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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (53 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—Me temo que tiene razón —suspiró Devon.

—Y Alake tiene una idea —apuntó Grundle, mirando fijamente a la humana—. ¿Verdad, Alake?

—Tal vez. Es algo que no deberíamos hacer. Podríamos meternos en un verdadero lío.

Alake miró a un lado y a otro, aunque en el pequeño camarote sólo estaban ellos tres. Hizo un gesto a sus amigos para que se acercaran y se inclinó adelante hacia ellos.

—He oído contar a mi padre que en los viejos tiempos, cuando las tribus luchaban unas con otras, algunos guerreros mascaban una hierba que hacía desaparecer el miedo. Mi padre no la utilizó nunca, pues dice que el miedo es la mejor arma de un guerrero en el combate porque aguza el instinto y...

—¡Bah! Cuando notas las tripas como si fueran a salírsete por la boca en cualquier momento, no importa lo aguzado que tengas el instinto.

—¡Silencio, Grundle! —Devon apretó la mano de la enana—. Deja que Alake termine.

—Lo que me disponía a decir antes de la interrupción —la humana dirigió una severa mirada a Grundle— es que, en este caso, no necesitamos en realidad tener los instintos especialmente alerta porque no nos proponemos combatir contra nada. Lo único que queremos es acercarnos a escondidas a las serpientes dragón, escuchar lo que dicen y escabullimos sin ser descubiertos. Esa hierba de la que hablo podría ayudarnos a vencer el miedo que nos provocan.

—¿Es una hierba mágica? —quiso saber Grundle, recelosa.

—No. Es una simple planta, como la lechuga. Sus propiedades son inherentes a ella, no producto de hechizos. Sólo es preciso masticarla.

Los tres se miraron.

—¿Qué opinas?

—Me parece buena idea.

—¿Podrás conseguir un poco, Alake?

—Sí. La herborista ha traído una buena reserva, pensando que tal vez la querrían tomar algunos de los combatientes, en el caso de que fuéramos a la guerra.

—Muy bien, pues. Alake, encárgate de traerla. ¿Cómo se llama?

—Zarza impávida.

—¿Zarza? —Grundle frunció el entrecejo—. No creo que... Unas voces en el pasillo interrumpieron la conversación. La reunión de los monarcas estaba finalizando.

—¿Cuándo zarparás, Haplo? —les llegó con nitidez la voz grave de Dumaka al otro lado de la puerta cerrada.

—Esta noche.

Los tres jóvenes intercambiaron una mirada.

—¿Podrás conseguir la hierba para entonces? —susurró Devon.

Alake asintió.

—Muy bien, pues. Está todo decidido. Nos vamos. Grundle extendió la mano al frente. Devon colocó la suya sobre la de la enana. Alake sostuvo ambas entre las suyas.

—Nos vamos —repitieron los tres con voz firme.

Haplo pasó el resto del día aprendiendo ostentosamente a pilotar uno de los pequeños sumergibles biplaza que utilizaban humanos y elfos para pescar. Estudió con todo detalle el funcionamiento de la embarcación enana e hizo gran número de preguntas, muchas más de las necesarias para tripular el sumergible la breve distancia que lo separaba de Draknor. Repasó toda la nave, centímetro a centímetro, con tan profundo interés que terminó por despertar las suspicacias de los enanos.

Sin embargo, el patryn no escatimó alabanzas a la maestría de los enanos en la carpintería y en la navegación y, finalmente, el capitán y la tripulación terminaron buscando detalles que lo impresionaran.

—La nave servirá perfectamente para mis propósitos —declaró por último, contemplando el sumergible con satisfacción.

—Por supuesto —rezongó el enano—. Sólo vas a navegar en ella hasta Draknor. No te propones dar la vuelta al mundo. Haplo le dirigió una leve sonrisa.

—Tienes razón, amigo mío. No me propongo dar la vuelta al mundo.

Se proponía abandonarlo. Lo haría tan pronto como las serpientes dragón inundaran Surunan, lo cual esperaba que sucediera mañana mismo. Capturaría a Samah, y el pequeño sumergible lo llevaría —junto con su prisionero— a través de la Puerta de la Muerte.

—Pondré las runas de protección en el interior de la embarcación, en lugar de en el exterior —se dijo en un murmullo, cuando estuvo de nuevo a solas en su camarote—. Eso debería resolver el problema del agua del mar.

»Eso me recuerda que necesito llevar una muestra de esa agua a mi señor para proceder a analizarla y determinar si existe algún modo de anular sus efectos debilitadores sobre nosotros. Tal vez mi señor pueda descubrir incluso de dónde ha salido este líquido tan especial. Dudo mucho que sea una creación de los sartán...

Haplo escuchó un ruido sordo en el pasillo, junto al camarote.

—Grundle... —murmuró, moviendo la cabeza con una mueca de fastidio.

Había tenido a la mensch siguiéndole los pasos todo el día. Sus pesados andares, sus botas aún más pesadas, sus jadeos y resuellos, habrían alertado de su presencia incluso a alguien sordo y ciego. El patryn se preguntó vagamente en qué travesura andaría metida, pero no se preocupó más del tema. Un pensamiento incómodo seguía royéndole la mente, borrando de ella todo lo demás.

El perro. El perro que una vez había sido suyo y ahora parecía estar con Alfred.

Haplo sacó del cinto dos puñales que le había regalado Dumaka, los depositó sobre la cama y los examinó minuciosamente. Eran buenas armas, de excelente factura. Invocó su magia y las runas de su piel emitieron su resplandor azulado y su brillo rojizo. Pronunció las runas y colocó el índice en la hoja de uno de los puñales. El acero siseó y burbujeó, y se levantó de él una fina columna de humo. Unas runas de muerte empezaron a cobrar forma en la hoja bajo el dedo de Haplo.

—Que el maldito perro haga lo que le venga en gana. —Haplo puso exquisito cuidado en trazar los signos mágicos de los cuales podía depender su vida, pero había llevado a cabo aquella operación tantas veces que podía permitir que su mente se ocupara de otros asuntos—. He vivido mucho tiempo sin él y puedo volver a hacerlo. Reconozco que me ha sido de utilidad, pero no lo necesito. No quiero recuperarlo. Ya no. Después de haber vivido con un sartán, no lo quiero.

Haplo completó su trabajo en una cara de la hoja. Se echó hacia atrás en la silla y estudió con gran cuidado los trazos en busca de la menor imperfección, del más mínimo error en el intrincado dibujo. No habría ninguno, por supuesto. Haplo era experto en lo que hacía.

Experto en matar, en mentir, en engañar. Incluso era experto en mentirse a sí mismo. Por lo menos, lo había sido en otro tiempo. Entonces no le costaba creer sus propias mentiras. ¿Por qué ya no podía seguir haciéndolo?

—Porque eres débil —se mofó de sí mismo—. Eso es lo que diría mi señor. Y tendría razón. ¡Preocuparme por un perro! ¡Preocuparme por unos mensch! ¡Por una mujer que me dejó hace tanto tiempo! ¡Por un hijo mío que tal vez esté ahí, en el Laberinto, desvalido! ¡Un niño desamparado! ¡Y yo no tengo el valor de volver a buscarlo..., a buscarla!

Un error. Un signo mágico roto, incompleto. Ahora, nada de lo hecho servía. Haplo soltó unas amargas y furiosas maldiciones. Con un gesto brusco, barrió del lecho los puñales.

¡El valiente patryn que arriesgaba la vida por entrar en la Puerta de la Muerte, por explorar nuevos mundos desconocidos!

«... porque tengo miedo de volver al único mundo que conozco de verdad. Ésa fue la verdadera razón por la cual aquel día en el Laberinto, hace tanto tiempo, estuve dispuesto a darme por vencido y morir.
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No puedo soportar la soledad. No puedo soportar el miedo.»

Y entonces, Haplo había encontrado al perro.

Y ahora, el perro se había marchado.

Alfred. Todo era obra de Alfred. ¡Maldito fuera cien veces!

Del otro lado de la puerta del camarote le llegó un sonoro tamborileo, que sonaba sospechosamente como el taconeo de unas botas pesadas sobre una cubierta de madera. Grundle debía de estar muerta de aburrimiento.

El patryn contempló con aire torvo los puñales caídos en la cubierta. Un trabajo mal hecho. Estaba perdiendo el control, se dijo.

Alfred podía quedarse con el maldito perro. Por él, encantado.

Recogió los puñales y reinició la tarea; esta vez, concentró en ella toda su atención. Por fin, enlazó el último signo mágico en la hoja del arma. Recostándose en el respaldo de la silla, estudió el puñal. En esta ocasión, todo estaba como era debido. Tomó el otro puñal y empezó a actuar sobre él.

Terminada la tarea, envolvió las dos dagas potenciadas con las runas en un retal de una tela que los enanos llamaban hule, donde su magia estaría perfectamente protegida. La tela era absolutamente impermeable; Haplo lo sabía porque lo había comprobado. El hule mantendría los puñales intactos y evitaría que perdiesen su magia, incluso si sucedía algo y él se quedaba sin la suya.

No era que esperase problemas, pero no estaba de más andar preparado. Para ser sincero —y Haplo pensó con acritud que aquél debía de ser su día para la sinceridad—, no se fiaba de las serpientes dragón aunque la lógica le dijera que no había ninguna razón para ello. Quizá su instinto sabía algo que su cerebro ignoraba. En el Laberinto, había aprendido a confiar en su instinto.

Haplo se acercó a la puerta y la abrió de golpe.

Grundle se precipitó en el interior dando tumbos y aterrizó sobre la cubierta, boca abajo. Desconcertada, se incorporó, se sacudió el polvo de la ropa y dirigió una mirada colérica a Haplo.

—¿No deberías ponerte en marcha? —inquirió luego en tono exigente.

—Ahora mismo —respondió él con su media sonrisa. El patryn ató la bolsa de hule al cinturón que ceñía sus calzones y la ocultó bajo los pliegues de la camisa.

—Ya era hora —masculló Grundle, y se alejó con sus sonoras pisadas.

Aquella tarde, Alake acudió a la herbolaria quejándose de que tenía tos e irritación de garganta. Mientras la mujer preparaba una infusión de manzanilla y menta y rezongaba sobre lo terrible que resultaba que la mayoría de los jóvenes no mostrara ya ningún respeto por las viejas costumbres y sobre lo mucho que le alegraba que Alake fuera diferente, la muchacha se arregló para arrancar varias hojas de la zarza contra el miedo que la herbolaria tenía plantada en un pequeño tonel.

Con las hojas ocultas en una mano y ésta tras la espalda, Alake recogió la mezcla para la infusión y escuchó con atención las instrucciones de la mujer respecto a que debía tomarla recién hecha y repetir la dosis antes de acostarse.

La muchacha prometió que así lo haría y se excusó en la tos para no prolongar la conversación. Cuando hubo salido, añadió las hojas de la zarza impávida a la mezcla para la infusión y regresó rápidamente a su habitación.

Por la noche, Devon y Grundle se reunieron con Alake en la cabina de ésta.

—Ya se ha ido —informó la enana—. Lo vi abordar el sumergible. Es un tipo extraño. Lo he oído en su camarote, hablando consigo mismo. No he entendido gran cosa, pero sonaba preocupado. ¿Sabéis?, no creo que vuelva.

—¡No seas ridícula! —se burló Alake—. Por supuesto que volverá. ¿Adonde va a ir, si no?

—Quizás al lugar del que vino.

—Tonterías. Haplo ha prometido ayudar a nuestro pueblo y no nos dejaría ahora.

—¿Qué te hace pensar lo que dices, Grundle? —preguntó Devon.

—No lo sé —respondió la enana con un aire meditabundo y solemne insólito en ella—. Había algo en su forma de mirar... —añadió con un lúgubre suspiro.

—Muy pronto lo descubriremos —predijo Devon—. ¿Has conseguido las hierbas?

Alake asintió y ofreció una hoja de la zarza contra el miedo a cada uno. Grundle contempló la hoja gris verdusca con desagrado,
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la olió y estornudó. Procedió a taparse la nariz, se introdujo la hoja en la boca, la masticó y la tragó.

Después, los tres se quedaron sentados mirándose, a la espera de que los abandonara el miedo.

CAPÍTULO 29

DRAKNOR

CHELESTRA

—¿Dónde crees que vas con esa nave? El marinero enano, que parecía haber surgido de la nada, observaba a los tres jóvenes con mirada ceñuda.

—Estás hablando con la hija del monarca de los humanos —respondió Alake, irguiéndose con porte imperioso—. Y con la hija de tu rey.

—Eso es —asintió Grundle, avanzando unos pasos. El marinero, desconcertado, se quitó el gorro con que cubría su cabeza e hizo una reverencia.

—Disculpad, pero tengo órdenes de vigilar estas embarcaciones. Nadie puede cogerlas sin permiso del Vater.

—Ya lo sé —replicó Grundle—. Y traigo el permiso de mi padre. Muéstraselo, Alake.

—¿Qué? —Alake miró a la enana, perpleja.

—Enséñale al marinero la carta de autorización de mi padre.

—Grundle guiñó un ojo y lanzó una mirada de inteligencia a la bolsa que colgaba del cinturón, de tiras de cuero trenzadas, que rodeaba el talle de la humana. De la boca de la bolsa sobresalía el extremo, apenas visible, de varios pequeños pergaminos perfectamente enrollados.

Alake enrojeció y entrecerró los ojos.

—¡Eso son mis hechizos! —exclamó, irritada—. ¡Y no voy a enseñarlos a nadie!

—Mujeres... —se apresuró a intervenir Devon, tomando al marinero por el brazo y alejándolo de las muchachas—. Nunca saben lo que llevan en la bolsa.

—¡Calma, Alake! —insistió Grundle en voz baja—. A ese marinero se los puedes enseñar. No sabe leer... La humana le lanzó una mirada colérica.

—¡Vamos! ¡No tenemos mucho tiempo! —dijo la enana, impaciente—, Haplo ya debe de haberse marchado.

Con un suspiro, Alake se llevó la mano a la bolsa y extrajo de ella uno de los pergaminos.

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