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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (58 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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No, Haplo no esperaba que Samah creyera tal cosa, porque él mismo no la creía. Era cosa del instinto, de la necesidad de proteger a los débiles, a los desvalidos. De la expresión del rostro de su madre mientras ocultaba a su hijo entre los matorrales y se volvía para enfrentarse a su enemigo.

—¡Haplo, ayúdanos!

Los gritos de Alake resonaron en sus oídos. Trató de liberarse de las ataduras, pero la magia era demasiado poderosa. Notó que la fuerza de Samah lo arrastraba lejos de aquel lugar. La arena, el agua y las montañas empezaron a desaparecer de su vista. Los gritos de la mensch se hicieron débiles y lejanos.

Y entonces, de pronto, el hechizo cesó. Haplo se encontró nuevamente de pie en la playa. Se sentía aturdido, como si hubiera caído desde una gran altura.

—Adelante, Haplo —dijo Alfred a su lado. El cuerpo del sartán, por lo general encorvado, estaba ahora muy erguido; sus hombros caídos aparecían perfectamente cuadrados—. Ve tras los muchachos. Sálvalos si puedes.

Una mano se cerró sobre la suya. Haplo bajó la vista a sus muñecas. Las esposas habían desaparecido. Estaba libre.

Samah estaba paralizado de rabia, con el rostro desfigurado por una mueca de furia.

—¡Nunca, en toda la historia de nuestro pueblo, se ha oído de un sartán que ayudara a un patryn! ¡Con esto te has condenado, Alfred Montbank! ¡Tu destino está sellado!

—Ve tras ellos, Haplo —repitió Alfred, haciendo oídos sordos a los desvaríos de Samah—. Yo me ocuparé de que no se entrometa.

El perro corría en círculos alrededor de Haplo lanzando ladridos de alarma, avanzaba unos trancos hacia las serpientes dragón y corría atrás para apremiar a su amo.

Su amo, otra vez.

—Te debo una, Alfred —dijo el patryn—. Aunque dudo que viva para poder pagarte.

Sacó los puñales, cuyas runas refulgieron, azules y rojas. El perro se alejó a la carrera, lanzándose directamente contra las serpientes dragón.

Haplo lo siguió.

CAPÍTULO 31

DRAKNOR

CHELESTRA

Las serpientes dragón habían permitido a los mensch abandonar la caverna ilesos, sin perderlos de vista en ningún momento. Los tres alcanzaron la orilla y vieron a lo lejos a Haplo y su nave. El miedo remitió y la esperanza volvió a sus corazones. Los tres echaron a correr hacia el patryn.

Las serpientes dragón surgieron entonces de la cueva. Cien cuerpos sinuosos se cernieron sobre el suelo formando una masa palpitante, embadurnada de cieno.

Los tres mensch escucharon su siseo y se volvieron, aterrorizados.

La mirada verderrojiza de las criaturas los cautivó, los paralizó, fascinados. Las lenguas chasquearon como látigos probando el aire, oliendo y saboreando el miedo. Las serpientes dragón se abalanzaron sobre sus presas. Pero no era su intención acabar con ellas enseguida.

El miedo hacía fuertes a las gigantescas criaturas; el terror les proporcionaba poder. Siempre les disgustaba ver morir a sus víctimas.

Bajaron de nuevo la cabeza de ojos llameantes y frenaron su avance hasta convertirlo en un lento y perezoso reptar.

Los mensch, liberados de la fascinación paralizante, echaron a correr por la playa entre gritos de terror.

Las serpientes dragón sisearon complacidas y se deslizaron rápidamente tras ellos. Se mantuvieron cerca de los jóvenes, lo suficiente como para que percibieran el hedor húmedo y pútrido de la muerte que traían con ellas, lo bastante cerca como para que captaran los sonidos que iban a ser los últimos que oyesen... aparte de sus propios gritos de agonía. Los gigantescos cuerpos se deslizaban sobre la arena, que rechinaba bajo su peso. Las cabezas aplastadas se cernían sobre los mensch y producían espantosas sombras oscilantes delante de ellos.

Y, mientras tanto, las serpientes dragón contemplaban con regocijo el duelo entre el patryn y el sartán, se alimentaban con el odio de aquel enfrentamiento y se hacían aún más fuertes.

A los mensch se les terminaban las fuerzas y, cuando sus cuerpos empezaron a debilitarse, cedió también la intensidad de su terror. Las serpientes dragón necesitaban azuzar un poco a sus presas, espolearlas para que volvieran a la acción.

—Coged a uno de ellos —ordenó el rey de las serpientes desde su posición, a la cabeza de sus súbditos—. A la humana. Matadla.

Amanecía. La noche se desvanecía y la oscuridad se retiraba, todo lo que podía retirarse en aquel lóbrego paraje. La luz del sol brillaba tenuemente sobre las oscuras aguas. Haplo dejaba una sombra en la playa mientras corría.

—¡Tenemos que ayudarlo! —apremió Alfred a Samah—. ¡Tú puedes ayudarlo, Gran Consejero! Utiliza tu magia. Entre los dos, tal vez logremos derrotar a los dragones...

—...y mientras yo combato a esos monstruos, tu amigo el patryn escapa. ¿Es ése tu plan?

—¿Escapar? —Alfred pestañeó, con un destello de estupor en sus ojos azul pálido—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Míralo! ¡Fíjate! Está arriesgando su vida...

—¡Bah! ¡No corre ningún peligro! ¡Esas criaturas espantosas están a sus órdenes! Su pueblo las creó...

—No es eso lo que me ha dicho Orla —replicó Alfred, irritado—. Y tampoco es eso lo que te dijeron las serpientes dragón en la playa, ¿verdad, Gran Consejero? «¿Quién os creó?», les preguntaste. «Vosotros, sartán», fue su respuesta. Eso te dijeron, ¿verdad?

Samah tenía el semblante muy pálido. Levantó su mano diestra y empezó a trazar un signo mágico en el aire.

Alfred alzó su zurda y trazó el mismo signo al revés, anulando la magia.

Samah se desplazó a un lado en un garboso paso de danza, murmurando unas palabras casi inaudibles.

Alfred se deslizó con el mismo garbo hacia el lado opuesto y repitió las mismas palabras, pero al revés.

De nuevo, la magia de Samah quedó anulada.

Mientras tanto, a su espalda, Alfred podía oír un furioso siseo y el roce de los cuerpos de los reptiles al deslizarse, además de la voz ronca de Haplo gritando instrucciones al perro. Alfred ardía en deseos de ver qué sucedía, pero no se atrevía a apartar un ápice su atención de Samah.

El Gran Consejero sartán recurrió a todo su poder y empezó a trazar un nuevo hechizo. La magia retumbó en la distancia, las runas chisporrotearon y la tremenda y aturdidora tormenta de posibilidades se abatió con toda su fuerza sobre Alfred.

Empezó a sentirse mareado.

El único objetivo de Haplo era rescatar a los mensch. Una vez que lo consiguiera, no tenía la menor idea de qué hacer, ni había trazado ningún plan de ataque. ¿Para qué molestarse?, se dijo a sí mismo con amargura. Desde el primer momento, había sabido que su acción era desesperada. Necesitaba emplear toda su concentración para mantener a raya el miedo que amenazaba con adueñarse de él, aplastarlo y arrojarlo sobre la arena vomitando hasta que le salieran las tripas por la boca.

El perro lo había dejado atrás y ya había alcanzado a los mensch. Los tres estaban casi exánimes, pues el agotamiento y el terror habían acabado con sus últimas fuerzas. Sin hacer caso de las serpientes, el perro corrió en torno a los mensch, los mantuvo agrupados y los animó a seguir cuando parecía que alguno iba a quedarse atrás.

Una de las serpientes se acercó demasiado, y el animal se lanzó hacia ella con un gruñido de advertencia.

La serpiente dragón retrocedió reptando.

Devon se derrumbó en el suelo. Grundle lo asió por el hombro y lo sacudió.

—¡Levanta, Devon! —suplicó la enana—. ¡Levántate!

Alake, con una valentía nacida de la desesperación, se plantó junto a su amigo caído y se volvió para hacer frente a las serpientes dragón. Levantó una mano temblorosa, pero sus dedos no aflojaron su firme presión en torno al objeto que sostenían, una pequeña vara de madera. Mostró la vara con gesto atrevido y empezó a formular su hechizo, tomándose tiempo para pronunciar las palabras con claridad y nitidez, como le había enseñado su madre.

La madera se inflamó con una llama mágica. Alake movió la tea ante los ojos de las criaturas como lo habría hecho ante los ojos de algún gato depredador que acechara a sus gallinas.

Las serpientes dragón titubearon y retrocedieron. Haplo comprendió su juego y la rabia le hizo olvidar el miedo. Devon estaba reincorporándose con la ayuda de Grundle. El perro ladraba y saltaba en un intento de atraer la atención de las criaturas hacia él y apartarla de los mensch.

Alake, orgullosa, hermosa y exultante, arrojó la tea hacia las serpientes.

—¡Abandonad este lugar! ¡Marchaos! —exclamó.

—¡Alake, agáchate! —le gritó Haplo.

La serpiente atacó con increíble rapidez, lanzando la cabeza hacia adelante más deprisa de lo que el ojo podía seguir y de lo que el cerebro podía asimilar. Fue como una mancha borrosa en movimiento, nada más. Una mancha borrosa que avanzó y retrocedió.

Alake soltó un grito y cayó al suelo retorciéndose de dolor.

Grundle y Devon se arrodillaron a su lado. Haplo casi tropezó con el trío. Asió a la enana por el hombro y la puso en pie de un tirón.

—¡Sigue adelante! ¡Corre! —le gritó—. ¡Busca ayuda!

¿Ayuda? ¿Ayuda de quién? ¿De Alfred? ¿En qué estaba pensando?, se dijo con irritación. Las palabras habían acudido a sus labios como un reflejo. Pero, por lo menos, con aquello quitaría de en medio a la enana.

Grundle pestañeó, entendió lo que le decía el patryn y, tras una mirada desesperada a Alake, dio media vuelta y echó a correr hacia la orilla.

La cabeza de la serpiente dragón se alzó en el aire, cerniéndose sobre su víctima, sobre Haplo. Sus ojos estaban fijos en el patryn, en las dagas que empuñaba, en el resplandor azul de las runas grabadas en el acero. La serpiente confiaba en sus fuerzas, pero actuó con cautela. No sentía ningún respeto por el patryn pero era lo bastante inteligente como para no subestimar a su enemigo.

—Devon —dijo Haplo, con voz calculadamente calmada—, ¿cómo está Alake?

La respuesta del elfo fue un sollozo entrecortado. El patryn oyó los gritos de la muchacha. No estaba muerta, pero casi era peor. Envenenada, pensó; con la carne desgarrada por la boca del dragón, dura como el hueso.

Se arriesgó a echar una breve mirada a su espalda. Devon tenía en sus brazos a Alake y la estrechaba contra él tratando de reconfortarla. El perro estaba al lado del elfo, gruñendo amenazadoramente a toda serpiente que mirara hacia ellos.

Haplo se colocó entre la serpiente y los mensch.

—Perro, quédate con ellos —dijo. Después, plantó cara a la serpiente dragón con los puñales en alto.

—Cógelo —ordenó el rey de las serpientes.

La cabeza de la criatura descendió sobre el patryn con las fauces abiertas, babeando veneno. Haplo esquivó éste lo mejor que pudo, pero varias gotas cayeron sobre él, atravesaron sus ropas mojadas y llegaron a su piel.

Experimentó un dolor lacerante, ardiente, pero aquello no tenía importancia en aquel momento. Mantuvo la mirada y la atención fija en su objetivo.

La serpiente se lanzó sobre él.

Haplo retrocedió de un salto, juntó las manos y hundió ambos puñales en el cráneo de la criatura, entre sus ojos rasgados y encendidos.

Los aceros potenciados por la magia se clavaron profundamente y brotó de la herida un chorro de sangre. La serpiente dragón lanzó un rugido de dolor y llevó la cabeza hacia arriba y hacia atrás arrastrando con ella a Haplo, que trataba de conservar sus armas.

Al patryn casi se le descoyuntaron los brazos y se vio obligado a soltar los puñales. Cayó a la arena y, acuclillado en ella, esperó.

La serpiente dragón herida se debatió y se agitó a ciegas en sus estertores de muerte. Por fin, tras un estremecimiento, se quedó quieta. Sus ojos quedaron abiertos, pero el fuego había desaparecido de ellos. La lengua bifurcada colgaba de su boca desdentada. Los puñales seguían firmemente clavados en la cabeza ensangrentada.

—Ve por tus armas, patryn —dijo el rey de las serpientes con un destello complacido en sus ojos verderrojizos—. ¡Cógelas! ¡Sigue luchando! Ya has matado a una de nosotras. ¡No te rindas ahora!

Era su única oportunidad. Avanzó un paso y extendió la mano en un intento desesperado.

Otra serpiente abatió su cabeza sobre él, y notó un destello de dolor en el brazo. Tenía algún hueso astillado y el veneno le quemaba en la sangre. Con la diestra inutilizada, Haplo insistió e hizo un nuevo intento con la zurda.

La serpiente se dispuso a lanzarse de nuevo contra él, pero una orden siseante de su rey la detuvo.

—¡No, no! ¡No acabes con él todavía! El patryn es fuerte. ¿Quién sabe?, quizá sea capaz de alcanzar su nave...

¡Ah!, si pudiera llegar hasta el sumergible... Pero Haplo se rió al pensarlo.

—Eso es lo que quieres, ¿verdad? Quieres verme dar media vuelta y echar a correr. Pero... ¿hasta dónde me dejarías llegar? ¿Hasta casi tocar la nave? Tal vez incluso me dejarías poner pie en ella. Y luego, ¿qué? ¿Capturarme otra vez? ¿Llevarme a tu cubil?

—Tu terror nos alimentará durante mucho tiempo, patryn —siseó la serpiente dragón.

—No cuentes conmigo. Tendrás que buscar diversión en otra parte.

Lenta y premeditadamente, Haplo volvió la espalda a las serpientes y se agachó junto a los dos jóvenes. El perro montó guardia detrás de su amo, sin dejar de gruñir a toda serpiente que se acercaba demasiado.

Alake ya no gemía, ni se debatía. Tenía los ojos cerrados y la respiración agitada y superficial.

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