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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (39 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—¿Qué sucede, Yngvar? ¿Los trabajos avanzan demasiado despacio? ¿Tal vez se realizan de forma negligente?

—¡Oh, no, nada de eso! —refunfuñó el monarca enano, al tiempo que sacaba una pierna de debajo de la otra en un vano intento por encontrar una postura cómoda—.
{34}
Lo que me incomoda es el medio que emplean: ¡la magia!

Yngvar soltó un gruñido, apoyó el peso del cuerpo sobre una nalga, refunfuñó de nuevo y empezó a frotarse la pierna.

—No pretendía ofenderos, señora —añadió, moviendo la cabeza bruscamente hacia Delu, que había montado en cólera al escuchar el tono despreciativo del enano y había fulminado a éste con un destello de indignación en sus ojos negros—. Ya hemos tratado este asunto otras veces. Tanto los elfos como los humanos sabéis la opinión que tenemos los enanos respecto a la magia. Nosotros también conocemos la vuestra y, gracias al Uno, hemos llegado a respetar las creencias de cada cual y a no intentar cambiarlas. Y, si hubiera pensado que la magia de cualquiera de vuestros pueblos podía salvar del naufragio a los cazadores de sol, habría sido el primero en sugerir que la empleáramos. —El enano entrecerró los ojos y olvidó su incomodidad—. Pero las naves fueron destrozadas en mil pedazos. En mil millares de pedazos, si queréis. ¡Podría sentarme en el pedazo más grande que quedó de ellas y no sería más que una astilla en mi culo!

—¡Querido! —protestó su esposa, sonrojándose—. ¡No estás en la taberna!

—Sí, sí, queda claro. Continúa —intervino Dumaka, impaciente—. ¿Qué dices, pues? ¿El trabajo avanza, o no?

Yngvar no estaba dispuesto a que le metieran prisas, a pesar de que se le habían dormido los dedos de los pies. Se incorporó bruscamente, se dirigió hacia lo que parecía ser un gran tambor ceremonial y, dejándose caer sobre él, tomó asiento con un suspiro de alivio. Delu puso una mueca de manifiesta perplejidad, pero su esposo acalló sus palabras de protesta con una mirada.

—El trabajo está acabado —anunció entonces el enano con parsimonia y un destello de cólera en los ojos, bajo sus tupidas cejas.

—¿Qué? —exclamó Dumaka.

—Las naves fueron reconstruidas en menos tiempo del que tardo en hacer esto. —Yngvar chasqueó los dedos. Haplo sonrió, complacido.

—¡Pero..., pero eso es imposible! —protestó Delu—. Debes de estar confundido. Nuestros hechiceros más poderosos...

—... son como niños, comparados con esas serpientes dragón —afirmó Yngvar con toda contundencia—. No estoy confundido. Jamás he visto magia igual. Los cazadores de sol eran una infinidad de astillas flotando en el agua. Las serpientes dragón se acercaron a la zona de los restos y la rodearon. Sus ojos verdes emitieron un fulgor rojo, más intenso que el del horno donde forjamos nuestras hachas. Pronunciaron unas palabras extrañas y el mar empezó a hervir. Las astillas de madera se elevaron en el aire y, como si se reconocieran, fueron unas al encuentro de las otras como la novia se echa en brazos de su prometido. Y ahí están las naves, exactamente como las construimos. Salvo que ahora —añadió el enano con una mueca ceñuda— nadie de mi gente se acercará a ellas. Y yo el primero.

La satisfacción de Haplo se convirtió al instante en abatimiento. ¡Maldita fuera! ¡Otro problema! Debería haber previsto aquella reacción de los mensch. En realidad, incluso Delu parecía trastornada.

—Desde luego, se trata de un hecho milagroso —la oyó murmurar en voz baja—. Me gustaría escuchar una descripción más detallada de lo sucedido. Yngvar, si mañana pudieras reunirte con el Concilio, tal vez...

El rey enano soltó un bufido.

—Si por mí fuera, preferiría no ver a otro mago en mi vida. No. Y no admito discusiones. He dicho mi última palabra al respecto. Los cazadores de sol están aquí, flotando en el puerto. Si el Concilio quiere, puede venir a verlos, sumergirlos, bailar en ellos, hacerlos volar o lo que le venga en gana. Ningún enano pondrá jamás ni un pelo de su barba en una de sus cubiertas. ¡Os lo juro!

—Entonces ¿los enanos están dispuestos a convertirse en bloques de hielo? —inquirió Dumaka con expresión ceñuda.

—Tenemos naves suficientes, naves construidas por nosotros a base de sudor y no de magia, para sacar a nuestro pueblo de esta luna marina condenada.

—¿Y nosotros? —clamó Dumaka.

—¡Lo que hagan los humanos no es asunto de los enanos! —replicó Yngvar, también a gritos—. ¡Utilizad esas malditas naves, si queréis!

—Sabes perfectamente que necesitamos tripulaciones enanas...

—¡Bobos supersticiosos! —masculló Delu para sí.

Haplo se puso en pie y abandonó la reunión. Por el tono de la discusión que seguía a su espalda, parecía que nadie había advertido su ausencia.

Se encaminó a su cabaña y casi se dio de bruces con Grundle y Alake, que se habían apostado en un bosquecillo próximo.

—¿Qué...? ¡Ah, sois vosotras! —exclamó, irritado—. Pensaba que ya habíais tenido suficiente de escuchar a escondidas las conversaciones de los demás.

Las muchachas habían escogido un rincón cerca del fondo de la choza de la reunión, resguardado de la luz de las hogueras que iluminó de lleno sus caras cuando se incorporaron.

Alake tenía una expresión avergonzada. Grundle se limitó a sonreír.

—No tenía intención de espiarlos —protestó Alake—. Venía a ver si mi madre necesitaba que le trajera más vino para nuestros invitados y he encontrado a Grundle escondida aquí. Le he dicho que eso no estaba bien, que no debíamos volver a hacerlo, que el Uno ya nos castigó suficientemente...

—¡La única razón de que me hayas encontrado es que tú también te proponías esconderte aquí! —replicó Grundle.

—¡No es verdad! —cuchicheó Alake en tono indignado.

—Sí que lo es. Si no, ¿qué andabas haciendo aquí, en la parte de atrás de la cabaña de reuniones, en lugar de ir directamente a la puerta?

—Lo que hiciera es asunto mío...

—Marchaos a casa las dos —les ordenó Haplo—. Este lugar no es seguro. Estáis lejos de las fogatas y demasiado cerca de los bosques. Vamos, marchaos ahora mismo.

Esperó hasta que las vio alejarse y luego se dirigió a su choza. Escuchó unas pisadas que lo seguían. Volvió la cabeza y encontró a Grundle pisándole los talones.

—Bueno, ¿qué vas a hacer respecto a nuestros padres? —le preguntó la enana, señalando con el pulgar la cabaña donde éstos se habían reunido. De ella surgían voces estentóreas, coléricas, cuyo eco resonaba en el aire de la noche. Los que pasaban por las cercanías se miraban con rostro de preocupación.

—¿No deberías estar en alguna otra parte? —respondió Haplo con irritación—. ¿No te echará nadie de menos?

—Se supone que estoy en la cueva, durmiendo, pero he puesto un saco de patatas bajo mi manta y todo el mundo creerá que soy yo. Además, conozco al centinela de guardia. Se llama Hartmut y está enamorado de mí —explicó como si tal cosa—. Me dejará entrar otra vez. Hablando de amores, ¿cuándo es la boda?

—¿Qué boda? —preguntó Haplo sin prestar atención, concentrado en encontrar el modo de resolver el problema que se había planteado.

—La tuya con Alake.

Haplo se detuvo al instante y lanzó una mirada colérica a la enana. Grundle se la devolvió con una sonrisa inocente. Al ver que numerosos miembros de la tribu los observaban con curiosidad, Haplo asió del brazo a la enana y la obligó a entrar en la intimidad de su choza.

—¡Oh! —exclamó ella, apartándose de Haplo con fingido pánico—. Ahora no intentarás seducirme a mí, ¿verdad?

—¡Yo no he seducido a nadie! —respondió Haplo con voz torva—. Y no levantes la voz. ¿Qué es lo que sabes? ¿Qué te ha contado Alake?

—Todo. ¿Te importa que me siente? Gracias. —Se dejó caer en el suelo y empezó a limpiarse de hojas las patillas—. ¡Vaya! Ese escondite tras el arbusto era realmente magnífico. Yo podría haberles dicho a esas serpientes dragón que cometían un error, exhibiendo su poder de esa manera. Aunque supongo que no me habrían hecho caso. —Movió la cabeza y su expresión se hizo de pronto grave y solemne—. ¿Sabes una cosa? Creo que lo hicieron a propósito. Creo que sabían que una magia como la suya asustaría a mi pueblo. ¡Creo que tenían la intención de asustarnos!

—No seas ridícula. ¿Por qué iban a querer tal cosa cuando están tratando de salvaros? Y, de todos modos, eso no importa ahora. ¿Qué te ha contado Alake? No sé qué te ha dicho, pero te aseguro que no intenté aprovecharme de ella.

—¡Bah!, eso ya lo sé. —Grundle quitó importancia al asunto con un gesto de la mano—. Lo he dicho en broma. Tengo que reconocer —añadió a regañadientes— que has tratado a Alake mejor de lo que yo esperaba. Supongo que te había juzgado mal. Lo siento.

—¿Qué te ha contado? —preguntó Haplo por tercera vez.

—Que ibais a casaros. No ahora, claro. Alake no es tonta y sabe que esta situación de crisis no es buen momento para hablar de matrimonio. Pero, cuando los cazadores de sol nos lleven a todos a un nuevo reino..., si tal cosa sucede alguna vez, lo cual empiezo a dudar, Alake imagina que los dos seréis libres para casaros e iniciar una nueva vida juntos.

«¡Y yo que me había convencido de que Alake había recuperado el juicio!», se dijo Haplo con amargura. Al parecer, lo único que había estado haciendo la muchacha era atrincherarse aún más en sus fantasías.

—¿Tú la quieres? —preguntó Grundle.

Haplo se volvió, ceñudo, creyendo que la enana se burlaba de él otra vez. Sin embargo, constató que lo había dicho muy en serio.

—No. No la quiero.

—Ya lo imaginaba. —Grundle exhaló un breve suspiro—. ¿Por qué no se lo dices abiertamente?

—No quiero herirla.

—Qué raro —replicó la enana, estudiándolo con aire astuto—. Yo habría dicho que eras de la clase de persona a quien no importa mucho si hiere o no los sentimientos de los demás. Vamos, ¿cuál es la verdadera razón?

Haplo se puso en cuclillas, con sus ojos a la altura de los de ella, y respondió:

—Digamos que nadie saldría ganando si yo hiciera algo que molestase a Alake. ¿Verdad que no? Grundle movió la cabeza.

—Supongo que tienes razón.

—Escucha —dijo Haplo, incorporándose—. Los gritos han cesado. Yo diría que la reunión ha concluido. Grundle se puso en pie a toda prisa.

—Eso significa que es mejor que me vaya. Si me echan en falta, quien se verá en problemas es Hartmut. Espero que mis padres hayan llegado a un acuerdo con los humanos. En el fondo, mi padre siente un gran respeto por Dumaka y por Delu, ¿sabes? Lo único que sucede es que las serpientes le dieron un susto terrible.

La enana se dispuso a cruzar la puerta, pero Haplo la agarró de nuevo y la obligó a retroceder.

—No creo que hayan resuelto nada. Grundle movió la cabeza a un lado y otro.

—Alake tiene razón. El Uno te ha enviado a nosotros. Le pediré a Él que te ayude.

—Ese Uno, ¿es el mismo por el que juré? —preguntó Haplo.

—¿Cuál, si no? —replicó Grundle, mirándolo con asombro—. El que guía las olas, por supuesto.

La enana se escabulló de la choza, moviendo las piernas a toda prisa mientras se perdía en la noche. Haplo observó su menuda figura sorteando las hogueras y apreció que muy pronto ponía distancia entre ella y sus padres. La cólera de Yngvar lo hacía avanzar con paso rápido, pero el patryn calculó que el orondo monarca se quedaría muy pronto sin aliento. Grundle alcanzaría la cueva con tiempo de sobra para reemplazar el saco de patatas por su propio cuerpo robusto y para salvar a su amante Hartmut de ver afeitada su barba o cualquier otra forma de castigo que estuviera establecida para el centinela que descuidaba su deber.

Haplo se retiró de la puerta, se dejó caer en el camastro y se quedó mirando las sombras. Pensó en los enanos y su fe en aquel Uno, y se preguntó si habría un modo de utilizarla para sus fines.

—«¡El que guía las olas»! —repitió, divertido.

Cerró los ojos y se relajó. El sueño empezó a cortar los lazos que ataban la mente al cuerpo, los hizo saltar uno a uno para permitir que aquélla vagara libre hasta que el amanecer la atrapara y la volviera a traer. Pero, antes de que se cortara el último, Haplo escuchó el eco de las palabras de Grundle en su mente, aunque no era la voz de la enana quien las pronunciaba. De hecho, parecían llegar hasta él desde una luz blanca muy brillante, y eran ligeramente distintas.

El que guía la Onda.

Haplo parpadeó y, al instante, volvió a estar totalmente despierto. Se incorporó en el camastro y recorrió con la vista la oscuridad de la choza.

—¿Alfred? —murmuró.

De inmediato, se preguntó con irritación por qué había tenido la sensación de que el sartán estaba allí.

Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada, expulsó las sombras de la noche, a los enanos, los sartán, el Uno, las serpientes dragón y quienquiera más que se hubiera colado en la choza y se entregó al sueño.

CAPÍTULO 21

PHONDRA

CHELESTRA

Los elfos llegaron con dos ciclos de retraso, lo cual no sorprendió a nadie salvo, tal vez, a Haplo.

Dumaka, que no esperaba que Eliason apareciera tan pronto, se quedó de una pieza cuando los delfines le llevaron la noticia de que los elfos ya surcaban aguas de Phondra, y ordenó que los habitantes del poblado acudieran a abrir, limpiar y preparar las casas donde se alojarían los huéspedes elfos.

Estas casas eran especiales y habían sido construidas exclusivo propósito de albergar a los elfos, quienes —como los enanos— requerían ciertas condiciones especiales en sus alojamientos. Por ejemplo, ningún elfo aceptaría jamás dormir en el suelo. Y no por cuestiones de comodidad. Hacía mucho tiempo, los alquimistas elfos, quizás en un vano intento de frenar la deriva del sol marino, habían descubierto la naturaleza de la reacción química entre el sol y las lunas marinas que producía el aire respirable que envolvía éstas.

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