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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (36 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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«Y a él le sucede lo mismo contigo», se dijo.

—¡No! —protestó, pero su protesta fue débil y la sonrisa no se borró de su rostro.

Los sartán no se enamoraban de la esposa de otro. Los sartán se mantenían fieles a sus votos matrimoniales. Aquel amor era imposible y sólo podía causar dolor. Orla era consciente de ello. Sabía que tendría que poner fin a sus sonrisas y sus lágrimas, reprimir sus emociones y volver a limitarse a sus líneas rectas y a su vacío de siempre, pero en aquel momento, por unos instantes, podía evocar el calor de la mano de Alfred acariciando dulcemente su piel, podía llorar en sus brazos por el hijo de otra mujer, podía emocionarse.

De pronto, se le hizo interminable el tiempo que llevaba separada de su lado.

—Creerá que estoy enfadada con él —murmuró compungida, mientras recordaba cómo había abandonado airadamente la terraza—. Seguro que lo he herido. Iré a excusarme... y luego le diré que tiene que abandonar esta casa. No es conveniente que nos sigamos viendo, salvo por asuntos del Consejo. Podré soportarlo. Sí, decididamente, podré soportarlo.

Pero el corazón le latía demasiado deprisa y se vio obligada a repetir un mantra sedante hasta relajarse lo suficiente como para ofrecer un aire firme y resuelto. Se alisó el cabello y borró de su rostro todo asomo de lágrimas; ensayó una sonrisa fría y serena y se contempló en un espejo para observar si la sonrisa parecía tan tensa y postiza como la sentía.

Luego, tuvo que detenerse a pensar la manera de plantear el asunto.

—Alfred, sé que me amas y... No. Aquello sonaba vanidoso.

—Alfred, te amo y...

¡No! Aquél no era un buen principio. Tras otro instante de reflexión, decidió que lo mejor sería ir al grano con rapidez y sin miramientos, como uno de aquellos terribles cirujanos mensch cuando amputaban una extremidad enferma.

—Alfred, tú y el perro debéis abandonar la casa esta misma noche.

Sí, eso sería mucho mejor. Con un suspiro, y con pocas esperanzas de que diera resultado, regresó a la terraza.

Alfred no estaba allí.

—Ha ido a la biblioteca —susurró.

Orla estuvo tan segura de ello como si su vista pudiera cubrir la distancia que la separaba del edificio, atravesar las paredes y distinguir su figura en el interior. Alfred había encontrado una vía de acceso que no alertaría a nadie de su presencia, Orla tuvo la certeza de que allí encontraría lo que buscaba.

—Pero no lo entenderá. Él no estaba allí cuando sucedió. Debo intentar mostrárselo con
mis
imágenes.

La mujer musitó las runas, trazó los signos mágicos en el aire y partió en sus alas.

El perro emitió un gruñido de advertencia y se incorporó de un salto. Alfred alzó la vista de lo que estaba leyendo. Una figura vestida de blanco se acercaba a él desde el fondo de la biblioteca. No lograba distinguir quién era: ¿Samah? ¿Ramu?

No le importaba gran cosa. No estaba nervioso, no tenía miedo ni se sentía culpable de nada. Estaba anonadado, estupefacto y asqueado, y..., y estaba pasmado de su descubrimiento. Y contento de poder enfrentarse a alguien.

Se puso en pie. Todo el cuerpo le temblaba, no de miedo sino de cólera. La figura entró en la zona bañada por la luz que había creado con su magia para leer lo que tenía ante él.

Los dos se miraron. La respiración contenida por unos instantes dio paso a sendos suspiros, y sus ojos expresaron en silencio palabras que procedían de sus corazones y que nunca podrían decir sus labios.

—Lo sabes —murmuró Orla.

—Sí —respondió Alfred, y bajó la mirada, turbado.

Había esperado que fuera Samah quien se presentara. Con Samah podía ponerse furioso. Sentía la necesidad de ponerse furioso, de liberar la cólera que hervía en su interior como el mar de lava fundida de Abarrach. Pero ¿cómo podía descargar su ira sobre Orla, cuando lo que realmente deseaba era estrecharla en sus brazos?

—Lo siento —dijo ella—. Esto pone las cosas muy difíciles.

—¡Difíciles! —La furia y la indignación cayeron sobre Alfred como un mazazo que lo dejó aturdido, con la mente confusa—. ¡Difíciles! ¿Es todo lo que se te ocurre decir? —Señaló con gesto airado el rollo
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extendido sobre la mesa ante él—. Lo que hicisteis... Cuando supisteis... Aquí está registrado todo lo que se debatió en el Consejo. Aquí se explica que ciertos sartán empezaban a creer en la existencia de un poder superior. ¿Cómo pudisteis...? ¡Falso, todo mentiras! El horror, la destrucción, las muertes... ¡Todo innecesario! Y vosotros sabíais...

—¡No, no lo sabíamos! —replicó Orla.

Se acercó a la mesa, se detuvo frente a él y su mano tocó la mesa y el documento que los separaba. El perro se sentó sobre las patas traseras y los contempló con sus ojos inteligentes.

—¡No lo sabíamos! ¡No teníamos ninguna constancia! Y los patryn eran cada día más fuertes, más poderosos. ¿Y qué teníamos, frente a su poder? Sensaciones vagas, nada que pudiera concretarse de algún modo.

—¡Sensaciones vagas! —repitió Alfred—. Yo he conocido esas sensaciones y fueron..., fue... la experiencia más maravillosa de mi vida. La Cámara de los Condenados, la llamaban. Pero, para mí, fue la Cámara de los Bienaventurados. Allí comprendí la razón de mi existencia. Se me dio a conocer que podría cambiar las cosas para mejorarlas. Me fue revelado que, si tenía fe, todo saldría bien. No quería abandonar aquel lugar maravilloso...

—¡Pero lo hiciste! ¡Te marchaste! —le recordó Orla—. No podías quedarte, ¿verdad? ¿Y qué sucedió en Abarrach cuando abandonaste la Cámara?

Alfred, perturbado, rehuyó su mirada y la bajó hacia el documento, aunque sus ojos no lo veían; sus dedos rozaron el borde del rollo.

—Dudaste —continuó ella—. No diste crédito a lo que habías visto. Pusiste en duda tus propios sentimientos. Regresaste a un mundo lóbrego y atemorizador y, si realmente tuviste una visión de un bien superior, de un poder más vasto y más prodigioso que el tuyo, ¿dónde estaba? Incluso te preguntaste si se trataría de una trampa...

Alfred recordó a Jonathan, el joven noble que había conocido en Abarrach, asesinado y descuartizado con sus manos por la que un día había sido su amante esposa. Jonathan había creído, había tenido fe, y había encontrado una muerte espantosa debido a ello. Ahora debía de formar parte de los lázaros, aquellos atormentados muertos vivientes.

Se dejó caer pesadamente en la silla. El perro, apenado por la infelicidad del sartán, se le acercó en silencio y frotó el hocico contra su pierna. Alfred hundió la cabeza entre las manos.

Otras manos, suaves y frías, se deslizaron por sus hombros. Orla se arrodilló a su lado.

—Sé cómo te sientes. De verdad. Entonces, todos nos sentimos igual: Samah, el resto del Consejo... Fue como si... ¿cuáles fueron las palabras que empleó Samah? Éramos como humanos ebrios de vino. Cuando se embriagan, los humanos lo ven todo maravilloso y se creen capaces de cualquier cosa, de resolver cualquier problema. Pero, cuando los efectos del licor se desvanecen, esos humanos se sienten enfermos, doloridos y mucho peor que antes de beber.

Alfred levantó la cabeza y le dirigió una mirada sombría.

—¿Y si la culpa es nuestra? ¿Y si me hubiera quedado en Abarrach? ¿Qué fue lo que sucedió allí? ¿Un milagro? Nunca lo sabré. Me fui. Huí porque tuve miedo.

Orla le devolvió la mirada, muy seria, y sus dedos se cerraron con fuerza en torno al brazo de Alfred.

—Nosotros también lo tuvimos. La oscuridad de los patryn era muy tangible, y esa vaga luz que algunos de nosotros habíamos experimentado no era sino el leve parpadeo de la llama de una vela, que el simple aliento podía apagar. ¿Cómo podíamos depositar nuestra fe en eso, en algo que no entendíamos?

—¿Y qué es la fe, sino creer en algo que no se comprende? —inquirió Alfred en voz baja, hablando consigo mismo más que dirigiéndose a la mujer—. ¿Y cómo podemos nosotros, pobres mortales, entender esa mente inmensa, terrible y maravillosa?

—No lo sé —susurró ella entrecortadamente—. No lo sé. Alfred le asió la mano.

—Eso fue lo que discutisteis, tú y los demás miembros del Consejo. Tú y..., y... —le costó esfuerzo pronunciar la palabra—, y tu esposo.

—Samah no dio crédito a una sola palabra. Dijo que era un truco, una trampa de nuestros enemigos.

Alfred oyó de nuevo a Haplo, y las palabras del patryn casi eran un eco de las que acababa de pronunciar Orla: «¡Un truco, sartán! ¡Me has tendido una trampa...!».

—... opusimos a la Separación —seguía explicando Orla—. Queríamos esperar antes de tomar una decisión tan drástica. Pero Samah y los otros tenían miedo...

—Y con razón, según parece —terció una ominosa voz—. Al volver a casa y descubrir que los dos habíais desaparecido, supe enseguida dónde podría encontraros.

Con un escalofrío, Alfred se encogió al oír aquellas palabras. Orla, muy pálida, se puso en pie lentamente, pero permaneció al lado de Alfred y apoyó la mano en su hombro con aire protector. El perro, que había descuidado sus obligaciones, dio la impresión de querer compensar su fallo poniéndose a ladrar con todas sus fuerzas al recién llegado.

—Haz que ese animal se calle, o acabaré con él —dijo Samah.

—No podrás matarlo —replicó Alfred mientras movía la cabeza en gesto de negativa—. Por mucho que lo intentes, no podrás matar al perro ni lo que representa.

A pesar de ello, apoyó la mano en la testuz del animal y el perro se dejó convencer para guardar silencio.

—Al menos, ahora sabemos quién y qué eres —declaró el Gran Consejero, estudiando a Alfred con aire severo—. Un espía patryn, enviado para descubrir nuestros secretos. —Volvió la vista hacia su esposa y añadió—: Y a corromper a los incautos.

Con gesto digno y resuelto, Alfred se puso en pie.

—Te equivocas. Soy un sartán, para mi pesar. Y, por lo que se refiere a revelar secretos —señaló el documento con un gesto—, parece que los asuntos que acabo de descubrir estaban destinados a ser ocultados a nuestro propio pueblo, más que al presunto enemigo.

Samah estaba pálido de rabia y era incapaz de hablar.

—No —susurró Orla, y dirigió una intensa mirada a Alfred al tiempo que le clavaba los dedos en el brazo—. Te equivocas. No era el momento adecuado para...

—¡Las razones para hacer lo que hicimos no son de su incumbencia, esposa! —la interrumpió Samah. Éste hizo una pausa y aguardó a haber dominado su cólera para añadir—: Alfred Montbank, quedarás encerrado aquí, prisionero, hasta que se reúna el Consejo y decida qué medidas tomar.

—¿Preso? ¿Es necesario? —protestó Orla.

—Así lo considero. Por cierto, te buscaba para contarte las noticias que acabamos de recibir de los delfines. El patryn aliado de este hombre ha sido descubierto. Está aquí, en Chelestra, y, como temíamos, ha pactado una alianza con las serpientes dragón. Ha tenido una reunión con ellas y con representantes de las familias reales de los mensch.

—Alfred —dijo Orla—, ¿es posible eso?

—No lo sé —respondió Alfred, abrumado—. Me temo que Haplo es capaz de una cosa así, pero debes comprender que él...

—¡Escúchalo bien, esposa! Incluso ahora intenta defender a ese patryn.

—¿Cómo puedes...? —exclamó Orla, apartándose de Alfred al tiempo que lo miraba con una mezcla de dolor y de pena—. ¿Acaso querrías ver destruido a tu propio pueblo?

—No, querida. Lo que Alfred querría es ver a
su
pueblo victorioso —apuntó Samah con frialdad—. Olvidas que es más patryn que sartán.

Alfred no respondió. Permaneció de pie, abriendo y cerrando las manos en torno al respaldo de la silla.

—¿Por qué te quedas ahí plantado, sin decir nada? —gritó Orla—. ¡Dile a mi esposo que se equivoca! ¡Dime a

que me equivoco!

Alfred levantó sus dulces ojos azules y respondió:

—¿Qué puedo decir que te convenza? Orla se dispuso a contestar, pero luego meneó la cabeza en un gesto de frustración y, volviéndole la espalda, abandonó la sala! Samah lanzó una torva mirada a Alfred y anunció:

—Esta vez voy a apostar un vigilante. Ya te mandaré llamar.

El Consejero abandonó también la sala a grandes zancadas, acompañado del gruñido desafiante del perro.

Ramu ocupó el lugar de su padre. Se acercó a la mesa, lanzó una mirada ominosa a Alfred y posó sus firmes manos sobre el documento. Con toda meticulosidad, lo enrolló, lo introdujo en el canuto y lo devolvió a su lugar correspondiente. Después, ocupó un asiento al fondo de la estancia, lo más alejado posible de Alfred sin llegar a perderlo de vista.

Sin embargo, aquella vigilancia resultaba totalmente innecesaria. Alfred no habría intentado escapar aunque hubieran dejado las puertas abiertas de par en par. Abatido, con los hombros hundidos de aflicción, se dejó caer en la silla. Allí estaba, prisionero de su propio pueblo, de sus congéneres a los que había esperado encontrar desde hacía tanto tiempo. Era culpable. Había cometido una falta terrible y no lograba imaginar, ni por asomo, qué lo había impulsado a ello.

Sus actos habían encolerizado a Samah. Peor aún, habían herido a Orla. ¿Y todo para qué? Para meter las narices en unos asuntos que no eran de su incumbencia. Unos asuntos que estaban más allá de su comprensión.

—Samah es mucho más sabio que yo —se dijo—. Él sabe qué es más conveniente. Y tiene razón en que no soy un sartán. Soy parte patryn, parte mensch. Incluso —añadió, dirigiendo una triste sonrisa al fiel animal que yacía a sus pies— un poco perro. Pero, sobre todo, soy un estúpido. Samah no intentaría ocultar estos datos. Como ha dicho Orla, sólo esperaba un momento más oportuno. Nada más.

»Me disculparé ante el Consejo —continuó con un suspiro— y cumpliré con gusto lo que me exijan. Luego, me marcharé. No puedo quedarme aquí por más tiempo. ¿Por qué...? —Se miró las manos y las sacudió con frustración—. ¿Por qué estropeo todo lo que toco? ¿Por qué traigo la desgracia a quienes más quiero? Abandonaré este mundo y no regresaré jamás. Volveré a mi cripta de Ariano y me sumiré en el sueño. Dormiré mucho, muchísimo tiempo. Si tengo suerte, quizá no vuelva a despertar jamás.

»Y tú —añadió, al tiempo que dirigía una mirada iracunda al perro—, eres libre de ir a donde quieras. Haplo no te perdió, ¿verdad? Te dio esquinazo deliberadamente. ¡No quiere que vuelvas! Muy bien, pues. Buen viaje. Te dejaré aquí a ti también. ¡Os dejaré a los dos!

El animal se encogió al captar su tono de voz colérico y su mirada torva. Con las orejas gachas y el rabo entre piernas, se dejó caer a los pies de Alfred y se quedó allí tendido, contemplándolo con ojos tristes y apesadumbrados.

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