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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (12 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Los otros miembros no se acercaron a la mesa, sino que se quedaron junto a la puerta que, una vez abierta, comenzaba a perder el brillo de sus runas. A una breve palabra de Samah, apareció una esfera blanca que, suspendida sobre la mesa, se iluminó con un fulgor radiante. Miró el polvo con pesadumbre.

—Si limpiamos esto, no se podrá respirar aquí dentro. —Se calló un momento y luego clavó la vista en Alfred—. Puedo prever la dirección que van a tomar tus palabras, hermano, y debo reconocer que me llenan de un miedo que no creía capaz de sentir. Creo que deberíamos sentarnos todos, pero, por esta vez, me parece que no será necesario ocupar el sitio acostumbrado alrededor de la mesa.

Apartó una silla y, después de limpiarla, se la ofreció a Orla, quien se acercó con paso firme y mesurado. El resto de los presentes cogieron cada uno su silla y levantaron tal cantidad de polvo que por un momento pareció que los envolvía una espesa niebla. Todos tosieron y elevaron rápidamente sus cánticos para limpiar el aire enrarecido. Mientras cantaban, el polvo que flotaba se removió a su alrededor y les cubrió la piel y la ropa.

Alfred permaneció de pie, como señalaba la costumbre cuando se aparecía ante el Consejo.

—Por favor, comienza, hermano —lo instó Samah.

—Primero debo pediros que me dejéis formularos ciertas preguntas —dijo Alfred, que se retorcía las manos, nervioso—. Es preciso que tenga ciertas respuestas antes de continuar, pues debo asegurarme de que lo que me dispongo a decir es cierto.

—Te concedo la gracia, hermano —contestó el jefe en tono grave.

—Gracias. —Alfred hizo una torpe inclinación que pretendía ser una reverencia—. Mi primera pregunta es la siguiente: ¿eres descendiente del Samah que fue jefe del Consejo en tiempos de la Separación?

Orla clavó los ojos en Samah. De repente, se había puesto muy pálida. Los otros miembros del Consejo se removieron en sus sillas; algunos miraron a Samah, y el resto extravió la mirada en el polvo que los envolvía.

—No —respondió—. No soy un descendiente de ese hombre. —Se interrumpió, tal vez para analizar las implicaciones de su respuesta—. Yo soy ese hombre —dijo por fin.

—Eso es lo que me figuraba —asintió Alfred con un leve suspiro—. Y éste es el Consejo de los Siete que tomó la decisión de separar el mundo y establecer cuatro mundos diferentes en su lugar. Éste es el Consejo que encabezó la lucha contra los patryn, el mismo que llevó a cabo la derrota de nuestros enemigos y consiguió su captura. El que construyó el Laberinto y encarceló en él al enemigo. El Consejo bajo cuya dirección se rescataron de la destrucción algunos mensch y se transportaron a cada uno de esos cuatro mundos, para iniciar en ellos el nuevo orden que habíais planificado, para vivir en paz y prosperidad.

—Sí —asintió Samah—. Éste es el Consejo al que te refieres.

—Sí —repitió su mujer con voz queda y triste—. Éste es el Consejo.

Samah le lanzó una mirada de desaprobación. Los demás miembros, cuatro hombres y otra mujer, disintieron entre sí. Dos de ellos y la mujer fruncieron el entrecejo de acuerdo con Samah, mientras los otros dos asentían, al parecer, del lado de Orla.

La fisura del Consejo se abrió como una sima a los pies de Alfred y trastocó su pensamiento, que nunca había acabado de comprender del todo aquel asunto. Lo único que pudo hacer fue mirar boquiabierto a sus hermanos.

—Hemos respondido a tus preguntas —dijo Samah con amabilidad—. ¿Necesitas saber algo más?

Alfred tenía otras dudas, pero le costaba encontrar las palabras apropiadas para dirigirse al presidente del Consejo de los Siete.

—¿Por qué os quedasteis dormidos? —consiguió inquirir sin demasiada convicción.

La pregunta era sencilla. Para su horror, Alfred percibió en torno a ella el eco de las otras preguntas que debería haber guardado bajo llave en su corazón. Unas preguntas que resonaban en la sala como alaridos mudos, angustiados:

¿Por qué nos dejasteis? ¿Por qué abandonasteis a aquellos que os necesitaban? ¿Cómo pudisteis cerrar los ojos al caos, la devastación y la miseria?

Samah tenía un aspecto serio y preocupado. Alfred, horrorizado por lo que acababa de hacer, sólo fue capaz de tartamudear y gesticular con las manos inútilmente en un intento de acallar la voz que surgía del interior de su ser.

—Parece que tus preguntas engendran otras —comentó Samah al fin—. No podré contestarte a menos que antes me respondas ciertas cuestiones. No eres de Chelestra, ¿verdad?

—No, Samah,
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no soy de aquí. Vengo de Ariano, el mundo del aire.

—Y debo suponer que has llegado hasta aquí a través de la Puerta de la Muerte, ¿no? Alfred vaciló.

—Sería más correcto decir que he llegado por accidente... o tal vez por culpa de un perro —añadió con una ligera sonrisa.

Sus palabras creaban imágenes difíciles de comprender en la mente de aquellos a quienes iban dirigidas, a juzgar por la expresión de desconcierto que reflejaban sus rostros.

Alfred se hizo cargo de su confusión. En su cabeza veía también Ariano, las guerras entre las diversas razas de mensch, su máquina, su maravillosa máquina incapaz de hacer nada, y los sartán desaparecidos y olvidados. Asimismo, lo invadió la imagen del viaje a través de la Puerta de la Muerte, de la nave de Haplo y del propio Haplo.

Supuso cuál iba a ser la siguiente pregunta de Samah, pero las imágenes irrumpían en su cerebro tan deprisa y con tanta furia que el sartán las apartó para poder concentrarse en su propio pensamiento.

—Dices que llegaste accidentalmente. ¿No te enviaron para despertarnos?

—No —respondió con un suspiro—. Para ser sincero no me mandó nadie.

—¿En Ariano no recibieron nuestro mensaje? ¿No llegó nuestra petición de ayuda?

—No lo sé. —Sacudió la cabeza y bajó la vista al suelo—. Si lo hicieron fue hace muchísimo tiempo. Mucho, mucho tiempo.

Samah guardó silencio. Alfred sabía en qué pensaba. El Consejero estaba buscando la mejor manera de formular la cuestión que se resistía a preguntar.

Desde la distancia, miró a Orla.

—Tenemos un hijo. Está en la otra habitación. Tiene veinticinco años, si contamos su edad como si estuviéramos en la época de la Separación. De haber continuado viviendo en lugar de elegir el Sueño, ¿cuántos años tendría ahora?

—No estaría vivo —respondió Alfred.

—Los sartán tenemos una vida muy larga. —Le temblaban los labios, pero hizo un esfuerzo por serenarse—. ¿Estás seguro de lo que dices? ¿No sería un hombre muy viejo?

—No estaría vivo, ni lo estarían sus hijos ni los hijos de sus hijos.

Alfred se calló lo peor: el hecho, más que probable, de que el joven no tuviera ningún descendiente. Trató de ocultárselo a Samah, pero se dio cuenta de que el Consejero empezaba a comprender. Había visto en la mente de Alfred las hileras de criptas de Ariano, los sartán muertos que deambulaban por los senderos de lava de Abarrach.

—¿Cuánto tiempo hemos dormido?

—No lo puedo asegurar ni tampoco puedo daros cifras exactas —respondió mientras se pasaba la mano por la calva—. La historia, el tiempo varía de un mundo a otro.

—¿Siglos?

—Creo que sí.

Orla movió los labios como si quisiera hablar, pero no dijo nada. Los sartán parecían confundidos, estupefactos. Alfred pensó que debía de ser terrible despertar y comprobar que habían transcurrido eones mientras uno dormía. Volver a la conciencia con la idea de que el perfecto universo sobre el que uno creía descansar su dormida cabeza se había desmoronado en medio del caos.

—Todo es tan... confuso... Los únicos que podrían tener un recuerdo fidedigno y saber lo que realmente ocurrió son los...

—Alfred se detuvo y las terribles palabras le bailaron en los labios. No debía poner aquello al descubierto, todavía no.

—...los patryn —completó la frase Samah—. Sí, hermano, he visto en tu mente al hombre, nuestro antiguo enemigo. Ha salido del Laberinto. Y tú has viajado con él.

—¿Podemos hallar en esto algún consuelo? —La expresión melancólica de Orla se encendió. Se inclinó hacia adelante con exaltación. Miró a su marido—. Yo no estaba de acuerdo con ese plan, pero nada me gustaría más que comprobar que estaba equivocada. ¿Debemos pensar que nuestras aspiraciones de reformarlos han tenido resultado, que los patryn aprendieron la dura lección antes de salir de su prisión y han renunciado a sus malévolos sueños de conquista y de despótica imposición?

Alfred no respondió inmediatamente.

—No, Orla, no hallarás consuelo en ninguna parte —replicó Samah con frialdad—. Tendríamos que haberlo imaginado. ¡Observa la imagen del patryn en la mente de nuestro hermano! ¡Los patryn han sembrado la destrucción en los mundos!

—Golpeó con la mano el brazo de la silla y el polvo volvió a esparcirse por la estancia.

—¡No, Samah, te equivocas! —protestó Alfred, que había sacado valor para desafiar al Consejero—. La mayoría de los patryn todavía están encerrados en esa prisión que creasteis. Han sufrido cruelmente. Un número incontable de ellos han perecido víctimas de monstruos espantosos que sólo una mente diabólica y perversa podría haber creado.

»Los que han conseguido escapar están llenos de odio hacia nosotros, un odio inculcado a través de incontables generaciones. Un rencor en cierto modo justificable, por lo que yo sé. Yo..., yo estuve allí, ¿sabéis?, durante un breve tiempo... en otro cuerpo.

Su reciente coraje se evaporó rápidamente bajo la mirada amenazante de Samah. Se arrugó y se encogió sobre sí mismo, con las manos aferradas a los raídos encajes de las mangas de su camisa que colgaban flaccidamente por debajo del aterciopelado tejido de su capa.

—¿De qué hablas, hermano? —inquirió Samah—. ¡Eso es imposible! El Laberinto se creó para instruir, enseñar. Era un juego... duro y difícil, pero nada más.

—Me temo que se convirtió en un juego letal —explicó Alfred, con los ojos clavados en los zapatos—. Aun así existe una esperanza. Ese patryn que conozco es un hombre muy complejo. Tiene un perro...

—Pareces muy comprensivo con el enemigo, hermano. —Samah entrecerró los ojos.

—¡No, no! —tartamudeó—. En realidad no conozco al enemigo. Sólo conozco a Haplo. Y él es...

Pero a Samah no le interesaba. Se sacudió las palabras de Alfred como si fueran polvo.

—El patryn que he visto en tu mente está libre y viaja por la Puerta de la Muerte. ¿Qué se propone?

—Explorar los mundos —consiguió decir.

—¡No, lo que hace no son exploraciones! —Samah se puso en pie y miró con severidad a su interlocutor, quien dio un paso atrás ante su penetrante mirada—. ¡Su misión no es explorar, sino reconocer el terreno!

Samah lo miró ceñudo y dirigió una mirada de triunfo a los miembros del Consejo.

—En fin de cuentas, parece que hemos despertado en el momento adecuado, hermanos. Una vez más, nuestro antiguo enemigo nos declara la guerra.

CAPÍTULO 7

A LA DERIVA EN ALGUNA PARTE

DEL MAR DE LA BONDAD

El amanecer. Otra mañana de desesperación, de miedo. La mañana es para mí el peor momento del día. Despierto de mis terribles pesadillas y, por un momento, pienso que estoy de nuevo en la cama del dormitorio de mi casa y me digo a mí misma que los sueños son sólo sueños y nada más. Pero no puedo desprenderme del pánico que me invade al pensar que en cualquier momento los horribles sueños pueden convertirse en realidad. No hemos visto ninguna señal de las serpientes dragón, pero sabemos que alguien nos observa. Ninguno de nosotros es marino, no tenemos ni idea de cómo se maneja este barco y, sin embargo, algo lo guía. Y no sabemos qué.

El miedo nos impide incluso subir a la cubierta superior. Nos hemos instalado en la parte inferior de la embarcación, donde ese alguien no nos moleste.

Cada mañana, Alake, Devon y yo nos reunimos e intentamos engullir la comida sin apetito. Nos miramos unos a otros y nos preguntamos si hoy será el día, el último día.

La espera es la peor parte. Nuestro terror aumenta a cada momento que pasa. Tenemos los nervios tensos, a punto de saltar. Devon —el afable Devon— tergiversa el más mínimo comentario que Alake hace sobre los elfos, y se pelean por insignificancias. Ahora mismo, los oigo discutir. No es el enojo lo que los empuja, sino el miedo. Creo que el terror acabará por volvernos locos.

Con el recuerdo, lograré evadirme un rato. Tengo que contar nuestra entrega.

Fue amarga y triste. La primera parte, tomar la decisión inicial de entregarnos a los dragones, fue la más fácil. Nos serenamos, secamos nuestras lágrimas y decidimos lo que íbamos a decirles a nuestros padres. Elegimos a Alake como portavoz y salimos a la terraza.

Ellos no estaban preparados para vernos. Eliason, que acababa de perder a su amada esposa a causa de alguna enfermedad élfica, no podía mirar a Sadia, que era la viva imagen de su madre. Apartó los ojos llenos de lágrimas.

En ese punto, Sadia perdió el valor. Se acercó a él, lo rodeó con los brazos y dejó que sus lágrimas se unieran a las de su padre. Eso lo expresó todo.

—¡Habéis estado espiando! —nos recriminó Dumaka, enfadado— . ¡Habéis escuchado otra vez!

Nunca lo había visto tan enfadado. El discurso que Alake había planeado con tanto cuidado, se heló en sus labios temblorosos.

—Padre, hemos decidido ir, no podrás detenernos...

—¡No! —rugió con furia, y comenzó a aporrear el coral con el puño; lo golpeó y aplastó hasta que la superficie rosada se tiñó de rojo con su sangre— . ¡No! ¡Moriré antes de permitirlo!

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