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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (54 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—¿Te vale esto? —preguntó, al tiempo que lo desenrollaba, lo pasaba ante las narices del marinero y lo volvía a guardar antes de que el enano tuviera tiempo ni de parpadear.

—Yo... supongo que sí —respondió el marinero y, tras unos instantes de reflexión, añadió—: Pero, para estar más seguro, creo que iré a preguntárselo directamente al Vater. No os importa esperar un momento, ¿verdad?

—Claro que no. Adelante, tómate tu tiempo —repuso Grundle en tono benévolo.

El marinero se marchó. En el mismo instante en que les dio la espalda, los tres jóvenes se colaron en la embarcación por una escotilla y de allí pasaron al pequeño sumergible, que se mecía al costado de la nave nodriza como una cría de delfín agarrada a su madre. Grundle cerró ambas escotillas, la del casco de la nave nodriza y la del sumergible, y separó este último del gran cazador de sol.

—¿Estás segura de que sabes pilotarlo? —preguntó Alake, a quien gustaban tan poco los aparatos mecánicos como a Grundle las artes mágicas.

—Desde luego —se apresuró a contestar Grundle—. He estado haciendo prácticas. Se me ocurrió que, si alguna vez se presentaba la ocasión de espiar a las serpientes dragón, necesitaríamos una embarcación para hacerlo.

—Muy bien pensado —concedió Alake con gesto magnánimo.

A diferencia del resto del Mar de la Bondad, las aguas que bañaban Draknor eran oscuras y casi opacas.

—Es como navegar en un mar de sangre —apuntó Devon, apostado tras el cristal de la portilla en busca de la pequeña nave de Haplo.

Las dos muchachas asintieron sin alterarse. La hierba contra el miedo se había mostrado a la altura de su fama.

—¿Qué andará haciendo? —se preguntó Alake, inquieta—. Lleva muchísimo tiempo en el interior del sumergible.

—Ya os lo dije —contestó Grundle—. No piensa volver. Probablemente está acondicionándolo para vivir en él durante algún tiempo...

—Ahí está —exclamó Devon, señalando en una dirección.

El sumergible de Haplo era fácil de reconocer: pertenecía a Yngvar y, por ello, llevaba el distintivo del penacho real.

Dando por sentado que Haplo sabía adonde se dirigía (al contrario que los tres jóvenes, ninguno de los cuales había recibido enseñanzas sobre los misterios de la navegación por el Mar de la Bondad),
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los mensch siguieron la estela de la pequeña nave del patryn.

—Grundle, no te acerques demasiado, no vaya a descubrirnos —le recomendó Alake con voz preocupada.

—¡Bah! En estas aguas no puede vernos. No advertiría nuestra presencia aunque nos tuviera pegados a su...

—... popa —se apresuró a decir Devon.

Grundle continuó al timón. Alake y Devon permanecieron detrás de ella, mirando con expectación por encima de los hombros de la enana. La hierba contra el miedo estaba resultando muy efectiva. Los tres estaban tensos y excitados como era de esperar, pero no sentían el menor miedo. Aun así, de pronto, Grundle se volvió a sus amigos con una expresión afligida en el rostro.

—¡Acabo de recordar una cosa!

—¡Presta atención a lo que estás haciendo!

—¿Os acordáis de la última vez que vimos a la serpiente dragón? La criatura habló con Haplo, ¿recordáis? Alake y Devon asintieron.

—Y le habló en su idioma. ¡No entendimos una sola palabra! ¿Cómo vamos a averiguar qué conversan cuando ni siquiera entendemos lo que dicen?

—¡Oh, vaya! —murmuró Alake con patente desánimo—. No había pensado en eso.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Grundle, desinflada. En un momento, se había borrado de su ánimo la excitación ante la promesa de aventuras—. ¿Volver al cazador de sol?

—No —contestó Devon con voz resuelta—. Aunque no entendamos lo que dicen, tenemos ojos y tal vez nos ayuden a intuir algo de lo que conversan. Además, Haplo podría correr peligro. Podría necesitar nuestra ayuda.

—¡Y a mí podrían crecerme las patillas hasta que me tocaran los pies! —exclamó Grundle, despectiva.

—Entonces ¿qué queréis que hagamos? —inquirió el elfo.

—¿Alake? —Grundle miró a su amiga.

—Estoy de acuerdo con Devon. Voto por seguir adelante.

—Sí, creo que merece la pena continuar —dijo la enana, encogiéndose de hombros. Después, más animada, añadió—: ¿Quién sabe? Tal vez encontremos más joyas de ésas.

Haplo pilotó el sumergible hacia Draknor sin prisas, tomándose el tiempo necesario y muy atento a no encallar otra vez. El agua, turbia y oscura, ofrecía un aspecto repulsivo. El patryn apenas podía distinguir nada a través de ella y no tenía la menor idea de dónde estaba ni de qué rumbo seguía. No podía hacer otra cosa que dejar que las serpientes dragón lo guiaran, que lo atrajeran hacia ellas.

Los signos mágicos de su piel emitían un intenso resplandor azulado y Haplo tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para seguir dirigiendo la nave hacia la costa de Draknor cuando todos sus instintos le gritaban que diera media vuelta y se alejara de allí.

La pequeña embarcación emergió de las aguas y quedó flotando en la superficie tan de improviso que Haplo se sobresaltó. Desde la nave se divisaba una larga extensión de playa cuya arena blanca resplandecía en la oscuridad con una luz misteriosa y espectral que emanaba de alguna fuente desconocida, tal vez de la propia roca estrujada y desmenuzada.

Esta vez no había ninguna fogata de bienvenida, lo cual significaba que no lo esperaban —algo que Haplo consideró imposible—, o que no era bien recibido. Se llevó la mano a la bolsa de hule y la notó junto a su piel, pesada y tranquilizadora.

Tras varar el sumergible en la misma orilla, saltó de la cubierta a tierra con cuidado de no mojarse los pies. Fue a parar a la blanca arena, sano y salvo, y dedicó unos instantes a orientarse.

La playa se extendía ante él a lo largo de varias leguas. Unas grandes formaciones rocosas alzaban de la arena sus picos mellados, negras contra el negro mar.

«Extrañas montañas», pensó Haplo mientras las contemplaba con desagrado. Le recordaban un montón de huesos raídos y quebrados. Miró a su alrededor preguntándose dónde estarían las serpientes, y sus ojos descubrieron una abertura oscura en la falda de una de las montañas. Una cueva.

Haplo echó a andar hacia ella por la playa desierta, desolada. Las runas de su piel ardían como llamas.

Los tres mensch arribaron a la ensenada tan cerca de Haplo que prácticamente rozaron su timón con la proa. Una vez allí, sin embargo, mantuvieron su embarcación a distancia.

Observando con dificultad a través de las aguas turbias, vieron que el patryn varaba su nave, saltaba a tierra, se detenía y miraba a su alrededor como si se preguntara qué camino tomar.

Por fin, pareció tomar una decisión y echó a andar con paso resuelto a lo largo de la orilla.

Cuando se hubo alejado lo suficiente, los tres jóvenes llevaron el sumergible hasta la orilla, lo amarraron a una formación de coral que asomaba del agua «como un dedo que nos advierte que nos larguemos de aquí», apuntó Grundle.

Los tres se echaron a reír.

Llegaron a tierra chapoteando en las aguas poco profundas de la playa, obligados a darse prisa para no perder de vista a Haplo.

Seguirlo resultó fácil, pues la piel del patryn despedía un luminoso resplandor azulado.

Avanzaron tras él en silencio.

O, mejor, Devon avanzó tras Haplo en silencio. El elfo se deslizaba sobre la arena con suave facilidad, pisando con tal ligereza que sus pies parecían no llegar a tocar el suelo.

Grundle imaginó, optimista, que emulaba a Devon en su sigilo y, en efecto, avanzó con toda la discreción... de que era capaz una enana. Sus recias botas crujían sobre la arena y respiraba en sonoros jadeos, aunque apenas en media docena de ocasiones abrió la boca para decir algo cuando debería haberse quedado callada.

Alake podía moverse casi tan silenciosamente como el elfo pero, con la excitación del momento, había olvidado quitarse los pendientes y las cuentas de cristal. Además, uno de sus hechizos mágicos requería una campanilla de plata, que llevaba guardada en una bolsa. Cuando Alake dio un traspié, la campana emitió un leve tintineo apagado.

Los tres se quedaron inmóviles, conteniendo la respiración, convencidos de que Haplo los había oído. El único miedo que la hierba no había conseguido disipar era el temor a que el patryn los descubriera y los obligara a volver.

El hombre continuó andando. Quedaba claro que no había oído nada. Con un suspiro de alivio, el trío siguió tras él.

A ninguno de los mensch se le pasó por la cabeza, en cambio, que el sonido de la campanilla hubiera sido captado por las serpientes dragón.

Haplo se detuvo a la entrada de la caverna. Sólo había experimentado un terror semejante en una ocasión, frente a la Puerta del Laberinto, donde había acompañado a su señor.

Su señor había sido capaz de entrar. El, no.

—Adelante, patryn —dijo una voz siseante desde la oscuridad—. No temas. Nos inclinamos ante ti.

Los signos mágicos de su piel se encendieron con tal intensidad que su resplandor iluminó la cueva en sombras. Más reconfortado por la visión de la potencia de su magia que por las palabras tranquilizadoras de la serpiente, Haplo avanzó unos pasos hasta la boca de la caverna.

Se asomó al interior y las vio.

La luz de sus runas se reflejaba en las relucientes escamas de las serpientes dragón, cuyos cuerpos se enredaban unos con otros en un ovillo monstruoso, aterrador, en el cual era imposible saber dónde terminaba una y empezaba la siguiente.

La mayoría de las criaturas parecían dormidas, pues tenían los ojos cerrados. Haplo avanzó con el sigilo que aprendían a desarrollar los patryn en el Laberinto, pero apenas había puesto pie en la caverna cuando dos de los ojos rasgados se abrieron y fijaron en él su mirada verderrojiza.

—Patryn... —dijo el rey de las serpientes—. Amo... Tu presencia nos honra. Por favor, acércate más.

Haplo hizo lo que la criatura pedía. El ardor y el escozor de los signos mágicos tatuados en su piel casi lo volvieron loco. Se rascó el revés de la mano. La cabeza enorme del reptil se cernió sobre él, mientras el resto del cuerpo seguía cómodamente apoyado sobre el lomo de uno de sus congéneres.

—¿Qué tal fue la reunión entre los mensch y los sartán? —inquirió la serpiente dragón con un perezoso parpadeo.

—Tan bien como cabía esperar —se limitó a contestar Haplo. El patryn estaba impaciente por exponer su plan, impartir las órdenes oportunas a las serpientes y marcharse enseguida. Aquellas criaturas le resultaban repulsivas—. Los sartán...

—Discúlpame —lo interrumpió el rey de los ofidios—, ¿podríamos hablar en humano? Conversar en tu lengua me fatiga mucho. Reconozco que el idioma humano es tosco e impreciso, pero tiene sus ventajas. Si no te importa...

A Haplo le importaba. No le gustó la propuesta y se preguntó qué habría detrás de aquel cambio inesperado. En su primer encuentro, las serpientes habían hablado en patryn con fluidez y extensamente. Consideró la posibilidad de rechazar la sugerencia, aunque sólo fuera para reafirmar su autoridad, pero decidió que no tenía objeto hacerlo. ¿Qué importaba en qué lengua hablaran? Lo que Haplo no quería de ningún modo era prolongar aquel encuentro un instante más de lo imprescindible.

—Está bien —respondió, pues, y continuó explicando sus planes en el idioma de los humanos.

Los tres mensch vieron entrar en la cueva a Haplo, cuya piel despedía un resplandor azul deslumbrante.

—Ahí debe de ser donde viven las serpientes —dijo Grundle.

—¡Silencio! —Devon tapó la boca de la enana con su mano.

—No podemos entrar detrás de él —cuchicheó Alake, preocupada.

—Quizás haya una entrada por detrás.

Los jóvenes dieron la vuelta a la falda de la montaña, abriéndose camino entre enormes peñascos caídos. La marcha era traicionera, pues el suelo estaba húmedo y resbaladizo, empapado en un líquido oscuro que rezumaba de las rocas. Avanzaron entre tropezones y caídas mientras Grundle mascullaba maldiciones en voz baja.

La ladera de la montaña estaba cubierta de enormes estrías, «como si algo le hubiera dado gigantescos mordiscos», comentó Alake. Pero ninguna de aquellas profundas muescas conducía al interior de la caverna.

Ya iban a darse por vencidos cuando, de pronto, encontraron exactamente lo que habían esperado descubrir: un pequeño túnel horadaba la falda de la montaña. El trío se asomó a la abertura con cautela y examinó el interior. El pasadizo estaba seco y tenía un suelo regular que permitía avanzar por él con facilidad.

—¡Oigo voces! —anunció Grundle con excitación—. ¡Es Haplo! —Prestó atención a lo que oía y, con los ojos como platos, añadió—: Y puedo entender lo que dicen. ¡He aprendido su lengua!

—Los entiendes porque hablan en humano —declaró Alake.

—Por lo menos, así nos enteraremos de qué se traen entre manos —intervino Devon, disimulando una sonrisa—. ¿No podríamos acercarnos un poco más?

—Sigamos el pasadizo —propuso Grundle—. Parece avanzar en la dirección correcta.

Los tres entraron en el túnel que, por un increíble azar, parecía llevarlos exactamente hacia donde ellos deseaban ir. Avanzaron por él apresuradamente, y la voz de Haplo se hizo más potente y más nítida a cada instante, igual que las voces de las serpientes dragón. Las paredes del pasadizo despedían un delicioso resplandor fosforescente que iluminaba sus pasos.

—¿Sabéis? —dijo Alake, complacida—, casi parece construido
ex profeso
para nosotros.

—Entonces, eso significa la guerra —fue el comentario de la serpiente dragón.

—¿Acaso tenías alguna duda, Regio? —Haplo soltó una breve carcajada.

—Debo reconocer que sí. Los sartán son imprevisibles. Entre ellos hay algunos verdaderamente desinteresados que acogerían a los mensch con los brazos abiertos y los llevarían a sus propias casas, aunque ello significara quedarse sin un techo sobre sus propias cabezas.

—Samah no es de ésos —le aseguró Haplo.

—No, claro. Nunca he supuesto que lo fuese.

La serpiente dragón pareció sonreír, aunque el patryn no logró entender cómo era posible que el rostro del reptil cambiara de expresión.

—¿Y cuándo atacarán los mensch? —prosiguió la enorme criatura.

—De eso he venido a hablar contigo. Quería sugerirte una cosa. Sé que no se ajusta al plan que habíamos trazado, pero creo que esto resultará mejor. Lo único que tenemos que hacer para derrotar a los sartán es anegar su ciudad con agua del mar.

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