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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (34 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Una vez en el interior del castillo, en una parte nueva que había crecido durante nuestra ausencia, mi madre me explicó lo sucedido.

—Apenas hubo abierto los ojos, Sadia supo lo que había hecho Devon. Supo que éste había sacrificado la vida por ella y que tendría una muerte terrible. Desde ese momento —continuó mi madre, enjugándose unas lágrimas con el dobladillo de la manga—, la pobre muchacha perdió todo interés por la vida. Se negó a comer y a levantarse de la cama. Sólo bebía agua cuando su padre se sentaba junto a ella y le acercaba un vaso a los labios. No hablaba con nadie y pasaba horas y horas acostada con la mirada perdida en la lejanía. Las pocas veces que llegaba a dormirse, su sueño era interrumpido por terribles pesadillas. Dicen que sus gritos podían oírse en todo el castillo.

»Y luego, un buen día, pareció recuperarse. Se levantó de la cama, se vistió con la ropa que llevaba la última vez que estuvisteis juntas las tres y se dedicó a deambular por el castillo canturreando. Sus canciones eran tristes y extrañas y a nadie le agradó escucharlas, pero todo el mundo las interpretó como una señal de que volvía a encontrarse bien. Pero, ¡ay!, significaban todo lo contrario.

»Esa noche, pidió al ama que fuera a buscarle algo de comer. La mujer, emocionada con el hecho de que Sadia tuviera hambre de nuevo, salió a toda prisa a cumplir el encargo, sin sospechar nada. Cuando regresó, Sadia no estaba. Alarmada, el ama despertó al rey y se organizó la búsqueda.

Mi madre movió la cabeza, incapaz de continuar debido a las lágrimas. Por fin, tras recurrir otra vez al dobladillo de la manga, logró añadir:

—Encontraron su cuerpo en la terraza donde celebramos la reunión ese día infausto en que nos escuchasteis a escondidas. Se había arrojado por una ventana y yacía casi en el mismo lugar exacto donde murió ese día el mensajero elfo.

Tengo que dejar de escribir por ahora, pues no puedo continuar sin echarme a llorar.

Ahora, el Uno vela tu sueño, Sadia. Esas pesadillas terribles han terminado para siempre.

CAPÍTULO 18

SURUNAN

CHELESTRA

La biblioteca de los sartán se convirtió para Alfred en una obsesión que lo perseguía como el fantasma de un cuento de viejas. Alargaba su fría mano para tocarlo y despertarlo en plena noche, lo atraía con un gesto de su índice, tratando de llamarlo a lo que sería su perdición.

—¡Tonterías! —se decía entonces y, dándose la vuelta, intentaba expulsar al fantasma enterrándolo en un sopor agitado.

Aquello daba resultado durante la noche, pero la sombra no desaparecía con la luz de la mañana. Alfred se sentaba a desayunar y fingía comer, pero en realidad no hacía sino recordar a Ramu mientras examinaba aquel compartimento. ¿Qué contenía, para que sus hermanos sartán lo guardaran tan celosamente?

—Curiosidad. No es más que curiosidad —se regañaba a sí mismo—. Samah tiene razón. He vivido demasiado tiempo entre los mensch. Soy como esa muchacha de los cuentos de fantasmas que el ama de Bane solía contarle al chiquillo. Esa muchacha a la que le dijeron: «Puedes entrar en todas las estancias del castillo excepto en la sala cerrada con llave que hay en lo alto de la escalera». ¿Y qué hizo ella? ¿Contentarse con las otras ciento veinticuatro salas del castillo? No; la muchacha no comía ni dormía, y no encontró descanso hasta que logró irrumpir en la estancia prohibida. Eso es lo que estoy haciendo yo: obsesionarme con la habitación del final de la escalera. Pero me mantendré a distancia de ella. No pensaré más en ella. Me contentaré con las demás habitaciones, con las salas repletas de tantas riquezas. Y seré feliz. Sí, seré feliz.

Pero no lo era. Cada día que pasaba se sentía más desdichado.

Trató de ocultar su inquietud a sus anfitriones y lo consiguió; al menos, eso fue lo que Alfred quiso imaginar. Samah lo observaba con la concentración de un geg que, pendiente de una válvula de vapor de la Tumpa-chumpa defectuosa, se preguntara cuándo reventaría. Intimidado por la presencia apabullante y atemorizadora de Samah, retraído por la certeza de haber cometido un desliz, Alfred se mostraba sumiso y asustado en presencia del Gran Consejero y apenas era capaz de alzar la vista hasta el rostro severo e implacable de Samah.

En cambio, cuando Samah no estaba en la casa —y pasaba ausente mucho tiempo, ocupado en asuntos del Consejo—, Alfred se tranquilizaba. Orla solía quedarse con él para hacerle compañía, y el fantasma que lo acechaba resultaba mucho, menos perturbador cuando Alfred estaba con Orla que en las escasas y breves ocasiones en que se quedaba solo. En ningún momento se le ocurrió extrañarse de que casi nunca lo dejaran a solas, ni le pareció raro que Orla no participara en los asuntos del Consejo. Alfred sólo sabía que la mujer era muy amable al dedicarle tanto tiempo, y pensar en ello lo hacía sentirse aún más desdichado en las ocasiones en que reaparecía el fantasma.

Un día, Alfred y Orla se encontraban sentados en la terraza de los aposentos de ésta. Orla estaba ocupada entonando en voz baja unas runas de protección sobre la tela de una de las túnicas de Samah. Mientras canturreaba la salmodia, trazaba los signos mágicos sobre la ropa con sus ágiles dedos, volcando su amor y su preocupación por su esposo en cada uno de los signos que, a una orden suya, aparecían en la tela.

Alfred la observaba apenado. En toda su vida, ninguna mujer había entonado runas de protección para él. Tampoco ahora lo haría ninguna. O, al menos, no lo haría la que él deseaba. De pronto, sintió unos celos furiosos y desquiciados de Samah. A Alfred le disgustaba el trato frío e indiferente que dispensaba el Consejero a su esposa Y sabía que Orla estaba dolida por ello, pues había sido testigo de su callado sufrimiento. No; Samah no era merecedor de ella.

«¿Acaso lo soy yo?», se preguntó, entristecido.

Orla alzó la vista hacia él, le sonrió y se dispuso a continuar la conversación que mantenían sobre el magnífico estado de sus rosales.

Alfred, pillado por sorpresa, no logró ocultar la imagen de las zarzas enredadas, espinosas y desagradables que se enroscaban dentro de su ser. Era dolorosamente obvio que no estaba pensando en las rosas.

La sonrisa de Orla se desvaneció. Con un suspiro, dejó la túnica a un lado y murmuró:

—Por favor, no me hagas esto a mí... ni a ti mismo.

—Lo siento —susurró Alfred, con una expresión que reflejaba lo desdichado que se sentía. Su mano acarició al perro que, viendo la infelicidad de su amigo, le ofreció consuelo posando la testa sobre su rodilla—. Debo de ser una persona extraordinariamente perversa. Sé muy bien que ningún sartán debería tener pensamientos tan indecorosos. Como dice tu esposo, vivir tanto tiempo entre los mensch me ha corrompido.

—Quizá no han sido los mensch —apuntó Orla con calma, mientras dirigía una mirada al perro.

—¿Insinúas que fue Haplo...? —Alfred acarició de nuevo las orejas del animal—. En realidad, los patryn son muy afectuosos. Profesan un amor casi ardiente, ¿lo sabías?

Su triste mirada estaba fija en el perro, por lo que no advirtió la expresión de asombro de Orla.

—Ellos no lo entienden como tal y dan otros nombres a ese amor: lo llaman lealtad, o instinto protector para asegurar la supervivencia de su raza, pero es amor. Una clase de amor muy tenebroso, pero amor al fin y al cabo, y hasta el peor de ellos lo siente profundamente. Ese Señor del Nexo, un hombre cruel, poderoso y lleno de ambición, arriesga a diario su vida volviendo al Laberinto para ayudar a su pueblo doliente.

Alfred, sumido en sus emociones, olvidó dónde estaba. Fijó la vista en los ojos del perro y éstos, límpidos y pardos, lo absorbieron y lo atraparon hasta que nada más le pareció real.

—Mis propios padres sacrificaron su vida para salvarme cuando nos perseguían los snogs. Podrían haber escapado, ¿sabes?, pero yo era muy pequeño y no podía ir tan deprisa como ellos. Así pues, me ocultaron y luego atrajeron a los snogs hacia ellos, alejándolos de mí. Presencié la muerte de mis padres, torturados por esos snogs. Después, unos desconocidos me tomaron a su cargo y me criaron como si fuera hijo suyo.

Los ojos del perro expresaban ternura y tristeza. Alfred escuchó su propia voz, que continuaba diciendo:

—Y he conocido el amor. Ella era una corredora, como yo y como mis padres. Era hermosa, fuerte y esbelta. Las runas azules se entrelazaban en torno a su cuerpo, lleno de juventud y de vida, que vibraba bajo mis dedos cuando la estrechaba en mis brazos por la noche. Juntos combatimos, amamos y reímos. Sí, incluso en el Laberinto hay risas, a veces. Casi siempre es una risa amarga, producto de una chanza siniestra y sombría, pero perder la risa es perder la voluntad de vivir.

«Finalmente, ella me dejó. Un poblado de residentes, donde nos habían ofrecido refugio para pasar la noche, fue objeto de un ataque y ella quiso ayudarlos. Fue una decisión ilógica, estúpida, pues los residentes eran superados en número. De quedarnos allí, lo más probable era que terminaran matándonos, y así se lo dije. Ella sabía que mis palabras eran razonables, pero estaba frustrada y colérica. Había terminado por amar a aquella gente, y aquel sentimiento le daba miedo porque la hacía sentirse débil e impotente y dolida por dentro. Le daba miedo el amor que sentía por mí. Por eso me dejó. Llevaba en su seno un hijo mío. Sé que así era, aunque ella se negaba a admitirlo. Y no volví a verla nunca. Ni siquiera sé si ha muerto, si mi hijo vive...

—¡Basta!

La exclamación sobresaltó a Alfred y lo hizo salir de su ensueño. La mujer se había levantado de su asiento y ahora retrocedió unos pasos, apartándose de él con una mueca de horror.

—¡No me hagas esto nunca más! —Orla, mortalmente pálida, pugnó por recobrar el aliento—. ¡No lo soporto! Una y otra vez, veo esas imágenes tuyas, veo al desdichado chiquillo que presencia la violación, el asesinato y el descuartizamiento de sus padres. Tiene tanto miedo que es incapaz de llorar. Veo a esa mujer de la que hablas, y percibo su dolor y su desamparo. Conozco el dolor de dar a luz y pienso en ella, sola en ese lugar terrible. Ella tampoco puede llorar, por temor a que los sollozos causen su muerte y la del niño. Por la noche no puedo dormir, pensando en ellos y sabiendo que nosotros..., que yo..., ¡que yo soy responsable de su desdicha!

Orla se cubrió el rostro con las manos para cortar el flujo de imágenes y rompió en sollozos. Alfred estaba estupefacto, sin la menor idea de cómo habían podido entrar en su cabeza aquellas imágenes, que en realidad eran recuerdos de Haplo.

—Siéntate..., buen chico —murmuró, al tiempo que apartaba de su rodilla el hocico del perro. (¿Era una sonrisa, aquella expresión del animal?)

Alfred se apresuró a acercarse a Orla y por su cabeza pasó la vaga idea de ofrecerle su pañuelo, pero sus brazos parecían tener otra idea y contempló con asombro cómo rodeaban la espalda de la mujer y la atraían hacia él. Orla apoyó la cabeza en su pecho.

Un hormigueo de profunda emoción recorrió a Alfred. Siguió abrazándola y la amó con cada fibra de su ser. Acarició su cabello reluciente con manos torpes y, como era propio de él, metió la pata al abrir la boca.

—Orla, ¿qué secreto guarda la biblioteca de los sartán para que Samah no quiera que nadie lo conozca?

La mujer dio un respingo y empujó a Alfred hacia atrás con tal violencia que el hombre tropezó con el perro y fue a caer entre los rosales. Con las mejillas encendidas, Orla le lanzó una mirada llena de rabia. De rabia y... ¿fue producto de su imaginación, o Alfred vio en sus ojos el mismo miedo que había observado en los de Samah?

Sin decir palabra, la mujer dio media vuelta y se marchó, abandonando la terraza con aire digno, dolida y ofendida.

Alfred luchó por desenredarse de las dolorosas espinas que se le clavaban en la piel. El perro se ofreció a ayudarlo, y Alfred le dirigió una mirada furibunda.

—¡Todo esto es culpa tuya! —masculló, malhumorado. El animal ladeó la cabeza con aire inocente, como si rechazara la acusación.

—Sí que lo es. ¡Meterme tales ideas en la cabeza! ¡Por qué no te largas a buscar a ese condenado amo tuyo y me dejas en paz! ¡Me basto solo para meterme en suficientes problemas sin que, encima, me ayudes!

El perro ladeó la cabeza en otra dirección, como si asintiera y le diera la razón. Con todo, dio la impresión de pensar que la conversación había llegado a su lógico final, pues se estiró a conciencia, llevando primero todo el peso del cuerpo sobre las patas delanteras y luego sobre las traseras, para terminar con una sacudida desde la cola hasta la cabeza. Después, se acercó al trote hasta la verja del jardín y miró a Alfred con impaciencia.

El sartán se sintió aterido de frío y abrasado de calor, las dos cosas al mismo tiempo. Era una sensación sumamente incómoda.

—Me estás diciendo que ahora estamos solos, ¿verdad? No hay nadie con nosotros. Nadie nos vigila. El perro meneó la cola.

—Podemos... —Alfred tragó saliva—. Podemos ir a la biblioteca.

El perro agitó una vez más el rabo con expresión paciente y resignada. Era evidente que consideraba a Alfred lento y torpe, pero estaba magnánimamente dispuesto a pasar por alto aquellos defectos, poco importantes.

—Pero no puedo entrar. Y, aunque pudiera, no tendría modo de salir. Samah me cogería y...

Al perro le entró un repentino escozor y, dejándose caer al suelo, se dedicó a rascarse enérgicamente al tiempo que lanzaba a Alfred una severa mirada que parecía decir: «Vamos, vamos. Soy yo, ¿recuerdas?».

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