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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (13 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—¡Sí, morirás! —gritó Alake— . ¡Y también nuestro pueblo morirá! ¿Es eso lo que deseas, padre?

—¡Lucharé! —Sus ojos oscuros refulgían y echaba espuma por la boca— . ¡Lucharemos contra ellos! Esas bestias son tan mortales como nosotros. Se les puede atravesar el corazón, se les puede cortar la cabeza.

—Sí —coincidió mi padre enérgicamente— . Les presentaremos batalla.

Tenía la barba hecha jirones. Contemplé los mechones espesos de pelo que había en el suelo a sus pies. Por primera vez comprendí el alcance de nuestra decisión. No quiero decir que lo hubiésemos resuelto a la ligera, pero lo habíamos hecho pensando tan sólo en nosotras, en lo que sufriríamos en nuestra propia carne. Ahora me daba cuenta de que, aunque pereciéramos —y pereceríamos de forma espantosa— , sólo podíamos morir una vez y después todo habría terminado y descansaríamos a salvo al lado del Uno. Nuestros padres (y todos aquellos que nos amaban), por el contrario, sufrirían y morirían con nuestra muerte en la mente una y otra vez.

Estaba avergonzada. No podía enfrentarme a su mirada.

Él y Dumaka estuvieron discutiendo acerca de las hachas y lanzas que fabricarían y sobre los hechizos con que los elfos iban a embrujarlas. Finalmente, Eliason se recuperó lo suficiente como para aportar algunas sugerencias. Yo no podía pronunciar palabra. Comencé a creer que tal vez nuestra gente tendría una oportunidad, que podíamos combatir a las serpientes y que se podía evitar nuestras muertes. Entonces me fijé en Alake. Me extrañaron su silencio y su tranquilidad.

—Madre —dijo de pronto con voz fría— , tienes que contarles la verdad.

Delu se encogió. Le lanzó a su hija una breve mirada furibunda para ordenarle silencio, pero era demasiado tarde. Aquello la delató, porque demostraba que tenía algo que ocultar.

—¿Qué verdad? —inquirió mi madre en tono cortante.

—No se me permite hablar de ello —contestó con voz apagada, evitando mirarnos— . Como bien sabe mi hija —añadió con amargura.

—Tienes que hacerlo, madre —insistió Alake— . ¿O acaso permitirás que se lancen a ciegas a luchar contra un enemigo imposible de derrotar?

—¿A qué se refiere, Delu?

Hablaba mi madre de nuevo. Era la persona de menor estatura de la reunión. Es incluso más baja que yo. Me parece estar viéndola, sacudiendo las patillas con el mentón alzado, los brazos en jarras y los pies plantados en el suelo. Delu era alta y esbelta y mi madre sólo le llegaba a las caderas, pero, en mi recuerdo, aquel día mi madre se alzaba por encima, con la altura que le conferían el valor y la fortaleza.

Delu se desmoronó como un árbol talado por la hoja del hacha de mi madre. La hechicera humana se dejó caer en un banco bajo y empezó a enlazar y desenlazar las manos sobre el regazo con la cabeza gacha.

—No puedo entrar en detalles —explicó en voz queda— . No debería contaros demasiado, pero..., pero... —Tragó saliva y exhaló un suspiro tembloroso— . Intentaré explicároslo. Cuando se ha cometido un crimen...

(Hago una pausa aquí para señalar que los humanos se matan entre sí. Ya sé que cuesta creerlo, pero es cierto. Podría pensarse que, dada la brevedad de su vida, debería ser para ellos algo sagrado. Pero no es así. Asesinan por los motivos más absurdos: la avaricia, la venganza y la codicia son los más frecuentes).

—Cuando se comete un crimen y no se encuentra al asesino

—prosiguió Delu— , los miembros del Círculo pueden, mediante un hechizo cuya naturaleza no puedo revelar, reunir información sobre la persona que lo ha perpetrado.

—Pueden, incluso, evocar la imagen del asesino —apostilló Alake— si encuentran un mechón de su cabello o rastros de su sangre o su piel.

—Shh, niña. ¿Qué estás diciendo? —la regañó su madre, pero su protesta era débil, pues tenía el espíritu acongojado.

—Una simple hebra de hilo puede revelar al Círculo la ropa que llevaba el asesino —continuó Alake— . Si el crimen es reciente, la conmoción del ultraje permanece en el aire, de donde podemos extraer...

—¡No, hija! —Delu levantó la vista— . Ya es suficiente. Basta con decir que tenemos la facultad de evocar no sólo la imagen del asesino, sino la de su alma, por llamarlo de alguna manera.

—¿Y el Círculo formuló este hechizo en el pueblo?

—Sí, esposo. Pero fue un asunto estrictamente mágico y me prohibieron hablarte de ello.

Dumaka no pareció muy complacido, pero no dijo nada. Los humanos reverencian la hechicería, la respetan y la temen. Los elfos, por el contrario, tienen un punto de vista mucho más práctico al respecto, pero esto tal vez se deba a que la magia élfica se utiliza para fines más cotidianos. Los enanos nunca hemos confiado demasiado en ella. Es cierto que ahorra tiempo y trabajo, pero como pago uno pierde parte de su libertad. Después de todo, ¿en quién confía una hechicera? Por lo visto, ni siquiera en su esposo.

—De modo, Delu, que realizaste el hechizo sobre los excrementos de esas criaturas o lo que quiera que dejaran detrás.

—Mi madre, con toda sencillez, nos centró de nuevo en el tema— . ¿Y qué averiguaste acerca de su alma?

—No tienen alma —contestó.

Mi madre levantó las manos, exasperada, y miró a mi padre como queriéndole decir que estaban perdiendo el tiempo, pero por la expresión de Alake imaginé que aquello no acababa allí.

—No tienen alma —prosiguió la hechicera con su mirada penetrante clavada en mi madre— . ¿Lo entendéis? Todos los seres mortales tienen un alma además de un cuerpo.

—Y son sus cuerpos lo que nos preocupa —espetó mi madre.

—Lo que Delu intenta decir —explicó Alake— es que esas serpientes carecen de alma y, por lo tanto, no pueden morir.

—¿Lo cual significa que son inmortales? —Eliason miró estupefacto a la muchacha— . ¿No se las puede matar?

—No estamos seguros —contestó la maga, abatida, al tiempo que se ponía en pie— . Por eso creí mejor no hablar del tema. El Círculo jamás se ha enfrentado a criaturas de naturaleza similar. Estamos desconcertados.

—Sin embargo, habéis llegado a esta conclusión —apuntó Dumaka.

Delu habría preferido no contestar pero, tras un momento de reflexión, pensó que no tenía elección.

—Si lo que hemos descubierto es cierto, no nos enfrentamos a simples serpientes. Son criaturas que pertenecen a un género que antiguamente se conocía como «dragón». Nuestros antepasados sostenían que el dragón era inmortal, pero probablemente esto derivaba de la dificultad que entrañaba matarlo. Lo que no significa que no se pueda acabar con él. —Por un momento, nos miró desafiante, pero su actitud pronto se desvaneció— . El dragón es un ser poderoso en extremo, especialmente en lo que a magia se refiere.

—No podemos luchar con esas bestias —agregó mi padre con probabilidad de éxito. ¿Es eso lo que quieres decir? Porque a mí eso no me hace cambiar de opinión. No les entregaremos voluntariamente a un enano. A ningún enano. Y estoy seguro de que mi pueblo opinará lo mismo.

Yo sabía que tenía razón. Los enanos preferimos ser destruidos como raza antes que sacrificar a uno de los nuestros. Yo estaba a salvo. Respiré aliviada... y se agravó mi sensación de vergüenza.

—Estoy de acuerdo con Yngvar. —Dumaka echó un vistazo a su alrededor con chispas en los ojos— . Tenemos que luchar contra esos monstruos.

—Pero, padre —argüyó Alake— , ¿cómo puedes condenar a todo nuestro pueblo a la muerte por mi culpa?

—Esto no es por tu culpa, hija —contestó el rey humano con acritud— . Lo hago justamente por nuestro pueblo. Si ahora entregamos a una de nuestras hijas quién sabe si con el tiempo esos dragones no reclamarán a todas nuestras hijas. Y con el tiempo, a nuestros hijos. ¡No! —Golpeó el coral con el puño ensangrentado— . ¡Lucharemos! Y los nuestros estarán de acuerdo.

—Yo no voy a entregar a mi niña querida —susurró Eliason con voz quebrada por el llanto.

Abrazaba a Sadia con tanta firmeza como si ya estuviera viendo los anillos de la serpiente enroscarse alrededor de la muchacha. Ella se aferró a su padre, con los ojos llenos de lágrimas, más por él que por sí misma.

—Mi gente tampoco consentirá en pagar un precio tan espantoso para asegurar su propio bienestar, ni siquiera en el supuesto, como dice Dumaka, de que podamos confiar en esas serpientes, dragones o como quiera que debamos llamarlas.

«Lucharemos —prosiguió Eliason con mayor determinación. Después, suspiró y miró a los presentes con cierta impotencia— . Aunque hace mucho, mucho tiempo que los elfos no entramos en combate. De todos modos, supongo que el conocimiento necesario para fabricar armas se encuentra en nuestros archivos...

—¿Y crees que esas bestias van a esperar a que los elfos leáis los libros pertinentes, excavéis la mina para buscar el mineral adecuado y trabajéis en la fragua hasta obtener el filo deseado para vuestra empuñadura? —gruñó mi padre— . ¡Bah! Tenemos que apañarnos con lo que contamos. Enviaré hachas de guerra.

—Y yo suministraré lanzas y espadas —terció Dumaka con el ardor de la batalla brillándole en los ojos.

Delu y Eliason se enzarzaron en la discusión y el debate de los diversos encantos, mantras y hechizos militares. Desgraciadamente, la magia élfica y la humana son tan diferentes que ninguna puede aportar gran cosa a la otra, pero, al parecer, los dos hallaban consuelo en la mera apariencia de realizar juntos algo constructivo.

—Muchachas, ¿por qué no regresáis a la habitación de Sadia? —sugirió mi madre— . Estáis muy conmocionadas. —Se acercó y me estrechó entre los brazos— . Pero siempre recordaré con orgullo a mi valiente hija ofreciendo la vida por su pueblo.

Tras decir esto, se alejó para reunirse con mi padre que discutía acaloradamente con Dumaka sobre hachas de batalla y hachas de pértiga, y las chicas pronto fuimos olvidadas.

Y eso fue todo. Habían tomado una decisión. Tendría que haberme sentido alegre, pero mi corazón —que se había aligerado de forma extraña una vez que hubimos decidido sacrificarnos— me oprimía el pecho. Era cuanto podía hacer para llevar mi carea; los pies me arrastraron a través de los brillantes pasadizos de coral. Alake estaba malhumorada y pensativa. A Sadia todavía la asaltaban sollozos de tanto en tanto, de modo que no hablamos hasta llegar a la habitación de la princesa élfica.

Una vez allí, tampoco dijimos nada, por lo menos en voz alta. Pero nuestros pensamientos eran como riachuelos de agua, y todos convergían tras recorrer la misma dirección. Lo comprendí cuando miré de repente a Alake y vi que ella también me miraba. En el mismo instante, ambas nos volvimos hacia Sadia, que nos miró con los ojos muy abiertos. Se dejó caer sin fuerzas en la cama y sacudió la cabeza.

—¡No, no podéis estar pensando eso! Ya habéis oído lo que ha dicho mi padre...

—Escúchame, Sadia. —El tono de Alake me recordó las ocasiones en que habíamos intentado convencer a Sadia para que nos ayudara a gastar una broma a nuestra institutriz— . ¿Serás capaz de quedarte en esta habitación, ver a tu gente sacrificada ante tus ojos y decirte a ti misma: «Podría haber evitado esta matanza»?

Sadia hundió la cabeza.

Me acerqué a mi amiga y la rodeé con el brazo. Los elfos son tan delgados, pensé. Tienen los huesos tan frágiles que se les pueden romper con el más ligero contacto.

—Nuestros padres no lo permitirán —dije— . De modo que la responsabilidad queda en nuestras manos. Si hay una oportunidad, por remota que sea, de que podamos salvar a nuestro pueblo, debemos llevarla a cabo.

—¡Mi padre! —gimió Sadia, y comenzó a llorar de nuevo— . Eso le va a romper el corazón.

Pensé en el mío, en los mechones de barba esparcidos a sus pies en el suelo. Recordé el abrazo de mi madre, y casi me falló el valor. Entonces, imaginé a los enanos atrapados en la espantosa boca desdentada de la serpiente dragón. Pensé en Hartmut con su reluciente hacha de batalla, pequeño e impotente al lado de las gigantescas bestias.

Pienso en él ahora, mientras escribo, y en mi padre y mi madre, en mi pueblo, y sé que hicimos lo correcto. Tal como Alake dijo, no podía quedarme para ver morir a los míos y decirme: «Podría haber evitado esta matanza».

—Tu padre tendrá que pensar en su pueblo, Sadia. Será fuerte, por ti, puedes estar segura de ello. Grundle, ¿qué hay del barco? —Los ojos negros de Alake se volvieron hacia mí; sus ademanes eran bruscos, imperiosos.

—Está amarrado en el puerto —contesté— . El capitán y la mayor parte de la tripulación estarán en tierra durante las horas de descanso y dejarán solamente un vigía a bordo. Podremos arreglárnoslas con él. Tengo un plan.

—Muy bien —asintió Alake, dejándome a mí aquella parte— . Nos escabulliremos cuando todos duerman profundamente. Reunid todo aquello que creáis necesario. Habrá agua y comida en el barco, supongo.

—Y armas —añadí.

Era un error. Sadia estaba a punto de desmayarse, e incluso Alake parecía tener sus dudas. No dije nada más. No les dije que, por lo que a mí respectaba, moriría luchando.

—Cogeré mis útiles de magia —comentó Alake.

—Yo puedo llevar mi laúd —ofreció Sadia, que nos miraba con impotencia.

Pobre muchacha. Creo que esperaba vagamente poder encantar a los dragones con su música. Casi me eché a reír, pero vi la mirada de Alake y suspiré. Tras un momento de reflexión, comprendí que, en realidad, su laúd y mi hacha eran igualmente inútiles.

—Muy bien. Ahora debemos separarnos para reunir lo que vamos a llevarnos. Sed prudentes y silenciosos. ¡Mantenedlo en secreto! Mandaremos un mensaje a nuestros padres para decirles que estamos demasiado abatidas para ir a cenar. Cuanta menos gente nos vea, mejor. ¿Habéis comprendido? No se lo contéis a nadie. —Clavó su penetrante mirada en Sadia.

—A nadie... excepto a Devon.

—¡Devon! ¡Rotundamente no! Te convencería para que no lo hicieras. —Alake tenía una opinión muy baja de los hombres.

—Es el hombre con quien voy a casarme. —Sadia se estremeció— . Tiene derecho a saberlo. Entre nosotros no existen secretos. Es un asunto de honor. No dirá nada a nadie si yo se lo pido.

Su pequeña barbilla se alzó desafiante e irguió sus hombros delgados. Los elfos tienen la costumbre de elegir el peor momento para oponer resistencia.

A Alake no le agradaba la idea, pero tanto ella como yo sabíamos que no lograríamos sacárselo de la cabeza.

—¿Podrás resistir sus súplicas, lágrimas y argumentos? —le preguntó la humana, enfadada.

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