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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (60 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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El patryn desvió su mirada de Grundle y la dirigió hacia Alfred, que había recuperado el sentido y hacía ahora unos débiles gestos con las manos en un intento de moderar la entusiasta y húmeda bienvenida del perro.

Haplo dio la espalda a la escena. Estaba demasiado débil para discutir con Grundle o para preocuparse de nada.

Tras convencer por fin al animal para que lo dejara en paz, Alfred coordinó todas las partes de su cuerpo para ponerse en pie, vacilante. Luego miró a su alrededor con perplejidad. Cuando sus ojos se volvieron hacia la caverna, su mente recordó lo sucedido y se encogió en un gesto de repulsión y temor.

—¿Se han ido?

—¡Tú deberías saberlo! —exclamó Grundle—. ¡Has sido tú quien las ha ahuyentado!

Alfred sonrió débilmente, con modestia. Bajó la vista a la huella que había dejado su cuerpo sobre la arena y movió la cabeza en gesto de negativa.

—Me temo que te equivocas, jovencita. Una vez más, no he sido de mucha ayuda para nadie, ni siquiera para mí mismo.

—¡Pero yo te vi! —La enana se mantuvo tercamente en sus trece.

—¡Sartán! ¡Si vas a venir, date prisa! —exclamó Haplo. Sólo unos pasos más y...

—Vendrá, patryn. Nosotros nos ocuparemos de ello. Vas a tener compañía en tu prisión.

Haplo se detuvo y se apoyó en el pasamanos. Apenas tuvo fuerzas para levantar la cabeza.

Ante él estaba Samah.

CAPÍTULO 32

SURUNAN

CHELESTRA

Haplo volvió en sí lentamente, de mala gana, consciente de que despertar le traería un dolor insoportable, de que le traería la constatación de que su vida, cuidadosamente ordenada, había sido consumida por las llamas y esparcida como cenizas en el mar.

Permaneció tendido largo rato sin abrir los ojos, no por cautela, como habría hecho en circunstancias parecidas, sino por puro agotamiento. En adelante, la vida iba a ser para él una lucha constante. Cuando había iniciado aquel viaje, en Ariano, tanto tiempo atrás, había creído tener todas las respuestas. Ahora, al término de su peregrinaje, no le quedaban más que preguntas. Había perdido su antigua confianza, su antigua seguridad. Ahora, dudaba. Y la duda le producía miedo.

Escuchó un gañido y el roce de un rabo desgreñado que barría el suelo. Una lengua húmeda le lamió la mano. Con los ojos aún cerrados, acarició la testuz del perro y lo rascó detrás de las orejas. Su señor no iba a alegrarse de ver regresar al animal. Pero, en realidad, eran muchas las cosas que su señor no iba a alegrarse de ver.

Exhaló un suspiro y, cuando se hizo evidente que no iba a conciliar de nuevo el sueño, lanzó un gruñido y abrió los ojos. Y, por supuesto, la primera cara que vio al hacerlo fue la de Alfred.

El sartán se inclinó sobre él y lo estudió con aire inquieto.

—¿Te duele? ¿Dónde?

Haplo estuvo tentado de volver a cerrar los ojos pero, finalmente, se incorporó y miró a su alrededor. Se hallaba en una estancia de lo que parecía una casa privada. Una casa sartán; se lo decía el instinto. Pero la casa ya no era tal, sino una prisión. Una prisión sartán. En sus ventanas crepitaban unas runas infranqueables. Otros poderosos signos mágicos, que despedían una intensa luz roja, reforzaban la puerta cerrada y atrancada. Haplo echó un vistazo a sus brazos y a su cuerpo y comprobó, abatido, que sus ropas seguían mojadas y su piel, libre de toda marca.

—Te han estado bañando en agua de mar. Órdenes de Samah —dijo Alfred—. Lo siento.

—¿Por qué te disculpas? —gruñó Haplo, y lanzó una mirada irritada al sartán—. No es culpa tuya. ¿Por qué insistes en pedir perdón por cosas que no son culpa tuya?

Alfred se sonrojó.

—No lo sé. Supongo que siempre he creído que eran culpa mía, en cierto modo.

—¡Pues no, así que deja de gimotear por cualquier cosa! —replicó el patryn. Necesitaba descargar su frustración contra algo y Alfred era lo que tenía más a mano—. ¡No fuiste tú quien encerró a mi pueblo en el Laberinto! ¡No fuiste tú quien provocó la Separación!

—Es cierto —murmuró Alfred con tristeza—, pero no he hecho gran cosa por enderezar los entuertos que he encontrado. ¡No he hecho otra cosa que desmayarme continuamente!

—¿Siempre? —Haplo dirigió una mirada penetrante al sartán, recordando de repente las palabras vehementes de Grundle—. ¿Qué me dices de Draknor? ¿Allí también te desmayaste?

—Me temo que sí —respondió Alfred, y bajó la vista al suelo, avergonzado—. Aunque no estoy seguro. Parece que no soy capaz de recordar gran cosa de lo que sucedió allí. ¡Ah, por cierto...! —Dirigió una mirada inquieta, de soslayo, al patryn—. Me temo que... En fin, he hecho lo que he podido por tus heridas. Espero que no te enfades demasiado conmigo, pero sufrías unos dolores terribles y...

Haplo estudió de nuevo su piel desnuda. No; él no habría sido capaz de curarse a sí mismo. Intentó sentirse furioso. Le habría gustado sentirse furioso, pero en aquel momento era incapaz de reunir la energía necesaria para sentirse de ninguna manera.

—Ya estás disculpándote otra vez —dijo, y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

—Lo sé. Lo siento —murmuró Alfred. Haplo le lanzó una mirada colérica.

El sartán dio media vuelta y cruzó la pequeña estancia hasta otra cama allí instalada.

—Gracias —musitó Haplo en voz baja. Alfred, perplejo, se volvió para cerciorarse de que había oído bien.

—¿Decías algo?

Pero Haplo no estaba dispuesto a repetirlo.

—¿Dónde estamos? —preguntó, aunque ya lo sabía—. ¿Qué sucedió después de que dejamos Draknor? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Un día, una noche y la mitad de otro día. Estabas malherido. Intenté convencer a Samah de que te permitiera recuperar la magia, de que te dejara usarla para curarte a ti mismo, pero se negó. Está asustado, muy asustado. Sé muy bien cómo se siente. Comprendo muy bien ese miedo.

Alfred se quedó callado largo rato, con la mirada perdida en el vacío. Haplo cambió de postura, inquieto.

—Te he preguntado...

El sartán pestañeó y salió de su ensimismamiento.

—Lo siento... ¡Oh, ya estoy otra vez disculpándome! No lo volveré a hacer, te lo prometo. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el agua! Te han estado bañando en ella dos veces al día. —Alfred miró al perro y sonrió—. Tu amiguito les ha plantado cara cada vez que se acercaban a ti. Estuvo a punto de morder a Samah. Ahora, el perro me hace caso cuando le digo algo. Creo que empieza a fiarse de mí.

Haplo soltó un bufido burlón. No veía la necesidad de seguir discutiendo aquel tema.

—¿Y los mensch? ¿Han vuelto con los suyos sanos y salvos?

—En realidad, no. Es decir, se encuentran bien —se apresuró a rectificar cuando vio que Haplo fruncía el entrecejo—, pero no han vuelto con el resto de los mensch. Samah se ofreció a llevarlos. Lo cierto es que, a su modo, se ha portado muy bien con ellos. Es sólo que no los comprende. Pero esa enana y el joven elfo se negaron a marcharse de tu lado. La enana se mostró terriblemente terca al respecto. Hasta le soltó cuatro frescas a Samah.

Haplo imaginó a Grundle con el mentón levantado, agitando las patillas ante el Gran Consejero sartán, y sonrió. Era una lástima habérselo perdido.

—Los mensch están aquí, se alojan en esta casa. Han venido a verte tantas veces como se lo han permitido los sartán. En realidad, me sorprende que todavía no hayan pasado a visitarte en toda la mañana. Pero, claro, hoy es el día de la...

Alfred se detuvo a media frase, perturbado.

—¿De qué? —exigió saber Haplo, súbitamente receloso.

—En realidad, no tenía intención de mencionarlo. No quería preocuparte.

—¿Preocuparme? ¿A mí? —Haplo miró al sartán, estupefacto; a continuación, estalló en una carcajada. Se rió hasta que notó el escozor de las lágrimas en sus ojos y, por fin, aspiró profundamente con un estremecimiento—. Estoy en una prisión sartán, privado de mi magia, cautivo del hechicero sartán más poderoso que ha existido jamás, y tú no quieres que me preocupe...

—Lo sien... —Alfred captó la mirada ominosa de Haplo, tragó saliva y guardó silencio.

—Deja que adivine —continuó Haplo en tono lúgubre—. Hoy es el día en que se reúne el Consejo para decidir qué hacen con nosotros. Es eso, ¿verdad?

Alfred asintió. Volvió a su cama y se sentó en ella con los brazos largos y desmañados colgando entre las piernas.

—Bueno, ¿qué pueden hacerte a ti? —dijo Haplo—. ¿Darte unos palmetazos? ¿Hacerte prometer que serás buen chico y no te acercarás a este detestable patryn?

Pretendía ser una broma, pero Alfred no la celebró.

—No sé —respondió con voz grave y medrosa—. Verás, en una ocasión oí una conversación de Samah sin que él supiera que lo escuchaba, y lo que dijo...

—¡Silencio! —exigió Haplo, incorporándose en su lecho.

Una voz femenina había iniciado un cántico al otro lado de la puerta. El brillo de las runas que sellaban la estancia perdió intensidad y los signos mágicos empezaron a desaparecer.

—¡Ah! ¡Ésa es Orla!

A Alfred se le iluminó el rostro. El sartán se transformó. Sus hombros hundidos se enderezaron e irguió la espalda hasta mostrar su verdadera estatura, con un porte casi majestuoso. La puerta se abrió y entró una mujer, que conducía ante ella a los dos mensch.

—¡Haplo! —exclamó Grundle y, antes de que el patryn supiera qué estaba sucediendo, corrió hacia él y se arrojó en sus brazos. ¡Alake ha muerto! —sollozó—. Yo no quería que muriese. ¡Es todo culpa mía!

—Vamos, vamos —dijo el patryn mientras daba unas torpes palmaditas en la espalda recia y ancha de la enana. Ella se abrazó con más fuerza y rompió a llorar. Haplo la sacudió ligeramente por los hombros—. Escúchame, Grundle...

La enana tragó saliva, se enjugó las lágrimas y se tranquilizó gradualmente.

—Os metisteis en un asunto peligroso y arriesgado —los recriminó Haplo con severidad—. Hicisteis mal. No deberíais haber ido allí vosotros solos. Pero lo hicisteis, y eso ya no se puede cambiar. Tu amiga Alake era una princesa. Su vida estuvo dedicada a su pueblo. Y murió por su pueblo, Grundle. Por su pueblo... —el patryn miró al sartán— y quizá por mucha gente más.

La mujer sartán que había entrado con ellos se llevó la mano a los ojos y apartó el rostro. Alfred acudió a su lado y aguardó allí, tímido. Su brazo empezó, por su propia iniciativa, a rodear los hombros de la mujer para ofrecerle consuelo. El brazo titubeó, se retiró de nuevo...

«¡Condenado individuo! —pensó Haplo—. Ni siquiera sabe cortejar a una mujer como es debido.»

Grundle exhaló un leve resuello. Haplo la oyó hipar.

—¡Eh, vamos! ¡Deja de hacer eso! —le dijo con rudeza—. Mira, estás contagiando al perro.

El animal, que parecía haberse tomado aquello muy a pecho, había sumado sus aullidos al llanto de la enana. Grundle se enjugó las lágrimas y ensayó una débil sonrisa.

—¿Cómo estás? —preguntó Devon, tomando asiento al pie de la cama.

—He estado mejor. Pero supongo que tú también.

—Sí, desde luego —respondió el elfo.

Haplo lo encontró pálido y desdichado. La terrible prueba por la que acababa de pasar había dejado su huella en él. Pero también parecía más seguro de sí, más confiado. Había empezado a conocerse a sí mismo.

No era el único.

—¡Tenemos que decirte una cosa! —dijo Grundle al tiempo que tiraba de la manga húmeda de Haplo.

—Sí, es muy importante —añadió Devon. Los dos mensch cruzaron una mirada y se volvieron hacia los sartán.

—Queréis quedaros solos. De acuerdo. Esperaremos fuera —dijo Alfred, e hizo ademán de encaminarse a la puerta pero la mujer, a la que había llamado Orla, posó una mano en su brazo con una sonrisa.

—Me parece que eso no será posible —declaró, y lanzó una significativa mirada a la puerta. Las runas seguían apagadas, pero al otro lado se escuchaban unas pisadas. Un guardián.

Alfred pareció marchitarse.

—Tienes razón —recordó con voz grave—. No había caído. Bueno, nos sentaremos aquí y no escucharemos. Prometido.

Se sentó en la cama y dio unas palmaditas sobre ésta, ofreciendo a la mujer un lugar a su lado.

—Ven, toma asiento aquí.

Ella contempló la cama, se volvió hacia Alfred y se ruborizó intensamente. Haplo recordó a Alake: la misma mirada, la misma reacción.

Alfred exhibió en todo su rostro un tono rojo subido verdaderamente extraordinario y se puso en pie de un salto.

—Yo no pretendía... Desde luego que nunca... ¿Qué debes pensar de mí? Como no hay sillas, yo...

—Sí, gracias —murmuró Orla, y tomó asiento en el ángulo de la cama.

Alfred volvió a ocupar su lugar en el extremo opuesto del lecho, con la mirada fija en las punteras de los zapatos.

Grundle, que había asistido a la escena con considerable impaciencia, tomó de la mano a Haplo y lo arrastró hasta un rincón, lo más lejos posible de los sartán. Devon los siguió. Los dos, serios y solemnes, empezaron a explicar el asunto con sonoros cuchicheos.

Habría parecido imposible que los dos sartán, encerrados en la misma habitación con tres personas que mantenían una intensa discusión, no escucharan lo que hablaban. Sin embargo, Alfred y Orla lo consiguieron admirablemente. Ninguno de los dos oyó una sola palabra de las que se pronunciaban, pues ambos estaban demasiados concentrados en las voces que escuchaban en su interior para prestar mucha atención a las de fuera.

Orla suspiró, retorció las manos con gesto nervioso y dirigió la mirada a Alfred cada pocos segundos, como si estuviera indecisa entre hablar o no. Alfred percibió su tensión y se preguntó cuál sería la causa. Le vino a la cabeza una idea.

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