes. Pero... —Suspiró profundamente—. Ahora todo lo sucedido me parece muy claro.

»Hace dos días, un pequeño pueblo de pescadores de Phondra que se encuentra en la costa opuesta a Gargan fue atacado y destruido por completo. Se hicieron pedazos los barcos, las casas fueron aplastadas. En la aldea vivían ciento veinte hombres, mujeres y niños. —Sacudió la cabeza, con los hombros encorvados—. Ahora todos están muertos.

—¡Oh, no! —dijo mi padre tocándose el mechón de la frente con respetuosa compasión.

—El Uno tenga piedad —murmuró Eliason—. ¿Una guerra entre tribus?

Dumaka paseó la mirada por los que se hallaban congregados en la terraza. Los humanos de Phondra son una raza de piel oscura. Al contrario que los elfos de Elmas, cuyas emociones afloran a la piel desde lo más profundo de su ser, según reza el dicho, los phondranos no se ruborizan de vergüenza ni los hace palidecer el miedo o la ira. Su color de ébano con frecuencia oculta sus sentimientos más íntimos. Lo más expresivo de su rostro es su mirada, y, en aquel momento, la furia, la amargura y la impotencia ardían como una llama en sus ojos.

—No fue una guerra, sino asesinato.

—¿Asesinato? —Eliason tardó unos instantes en comprender la palabra que su amigo había pronunciado en humano. En el vocabulario de los elfos no existe un término para un crimen tan atroz—. ¡Ciento veinte personas! Pero... ¿quién? ¿Qué?

—Al principio no estábamos seguros. Encontramos rastros que no sabíamos explicar. No lo comprendíamos hasta este momento. —Dumaka trazó con la mano una ese—. Olas sinuosas en la arena. Y estelas de aceite.

—¿Las serpientes? —preguntó Eliason, incrédulo—. Pero ¿por qué? ¿Qué querían?

—¡Asesinar! ¡Matar! —Cerró el puño—. Fue una carnicería. Una auténtica carnicería. El lobo se come al cordero y no nos enojamos porque sabemos que tal es su naturaleza y que el cordero servirá para llenar el estómago de sus cachorros. Pero esas serpientes o quienquiera que lo hiciese no mataban para comer. ¡Asesinaban por puro placer!

»Todas sus víctimas, incluso los niños, murieron lentamente y tuvieron una espantosa agonía. Y dejaron sus cadáveres allí para que los encontráramos. Me contaron que el terrible cuadro que hallaron los primeros que se acercaron al pueblo estuvo a punto de hacerles perder la razón.

—Yo estuve allí —afirmó Delu con un tono tan bajo en su sonora voz que nosotras tres tuvimos que pegarnos a la ventana para escuchar sus palabras—. Desde entonces, por la noche me atormentan horribles pesadillas. Ni siquiera pudimos darles un entierro decente en el Mar de la Bondad porque nadie fue capaz de soportar la evidencia de la agonía que reflejaban sus torturados rostros. Los magos decidimos que era mejor quemar el pueblo, o lo que de él quedaba.

—Parecía —añadió su esposo— como si los asesinos quisieran dejarnos un mensaje: «¡Ved en esto vuestro destino!».

Me vinieron a la memoria las palabras de la serpiente: «Esto es una muestra de nuestro poder... ¡Haced caso de nuestra advertencia!».

Las chicas nos miramos horrorizadas en silencio, un silencio como el que se impuso en la terraza de abajo. Dumaka dio media vuelta y fijó de nuevo la mirada en el mar. Eliason se hundió en su silla.

Mi padre intervino con la habitual franqueza de los enanos. Se levantó con dificultad de la estrecha silla y dio un enérgico pisotón en el suelo, seguramente con el propósito de restituir la circulación.

—No quiero parecer irreverente con los muertos, pero esa gente eran pescadores, inexpertos en temas militares, no tenían armas...

—Habría sido lo mismo si se hubiese tratado de un ejército —dictaminó Dumaka frunciendo el entrecejo—. Esa gente disponía de armas. Tenían que luchar contra otras tribus y defenderse de los animales de la jungla. Encontramos restos de flechas que habían sido disparadas, pero obviamente no sirvieron para nada. Las lanzas estaban partidas por la mitad, como si una boca gigantesca las hubiera masticado y escupido.

—Y la mayoría de nuestra gente maneja la hechicería —añadió Delu pausadamente— aunque sólo sea en un nivel inferior. Hallamos indicios de que trataron de utilizar la magia para defenderse, pero también fracasó.

—Pero quizás el Concilio de Magos pueda hacer algo —sugirió Eliason—. O tal vez las lanzas mágicas élficas, como las que fabricábamos en otros tiempos, funcionen allí donde otras fallan. Y no pretendo menospreciar a vuestros hechiceros —añadió con educación.

Delu miró a su marido, aparentemente buscando su aprobación para seguir dando a conocer las malas noticias. El asintió con la cabeza. La hechicera igualaba a su marido en altura. Su cabello canoso, que llevaba recogido en la nuca, proporcionaba un contraste atractivo a su piel oscura. Las siete bandas de color de su capa de plumas indicaban su rango de hechicera en la Séptima Casa, el máximo grado que podía alcanzarse en el arte de la magia. Se quedó mirando las manos entrelazadas, que apretaba para evitar que le temblaran.

—Un miembro del Concilio, la shamus del pueblo, se hallaba en la aldea en el momento del ataque. Encontramos su cadáver. Su muerte fue muy cruel. —Delu se estremeció, respiró profundamente y reunió fuerzas para proseguir—. Alrededor de su cuerpo desmembrado yacían las herramientas de su magia, esparcidas en una burla grotesca.

—Sola contra muchos... —comenzó a decir Eliason.

—¡Argana era un hechicera poderosa! —gritó Delu, y su alarido me hizo dar un brinco—. ¡Su magia era tan fuerte que podía calentar el mar hasta hacerlo hervir! Podía provocar un tifón con sólo mover una mano. ¡El suelo se abría a una palabra suya y podía tragarse enteros a sus enemigos! Sabemos que probó todo su poder. Y aun así murió. Murieron todos.

—Cálmate, querida. —Dumaka apoyó la mano en el hombro de su esposa para tranquilizarla—. Eliason sólo quería decir que el Concilio completo, todos unidos, quizá sea capaz de obrar un poder lo suficientemente fuerte como para que esas serpientes no puedan resistirlo.

—Perdóname. Lo siento, he perdido los estribos. —Sonrió débilmente al elfo—. Pero, al igual que Yngvar, he visto con mis propios ojos la terrible destrucción que esas criaturas han traído a mi pueblo. —Suspiró—. Nuestra hechicería es impotente frente a tales monstruos, nos superan incluso cuando no podemos verlos. Tal vez el motivo resida en el limo hediondo que dejan pegado a todo lo que tocan. No estamos seguros. Todo lo que sabemos es que, cuando los magos entramos en el pueblo, sentimos que nuestro poder decrecía. Ni tan sólo pudimos utilizar la hechicería para encender las piras con las que quemar los cadáveres.

—¿Qué podemos hacer? —Eliason paseó la mirada por el afligido y grave grupo.

Como elfo, su inclinación natural habría tendido a no hacer nada, esperar y ver qué traía el paso del tiempo. Pero, según palabras de mi padre, Eliason era un gobernante inteligente, uno de los más realistas y pragmáticos de su raza. Sabía, aunque habría preferido ignorar el hecho, que los días de su pueblo en la luna marina estaban contados. Había que tomar una decisión, pero se conformaría con que la tomaran los demás.

—Pasarán cien ciclos antes de que el efecto de la deriva del sol marino empiece a notarse —opinó Dumaka—. El tiempo suficiente para construir más cazadores de sol.

—Si nos lo permiten las serpientes —espetó mi padre en tono lúgubre—. Cosa que dudo. ¿Y cuál será el pago que pedirán? ¿Qué pueden querer?

Todos guardaron silencio, pensativos.

—Pensemos con lógica —propuso Eliason finalmente—. ¿Por qué lucha la gente? ¿Por qué se pelearon nuestras razas tiempo atrás? Por miedo, por incomprensión. Cuando nos reunimos y discutimos nuestras diferencias, encontramos el medio de afrontarlas y desde entonces hemos vivido en paz. Tal vez esas serpientes nos tengan miedo, a pesar de lo poderosas que parecen. Es posible que representemos una amenaza. Si intentamos hablar con ellas, si les hacemos comprender que no queremos causarles ningún daño, que lo único que deseamos es viajar hacia esa nueva luna marina, entonces, quizá...

Lo interrumpió un clamor.

El ruido procedía de la parte de la terraza adosada al palacio, que no entraba en mi campo de visión, pues mi baja estatura me impedía mirar por la ventana.

—¿Qué ocurre? —pregunté, impaciente.

—No sé. —Sadia trataba de observar sin ser vista. Al fin, Alake asomó la cabeza por la abertura. Por fortuna, nuestros padres no estaban prestándonos atención.

—Parece un mensajero —informó.

—¿Un mensajero que interrumpe una conferencia real? —Sadia estaba desconcertada.

Arrastré un taburete y me subí encima. Entonces vi al lacayo de cara pálida que, contra todas las normas del protocolo, se había precipitado en la terraza. El hombre, que parecía a punto de desmayarse, inclinó la cabeza para susurrar algo en el oído de Eliason. Él rey elfo lo escuchó con el entrecejo fruncido.

—Tráelo aquí —ordenó por fin. El lacayo salió corriendo.

—Uno de los mensajeros ha sido atacado por el camino y parece herido de gravedad. —Eliason miró con expresión severa a sus amigos—. Trae un mensaje para todos los que hoy nos hallamos aquí reunidos. He ordenado que lo traigan a nuestra presencia.

—¿Quién lo atacó? —quiso saber Dumaka.

—Las serpientes —contestó tras un breve silencio.

—Un mensaje para «todos los aquí reunidos»... —repitió mi padre con expresión hosca—. Yo tenía razón: están observándonos.

—El pago —dijo mi madre. Era la primera palabra que pronunciaba desde que había empezado la conferencia.

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