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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (61 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—El Consejo. Está reunido en este momento, ¿verdad?

—Sí —respondió Orla, sin llegar a emitir sonido alguno.

—¿Y tú..., tú no estás presente?

La mujer abrió la boca para responder pero, finalmente, se limitó a mover la cabeza en gesto de negativa.

—No —añadió tras una pausa. Luego alzó el mentón y prosiguió con voz más firme—: No, no estoy presente. He abandonado el Consejo.

Alfred la miró, boquiabierto. Que él supiera, ningún sartán había hecho nunca una cosa así. Que él supiera, a nadie se le había pasado siquiera por la cabeza una idea semejante.

—¿Lo has hecho... por mí? —preguntó con timidez.

—Sí. Por ti. Por él —señaló al patryn—. Por ellos. —Su mirada abarcó a los mensch.

—¿Y Samah? ¿Qué...? ¿Cómo...?

—Se ha puesto furioso. De hecho —añadió Orla con una sonrisa satisfecha—, en este momento también estoy siendo juzgada, contigo y con el patryn.

—¡No! —Alfred estaba consternado—. ¡No puede...! ¡No permitiré que tú...!

—No digas nada. —Orla apoyó sus dedos en los labios de Alfred—. No importa. —Lo cogió de la mano, de aquella mano torpe, huesuda y desproporcionada—. Tú me has enseñado mucho. Ya no tengo miedo. No importa lo que nos hagan, no tengo miedo.

—¿Qué nos hará Samah? —Los dedos de Alfred se cerraron en torno a los de ella—. ¿Qué les sucedió a los otros, querida mía? ¿Qué fue de aquellos de nuestro pueblo que, hace tanto tiempo, descubrieron la verdad?

Orla se volvió. Sus ojos buscaron los de Alfred y sostuvieron su mirada. Su voz sonó muy serena.

—Samah los encerró en el Laberinto.

CAPÍTULO 33

SURUNAN

CHELESTRA

—Esto es lo que oímos decir a las serpientes dragón, Haplo —afirmó Grundle, con una mueca de miedo al recordarlo—. Dijeron que todo era una trampa y que iban a hacer que nuestros pueblos se mataran entre ellos. Y que iban a llevarte prisionero...

—...ante tu señor —terminó la frase Devon—. Las serpientes dragón piensan llevarte ante tu señor y denunciarte como traidor. Lo dijeron. Nosotros las oímos.

—¡Tienes que creernos! —insistió Grundle.

El patryn había prestado mucha atención, con una mueca de preocupación ante lo que oía, pero no había pronunciado una palabra.

—Nos crees, ¿verdad? —inquirió Devon.

—Sí, os creo.

Al oír el tono convencido de su voz, los dos jóvenes se relajaron y parecieron aliviados. Haplo escuchó el eco de las palabras de la serpiente: «El caos es la sangre que nos da vida. La muerte, nuestra comida y nuestra bebida».

En Abarrach, Haplo había encontrado indicios de que tal vez existiera un poder benéfico superior. Si entonces había estado en lo cierto, tenía la impresión de que ahora, en Chelestra, había descubierto exactamente lo contrario.

Se preguntó si Alfred habría oído lo que decían los mensch y dirigió la mirada hacia él. Era evidente que no. El sartán estaba tan pálido como si una lanza acabara de atravesarle el corazón.

—¡Sartán! —dijo bruscamente—. Tienes que escuchar esto. Contadle lo que acabáis de decirme acerca de las serpientes dragón y la Puerta de la Muerte —indicó a la enana.

Alfred volvió la cabeza hacia Grundle. Profundamente perturbado, se apreciaba que sólo escuchaba a medias. Orla, más serena, prestó a Grundle toda su atención.

Complacida ante tal auditorio, Grundle inició su relato un tanto nerviosa pero adquirió más confianza a medida que avanzaba.

—No entendí casi nada de lo que dijeron. Al principio, sí; todo lo de cómo proyectaban inundar vuestra ciudad con el agua del mar, y que eso os privaría de vuestra magia y tendríais que escapar. Pero luego empezaron a hablar de una cosa llamada «Puerta de la Muerte».

Se volvió hacia Devon buscando su confirmación. El elfo asintió.

—Sí, eso es. La Puerta de la Muerte.

—¿La Puerta de la Muerte? ¿Qué decís de la Puerta de la Muerte? —De pronto, Alfred prestó sumo interés a la conversación.

—Cuéntaselo tú —indicó la enana al elfo—. Tú sabes las palabras exactas que usaron. A mí se me olvidan.

Devon vaciló un instante, hasta estar seguro de que se acordaba de todo.

—Las serpientes dijeron: «Se verán obligados a llevar a cabo lo que hace tanto tiempo tuvieron fuerzas suficientes para resistirse a hacer. ¡Samah abrirá la Puerta de la Muerte!». Y luego añadieron algo acerca de cruzar la Puerta de la Muerte y...

Orla lanzó una exclamación, se puso en pie y se llevó una mano al pecho.

—¡Eso es lo que Samah se propone hacer! ¡Habla de abrir la Puerta de la Muerte si los mensch nos atacan!

—Y tal cosa dispersará este mal terrible por los demás mundos —añadió Haplo—. Las serpientes dragón crecerán en número y en poder. ¿Y quién quedará para combatirlas?

—Es preciso detener a Samah —dijo Orla. Se volvió hacia los mensch y añadió—: Y es preciso detener a vuestros pueblos.

—Nosotros no queremos la guerra —replicó Devon, muy serio—. Pero es preciso que tengamos un lugar donde vivir. Nos dejáis pocas alternativas.

—Podemos llegar a un acuerdo. Nos reuniremos otra vez a negociar...

—Es tarde para eso, «esposa». —Samah apareció en el umbral de la puerta—. La guerra ha empezado. Hordas de mensch navegan hacia la ciudad, guiadas por las serpientes dragón.

—¡Pero... eso es imposible! —exclamó Grundle—. Mi pueblo teme a esas serpientes.

—Los elfos no seguirían a las serpientes dragón sin una buena razón —afirmó Devon, y lanzó una mirada ceñuda a Samah—. Tiene que haber sucedido algo que los obligara a tomar una decisión tan drástica.

—En efecto,
algo
ha sucedido... como estoy seguro de que sabéis. Vosotros dos... y el patryn.

—¿Nosotros? —exclamó Grundle—. ¿Qué podemos haber hecho nosotros? ¡Si hemos estado aquí, contigo! Aunque nos encantaría poder hacer lo que fuese... —añadió, pero en un murmullo que sólo pudieron oír sus patillas.

Devon le hincó un dedo en la espalda y la enana se calló.

—Me parece, Samah —intervino Orla—, que deberías explicarte antes de acusar a unos niños de desencadenar una guerra.

—Muy bien, «esposa». Me explicaré.

Samah utilizó el término como un látigo, pero Orla no pestañeó al oír su chasquido. Permaneció tranquilamente al lado de Alfred.

—Las serpientes dragón se presentaron a los mensch y les contaron que
nosotros,
los sartán, éramos los responsables de la desdichada muerte de la joven humana. Las serpientes añadieron que habíamos tomado cautivos a los otros dos mensch y que los reteníamos como rehenes. —Su fría mirada volvió a Devon y Grundle—. Muy astuto, vuestro plan; la manera cómo nos convencisteis para que os trajéramos con nosotros. Idea del patryn, sin duda...

—Sí, claro —murmuró Haplo con hastío—. Lo ideé todo justo antes de perder el conocimiento.

—¡Nosotros no urdimos nada de eso! —protestó Grundle, con un temblor en el labio inferior—. ¡Lo que hemos dicho es verdad! ¡Eres un hombre malvado!

—Calla, Grundle. —Devon pasó sus brazos en torno a los hombros de la enana—. ¿Qué vais a hacer con nosotros?

—Seréis devueltos sanos y salvos a vuestras familias. Nosotros no combatimos contra chiquillos. Y llevaréis este mensaje a vuestros pueblos: atacadnos y ateneos a las consecuencias. Conocemos vuestro plan de inundar la ciudad. Creéis que esto nos debilitará pero vuestros amigos, el patryn y sus maléficas secuaces, os han mentido intencionadamente. Os han dicho que encontraréis en la ciudad a un puñado de sartán indefensos, pero lo que encontraréis es una ciudad con miles de sartán armados con el poder de siglos, acorazados por el poder de otros mundos.

—Os proponéis abrir la Puerta de la Muerte... —dijo Haplo. Samah no se dignó responder.

—Repetid mis palabras a vuestros pueblos. Deseo que quede constancia de que os advertimos lealmente.

—¡No puedes hablar en serio! —Alfred extendió las manos en un gesto de súplica—. ¡No sabes lo que estás diciendo! ¡Abrir la Puerta de la Muerte significaría... la catástrofe! Las serpientes dragón podrían entrar en otros mundos. ¡Y los espantosos lázaros de Abarrach están esperando una oportunidad así para entrar en éste!

—Igual que mi señor —añadió Haplo con un encogimiento de hombros—. Le harías un favor.

—¡Eso es lo que las serpientes dragón quieren que hagas, Samah! —exclamó Orla—. Pregunta a estos mensch. Ellos oyeron a esas criaturas mientras tramaban su plan.

—¿Piensas que voy a creerles? ¿Qué voy a creer a alguno de vosotros? —Samah dirigió una mirada desdeñosa a los presentes—. A la primera brecha en las murallas, abriré la Puerta de la Muerte e invocaré a nuestros hermanos de los otros mundos. Y estoy seguro de que existen sartán en esos otros mundos. No me vais a confundir con vuestras mentiras. Respecto a tu señor —Samah se volvió hacia Haplo—, será devuelto al Laberinto con el resto de vuestra raza perversa. ¡Y esta vez no habrá escapatoria posible!

—No lo hagas, Consejero. —La voz de Alfred sonaba serena y triste—. El verdadero mal no está fuera. El verdadero mal está aquí dentro. —Se llevó la mano al corazón—. Es el miedo. Lo sé muy bien, pues he cedido a su poder la mayor parte de mi vida.

»En otra época, hace mucho tiempo, la Puerta de la Muerte estaba destinada a permanecer abierta para conducirnos de la muerte a una existencia nueva y mejor. Pero esa época ha quedado atrás. Demasiadas cosas han cambiado. Si abres la Puerta de la Muerte ahora descubrirás, para tu más acerbo pesar y para tu desconsuelo, que has desencadenado otro aspecto más oscuro y siniestro de ese nombre. Un nombre, la Puerta de la Muerte, que un día estuvo destinado a representar la esperanza.

Samah lo escuchó en silencio, con paciencia ejemplar.

—¿Has terminado? —preguntó.

—Sí —respondió Alfred con modestia.

—Muy bien. Es hora de que estos mensch sean devueltos a sus familias. Venid, muchachos. —Samah hizo una seña a Grundle y a Devon—. Quedaos juntos. No tengáis miedo de la magia. No os hará ningún daño. Os parecerá que dormís y, al despertar, estaréis sanos y salvos entre los vuestros.

—A mí no me das miedo —replicó Grundle despectivamente—. He visto mejor magia de la que tú podrías soñar hacer en tu vida.

Volvió la vista hacia Alfred y le guiñó un ojo con ademán conspirador. Alfred puso una cara de extrema perplejidad.

—¿Recordáis lo que tenéis que decir a vuestros pueblos? —inquirió Samah.

—Lo recordamos —asintió Devon—. Y también lo recordarán nuestros pueblos. No olvidaremos tus palabras mientras vivamos. Adiós, Haplo. —El joven elfo se volvió hacia él—. Gracias no sólo por salvarme la vida, sino también por enseñarme a vivirla.

—Adiós, Haplo —dijo Grundle. La enana se le acercó y se abrazó a sus rodillas.

—No vuelvas a escuchar a escondidas —la previno el patryn con severidad. Grundle exhaló un suspiro.

—No lo haré jamás. Te lo prometo.

La enana se demoró un instante mientras buscaba algo que había guardado en un bolsillo del vestido. El objeto era grande, demasiado para el bolsillo, y se había quedado atascado en éste. Grundle dio un tirón y el bolsillo se desgarró. Cuando logró extraer el objeto, se lo ofreció a Haplo. Era un libro encuadernado en cuero, con la tapa gastada y manchada con lo que debían de ser rastros de lágrimas.

—Quiero que guardes esto. Es un diario que empecé cuando nos escapamos para entregarnos a las serpientes dragón. Le pedí a la señora —Grundle señaló a Orla con un gesto de cabeza— que me lo trajera. Y ella lo ha hecho, con su magia. Es estupenda. Me proponía escribir algo más. Pensaba escribir el final, pero... no he podido. Es demasiado triste. En cualquier caso —continuó, tras secarse una lágrima furtiva—, pasa por alto todas esas cosas malas que digo de ti al principio. Entonces no te conocía. Quiero decir... ¿me comprendes...?

—Sí —dijo Haplo, aceptando el regalo—. Te comprendo.

Devon tomó de la mano a la enana y los dos se colocaron ante Samah. El Gran Consejero entonó las runas y unos trazos de runas llameantes se formaron en el aire y rodearon a los mensch. Con los ojos cerrados y las cabezas caídas hacia adelante, los dos se sostuvieron el uno al otro. Las runas estallaron y el elfo y la enana desaparecieron.

—Ya está —dijo Samah con tono enérgico—. Ahora nos espera una tarea muy desagradable. Cuanto antes acabemos, mejor.

»Tú, que te haces llamar Alfred Montbank. Tu caso ha sido presentado ante el Consejo y, tras una minuciosa deliberación, te hemos hallado culpable de connivencia con el enemigo, de conspirar contra tu propio pueblo, de intentar engañarnos con mentiras y de profesar herejías. Hemos dictado sentencia contra ti. Alfred Montbank, ¿acatas que el Consejo tiene el derecho y el conocimiento para decretar contra ti una sentencia que te permita aprender de tus errores y repararlos?

La pregunta era un mero trámite que se formulaba siempre a quien era juzgado por el Consejo. Pese a ello, Alfred la escuchó con atención y pareció sopesar con cuidado cada palabra.

—«Aprender de mis errores y repararlos...» —repitió para sí. Alzó la vista hacia Samah y, cuando habló, su voz sonó firme y resuelta—. Sí, Gran Consejero, lo acepto.

—¡Alfred, no! —Orla se abalanzó hacia su esposo—. ¡No sigas con esto, Samah! ¡Te lo suplico! ¿Por qué no quieres escuchar...?

—¡Silencio, esposa! —Samah la apartó de sí con brusquedad—. Contra ti también se ha dictado sentencia. Puedes escoger entre ir con él o quedarte con nosotros. Pero, decidas lo que decidas, serás despojada de tus poderes mágicos.

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