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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (62 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Orla lo miró y palideció. Movió la cabeza, muy despacio, y dijo:

—Estás loco, Samah. El miedo te ha vuelto loco. —Avanzó hasta Alfred y lo cogió del brazo—. Elijo ir con él.

—No, Orla, no puedo permitirlo —protestó Alfred—. No sabes lo que estás diciendo.

—Sí que lo sé. Olvidas que he compartido tus visiones —le recordó ella con una sonrisa trémula. Se volvió hacia el patryn y añadió—: Sé lo que nos espera y no tengo miedo.

Haplo no prestaba atención a la escena. El patryn llevaba un rato estudiando al sartán que montaba guardia a la puerta, calculando las posibilidades de pillarlo por sorpresa y lograr la huida. La esperanza era remota, casi inexistente, pero aun así era preferible intentarlo a seguir allí encerrado, esperando a que Samah le diera el siguiente baño.

Se puso en tensión, dispuesto para atacar pero, de pronto, Samah se volvió hacia el guardián. Haplo se obligó a relajarse e intentó aparentar indiferencia.

—Ramu —dijo Samah—, lleva a estos dos a la Cámara del Consejo y preparadlos para el cumplimiento de la sentencia. Tenemos que llevar a cabo el hechizo de transporte de inmediato, antes de que ataquen los mensch. Reúne a los miembros del Consejo. Serán necesarios todos para llevar a cabo un acto mágico de esta magnitud.

—¿Hechizo de transporte? —Haplo se puso en guardia al instante, pensando que tenía algo que ver con él—. ¿Qué sucede?

Ramu entró en la estancia y se detuvo junto a la puerta.

Alfred avanzó hacia él, con Orla a su lado. Los dos caminaban con calma, muy dignos. Y, por una vez —apreció Haplo con asombro—, Alfred no tropezó con nada.

El patryn salió al paso de la pareja.

—¿Dónde os envían? —preguntó a Alfred.

—Al Laberinto.

—¿Qué? —Haplo soltó una carcajada, convencido de que se trataba de algún extravagante truco para hacerlo caer en una trampa, aunque no logró imaginar con qué propósito—. ¡No te creo!

—Ya fueron enviados otros antes que nosotros, Haplo. No somos los primeros. Hace mucho tiempo, durante la Separación, los sartán que descubrieron y abrazaron la verdad fueron encarcelados junto a tu pueblo.

Haplo lo miró fijamente, perplejo. Aquello no tenía sentido. Era imposible. Y, a pesar de todo, sabía que Alfred decía la verdad. El sartán no podía mentir.

—¡No puedes hacerlo! —protestó Haplo, vuelto hacia Samah—. ¡Los estás sentenciando a muerte!

—¡Déjate de fingir preocupación, patryn! No conseguirás nada con ello. Tú no tardarás en ir a hacer compañía a tu «amigo», cuando te hayamos interrogado a fondo acerca de ese que se hace llamar Señor del Nexo y de sus planes.

Haplo hizo caso omiso de sus palabras y se volvió a Alfred.

—¿Vas a permitir que te envíen al Laberinto? ¿Como si tal cosa? ¡Tú has estado allí, con mi mente! ¡Sabes cómo es! No durarás allí ni cinco minutos. ¡Ni tú, ni ella! ¡Lucha, maldita sea! ¡Por una vez en tu vida, planta cara y lucha!

Alfred palideció y gesticuló nerviosamente.

—No, no podría...

—¡Claro que sí! Grundle tenía razón. Ese dragón alado eras tú, ¿verdad? Tú nos salvaste la vida en Draknor. Eres poderoso, más que Samah, más que cualquier sartán que haya existido. Las serpientes dragón lo saben. «Mago de la Serpiente», te llamaron. Y él, Samah, también lo sabe. Por eso intenta librarse de ti.

—Gracias, Haplo —contestó Alfred con suavidad—, pero, aunque lo que dices fuera verdad y realmente me convertí en dragón, no puedo recordar cómo lo hice. No, Haplo. Las cosas están bien así. Por favor, entiéndelo. —Alargó una mano y la apoyó en el brazo musculoso del patryn—. Me he pasado toda la vida huyendo de lo que soy. Eso, o desmayándome. O pidiendo disculpas. —Estaba tranquilo, casi sereno—. Pero no volveré a huir.

—Ya —dijo Haplo secamente—. Bueno, será mejor que no vuelvas a desmayarte, tampoco. En el Laberinto, me refiero. —Y, con gesto brusco, se sacudió del brazo el contacto con el sartán.

—Intentaré recordarlo. —Alfred sonrió. El perro se acercó a él y frotó el hocico contra su pierna con un gimoteo. El sartán le dio unas palmaditas con cautela.

—Cuida de él, muchacho. No vuelvas a perderlo.

Ramu se interpuso entre ambos y empezó a entonar las runas.

Unos signos mágicos centellearon ante Haplo, cegándolo. El calor lo obligó a retroceder. Cuando recuperó la visión, las runas rojas ardían de nuevo ante la puerta y obstruían las ventanas.

Los sartán se habían marchado.

CAPÍTULO 34

SURUNAN

CHELESTRA

Haplo permaneció tendido en la cama. No podía hacer otra cosa que esperar. Su piel empezaba a secarse y los signos mágicos de su cuerpo volvían a ser débilmente visibles, pero aún tardarían mucho tiempo en recuperar todo su poder. Más tiempo del que suponía que podría disponer. Los sartán no tardarían en volver, empaparlo de agua y, luego, intentar obligarlo a hablar.

Esto último podía resultar entretenido.

Mientras tanto, se dijo, era mejor que intentara descansar cuanto pudiera. La pérdida de la magia lo hacía sentirse cansado y débil y se preguntó si sería una reacción auténtica, física, o sólo cosa de su mente. Se preguntó muchas otras cosas, allí tendido, mientras trataba de consolar al apenado perro.

Hombres y mujeres sartán en el Laberinto. Enviados allá por sus enemigos. ¿Qué había sido de ellos? Por supuesto, cabía esperar que los patryn, llevados de su furia, se hubiesen lanzado sobre ellos y les hubiesen dado muerte.

Pero ¿y si no había sido así? ¿Y si aquellos enemigos seculares se habían visto obligados a olvidar el odio y el rencor y a colaborar para sobrevivir? ¿Y si, durante las noches largas y oscuras, habían dormido juntos, si habían buscado consuelo unos en brazos de otros en los escasos momentos de respiro en su vida de terror? ¿Era posible que alguna vez, mucho tiempo atrás, la sangre patryn y la sartán se hubieran mezclado?

La idea dejó perplejo a Haplo. Era demasiado abrumadora para asimilarla. Las posibilidades que ofrecía eran demasiado perturbadoras.

Su mano acarició la cabeza del perro, que descansaba sobre su pecho. El animal cerró los ojos, suspiró y se acurrucó contra él en la cama. Haplo casi se había dormido también cuando el mundo tembló.

Abrió los ojos al instante, tenso y alarmado, presa del pánico ante aquella aterradora sensación pero incapaz de mover un músculo para combatirlo. El temblor, la ondulación, se inició por sus pies y se extendió hacia arriba llevando consigo el vértigo y el mareo. Incapaz de actuar, no pudo hacer otra cosa que observar y percibir lo que sucedía.

Ya había experimentado aquello en una ocasión. Una vez, el mundo había vibrado así a su alrededor. Una vez, se había visto a sí mismo sin forma ni dimensión, aplastado contra lo que lo rodeaba, que a su vez parecía frágil y quebradizo como una hoja seca.

Las ondas se extendieron por encima de él. Doblaron la estancia, las paredes, el techo... Las runas rojas de aislamiento que obstruían la puerta y las ventanas se apagaron, pero Haplo no pudo aprovecharse de ello porque le resultaba imposible moverse.

La vez anterior, el perro había desaparecido también. Agarró al animal, que esta vez permaneció a su lado dormitando tranquilamente, sin enterarse de nada.

Aquella extraña ondulación cesó con la misma rapidez con que se había iniciado. Las runas rojas volvían a brillar. El perro resopló.

Haplo hizo una profunda inspiración, soltó el aire y miró al vacío. La última vez que el mundo había vibrado, Alfred había sido la causa.

Alfred había cruzado la Puerta de la Muerte.

El patryn despertó de improviso con un hormigueo de alarma en el cuerpo. Era de noche y la habitación estaba a oscuras, o lo habría estado de no ser por el resplandor de las runas. Se sentó en la cama e intentó recordar e identificar el sonido que lo había sacado con tal brusquedad de su profundo sueño. Estaba tan concentrado en escuchar que, en un primer momento, no se dio cuenta del intenso fulgor azul de los signos mágicos de su piel.

—Debo de haber dormido mucho rato —dijo al perro, que también había sido despertado por el ruido—. ¿Cómo es que no han venido a buscarme? ¿Qué supones que sucede, muchacho?

El perro pareció pensar que tenía alguna idea, pues saltó del lecho y cruzó la estancia hasta una ventana. Haplo tuvo la misma idea y lo imitó. Se acercó a las runas todo lo que pudo, sin hacer caso del calor mágico que le quemaba la piel y contra el cual su propia magia era incapaz de protegerlo mucho rato. Con una mano como escudo, el patryn entrecerró los ojos e intentó observar el exterior pese al brillo cegador de las runas.

No pudo distinguir gran cosa en la noche; sombras que se confundían con más sombras, siluetas negras de pura oscuridad. En cambio, captó con nitidez los gritos. Era el griterío lo que lo había despertado.

—¡La muralla! ¡Hay una brecha en la muralla! ¡El agua inunda la ciudad!

Haplo creyó escuchar unas pisadas al otro lado de la puerta. Se puso en tensión y se volvió, dispuesto a luchar. Habían cometido una imprudencia al permitirle recuperar su poder. El les enseñaría hasta qué punto habían sido negligentes.

Los pasos vacilaron un momento; luego, empezaron a retirarse. Haplo se acercó a la puerta y escuchó hasta que el sonido se perdió en la lejanía. Si se trataba de algún centinela sartán, ya no rondaba por allí.

Sin embargo, las runas de aislamiento seguían fuertes, llenas de poder. El patryn se vio obligado a retirarse de la puerta. Enfrentarse al calor le desgastaba las fuerzas.

Además, no había necesidad de desperdiciar energías.

—Será mejor que te relajes, muchacho —recomendó al perro—. No tardaremos en salir de aquí.

Y entonces ¿adonde iría? ¿Qué haría?

Volver al Laberinto a buscar a Alfred, a buscar a los otros...

Con una ligera sonrisa, Haplo volvió a la cama, se tendió en ella cómodamente y aguardó a que las aguas subieran.

APÉNDICE I

LOS DUELOS MÁGICOS ENTRE PATRYN Y SARTÁN: UNA EXPLICACIÓN MÁS EXTENSA

Tanto sartán como patryn basan su magia en la teoría de las posibilidades.
{51}
El duelo entre ambos puede describirse como una versión letal del juego infantil que se conoce como «Cuchillo, Papel y Piedra».
{52}
En este juego, cada niño se provee de tres objetos: una pequeña tijera, un pedazo de papel y un guijarro, y los oculta tras la espalda. Los jugadores se colocan uno frente a otro y, a una señal establecida, cada cual coge un objeto y lo muestra al otro fingiendo que se pelean con ellos. El objetivo del juego es adivinar cuál de las tres posibles armas utilizará el contrincante en cada ronda y estar preparado para contrarrestar su ataque.

Los diversos resultados se determinan así:

La tijera corta el papel.
(Quien saca la tijera gana la ronda).

La piedra aplasta la tijera.

El papel cubre la piedra.

El juego de la tijera, el papel y la piedra es, naturalmente, una versión extremadamente simplificada de un duelo mágico entre un sartán y un patryn, cada uno de los cuales tenía a su disposición innumerables posibilidades de ataque y de defensa.

En los tiempos antiguos, estos duelos rara vez se llevaban a cabo «en el calor del momento», como el sostenido por Samah y Haplo. Ambas razas tenían que cuidar su imagen y los duelos sólo tenían lugar después de que se hubiera formulado y aceptado un desafío en toda regla. Los patryn siempre estaban dispuestos a luchar en público; los sartán podían acceder a ello, pero sólo si consideraban que tal exhibición pública de valor y destreza podía resultar instructiva para los mensch.

Estos duelos públicos se celebraban en escenarios habilitados para ello y resultaban espectáculos absolutamente maravillosos, aunque la presencia de una multitud impedía el uso de algunos de los efectos mágicos más espectaculares. Por ejemplo, no era conveniente invocar un rayo sobre el rival y correr el riesgo de electrocutar por error a la mitad de los espectadores. Por ello, estos duelos públicos rara vez terminaban con muertes, sino que se asemejaban a un torneo de ajedrez, en el que un jugador intenta dar jaque mate al rival.

Los duelos privados iban mucho más en serio. Se libraban a una escala mucho más letal y casi siempre terminaban con la muerte de uno o de ambos contrincantes. Se celebraban en lugares secretos que sólo conocían las dos razas y en los que podían desencadenarse fuerzas destructivas sin poner en peligro a espectadores inocentes. En ocasiones, los rivales luchaban solos, pero era más frecuente que asistiera algún familiar o un miembro del Consejo para actuar de testigo. Ninguno de estos asistentes podía intervenir en el enfrentamiento.

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