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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (5 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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(A no ser, claro está, que confiemos ingenuamente en un milagro, en que algo o alguien venga en nuestra ayuda. Alake dice que esperar una cosa así y rezar para que ocurra es una crueldad, si pensamos en el sufrimiento que le espera a nuestra gente si nos salvamos. Supongo que tiene razón, ya que es la más inteligente de todos. Pero he notado que continúa practicando sus ejercicios de invocación, cosa que no haría de seguir sus propios consejos).

Alake fue quien me recomendó que escribiera la crónica del viaje. Dice que los nuestros pueden encontrarla cuando hayamos desaparecido y en ella encontrarán consuelo. Por supuesto, también es necesario hablar de Devon. Todo esto es cierto, pero sospecho que me ha asignado esta tarea para quedarse sola y que nadie la moleste cuando desee practicar su magia.

Supongo que tiene razón. Es mejor estar ocupado en algo que no hacer nada y sentarse a esperar la muerte. Pero tengo mis reservas acerca de que nuestra gente encuentre nunca este relato. Creo que es más probable que lo haga un extraño.

Me resulta raro pensar que un extraño pueda leerlo cuando yo haya muerto. Y todavía me es más insólito compartir con un desconocido mis temores y recelos, cuando no soy capaz de hacerlo con aquellos a quienes amo. Tal vez esa persona proceda de otra luna marina, si existen otras lunas marinas, cosa que dudo. Alake también dice que es pecado pensar que el Uno no ha creado a nadie más que a nosotros. Pero los enanos somos muy dados a dudar, a sospechar de cualquier cosa que no haya existido, como mínimo, tanto tiempo como nosotros. Dudo que nuestra muerte sirva para algo. Dudo que los señores del mar mantengan su palabra. Nuestro sacrificio será en vano. Los nuestros están condenados.

Ya está. Por fin lo he escrito. Y me siento mejor después de hacerlo, aunque ahora deberé asegurarme de que Alake no vea nunca este diario.

Me llamo Grundle.

Esta vez será más fácil. Mi padre es Yngvar Barbapoblada, Vater
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de los gargan. Mi madre se llama Hilda. Se dice que de joven era la más hermosa de toda la luna marina. Se han dedicado canciones a mi belleza, pero he visto un retrato suyo del día de su boda, y yo no soy nada a su lado. Las patillas le llegaban casi a la cintura y eran de ese color dorado tan raro y apreciado entre los enanos.

Mi padre cuenta que, cuando mi madre apareció en la palestra del concurso, las demás participantes abandonaron nada más verla, dejándola como incontestable vencedora. Mi madre era especialmente diestra porque había practicado el tiro de hacha y era capaz de dar en el blanco cinco de cada seis veces. Si me hubiera quedado en Gargan, ya se habrían celebrado los concursos matrimoniales por obtener mi mano, ya que estoy al final de la Edad de la Búsqueda.

Este borrón es una lágrima. ¡Ahora estoy convencida de que Alake no debe ver este diario! No lloro por mí. Estoy llorando por Hartmut. Él me amaba y yo le correspondía. Pero no debo dejarme llevar por el recuerdo o pronto las lágrimas emborronarán toda la página.

Probablemente, la persona que encuentre esto se sorprenderá de que un enano sea su autor. Los nuestros no se interesan por materias como la escritura, la lectura y la aritmética. Escribir vuelve perezosa la mente, según dicen los míos, que son capaces de retener en la memoria la historia completa de Gargan, además de la familiar de cada individuo. En realidad, los enanos no tenemos un lenguaje escrito propio, razón por la cual estoy utilizando el de los humanos.

También conservamos en la cabeza excelentes relatos, que causan el asombro de nuestros proveedores elfos y humanos. Todavía no conozco al enano que no pueda decir con detalle cuánto dinero ha hecho en el transcurso de una vida. ¡Algunos de barba canosa podrían pasarse días enteros haciendo recuento! Yo misma no habría aprendido a leer y escribir si no fuera porque estoy —o estaba— destinada a gobernar. Como tendría que tratar de cerca con nuestros aliados humanos y elfos, mis padres decidieron que debía educarme entre ellos y conocer sus costumbres. Al propio tiempo (y creo que esto era para ellos lo más importante), esperaban que yo educara a elfos y a humanos en nuestros hábitos.

A edad temprana, me mandaron a Elmas —la luna marina de los elfos—
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junto con Alake, la hija del gobernante de Phondra. Alake tiene aproximadamente mi edad mental, aunque no se corresponde en términos de ciclos reales. (La brevedad de la vida humana los obliga a crecer deprisa). Con nosotras se encontraba Sadia, la princesa élfica que compartía nuestros estudios.

La bella y gentil Sadia... Nunca volveré a verla. Pero, gracias al Uno, ha escapado de este funesto destino.

Las tres muchachas pasamos juntas muchos años, durante los que volvimos locos a nuestros maestros y aprendimos a querernos como hermanas. De hecho, estábamos más unidas que muchas hermanas que conozco, pues entre nosotras jamás hubo celos o rivalidad.

Las únicas diferencias surgían al aprender a convivir con los defectos de las demás. Pero nuestros padres querían que creciéramos juntas. A mí, por ejemplo, nunca me habían gustado mucho los humanos. Hablaban muy fuerte y rápido, eran demasiado agresivos y corrían de tema en tema, de un sitio a otro. Nunca se paraban a sentarse ni se tomaban tiempo para pensar.

El largo período que pasé en contacto con humanos me enseñó que su impaciencia y ambición, la constante necesidad de darse prisa, prisa, prisa, era su manera de combatir la brevedad de su vida.

Por el contrario, comprendí que los longevos elfos no eran soñadores perezosos, como creen la mayoría de enanos, sino gente que simplemente se toma la vida como viene, sin preocuparse por el mañana, con la certeza de que habrá innumerables mañanas para enfrentarse a los problemas.

Por otro lado, Alake y Sadia tenían la paciencia suficiente para aguantar mi brusca franqueza, rasgo característico de mi gente. (Me gustaría pensar que es una buena cualidad, ¡pero no debe llevarse a extremos!) Un enano siempre debe decir la verdad, sin importar lo preparados que los demás estén para escucharla. También podemos ser muy testarudos y, una vez que decidimos algo, nos mantenemos en nuestros trece y raramente cedemos. De un humano insólitamente tozudo se dice que tiene «pies de enano».

En mis estudios, aprendí a hablar y escribir con fluidez en humano y en élfico (a pesar de la irritación que causaba en nuestra pobre tutora mi manera de coger la pluma). Estudié la historia de sus lunas marinas y las distintas versiones de la historia de Chelestra, nuestro mundo. Pero lo que aprendí por encima de todo fue a querer a mis amadas hermanas-amigas y, a través de ellas, a sus respectivas razas.

Solíamos planear la manera de unir más a los nuestros, cuando por fin gobernáramos, cada una en su propia luna marina.

Ya nunca será así. Ninguna de nosotras vivirá lo suficiente.

Supongo que será mejor explicar lo que ocurrió.

Todo comenzó el día en que me disponía a bendecir el cazador de sol. Mi día. Mi gran día.

La excitación no me había dejado dormir. Apresuradamente me vestí con mis mejores ropas: una blusa de manga larga de tejido sencillo y práctico (en nuestra vida no tienen lugar los adornos), un vestido atado a la espalda y unas botas sólidas y resistentes. De pie frente al espejo de mi dormitorio en la casa de mi padre, comencé la tarea más importante del día: cepillar y rizarme el cabello y las patillas.

El tiempo pasó volando hasta que oí que mi padre me llamaba. Hice ver que no le había oído y continué observándome con ojo crítico mientras me preguntaba si estaba presentable para aparecer en público. No debe pensarse que esa preocupación por mi aspecto nacía de la vanidad. Como heredera al trono de Gargan iba tanto a presenciar como a tomar parte del acto.

Tenía que admitirlo: estaba preciosa. Aparté los tarros de esencias importados de los elfos de Elmas, y devolví las tenacillas a su sitio junto a la chimenea. Sadia, que siempre tiene una nube de sirvientes revoloteando a su alrededor (y que nunca se ha cepillado ella misma su larga cabellera rubia) no entiende que yo no sólo me vista sin ayuda, sino que además lo recoja todo cuando termino. Los gargan somos gente orgullosa y autosuficiente y nunca se nos ocurriría dejar a otros este tipo de labores domésticas. Nuestro Vater tala su propia madera para el hogar, nuestra Muter hace su colada y friega el suelo. Yo misma me rizo el pelo. La única marca de distinción que la familia real recibe sobre los demás es que se espera de nosotros que trabajemos el doble que el resto de gargan.

Aquel día, sin embargo, mi familia recibiría una de las contadas recompensas por los servicios prestados al pueblo. La flota de cazadores de sol estaba completa. Mi padre pediría al Uno que los bendijera, y yo tendría el honor de clavar un mechón de mis cabellos en la proa del buque insignia.

Mi padre me llamó de nuevo. Salí deprisa de mi habitación y entré corriendo al salón.

—¿Dónde está esa chica? —le preguntaba a mi madre—. El sol marino habrá pasado sobre nuestras cabezas y nos habremos congelado para cuando esté lista.

—Es su gran día —le recordó ella, apaciguadora—. Querrás que tenga buen aspecto, ¿no? Todos sus pretendientes van a estar presentes.

—¡Bah! —gruñó—. Aún es demasiado joven para pensar en esas cosas.

—Tal vez, pero lo que hoy ve el ojo, mañana llena la cabeza —replicó mi madre citando un proverbio enano.
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—¡Hum! —resopló mi padre.

Pero, cuando me vio, se le hinchó el pecho de orgullo y no volvió a comentar nada más respecto a mi demora.

Padre, ¡cuánto te echo de menos! ¡Qué difícil es todo esto! ¡Qué difícil!

Abandonamos nuestra casa, que es más bien una cueva excavada en la montaña. Todas nuestras casas y comercios se construyen en su interior, al contrario que los de los humanos y elfos que se levantan en las laderas. Tardé largo tiempo en acostumbrarme a vivir en el palacio de coral de Elmas que, a mi entender, se apoyaba en la roca de forma precaria. Solía tener pesadillas en las que se desmoronaba por la montaña y me arrastraba en su caída.

Era una mañana espléndida. Los rayos del sol marino brillaban entre las olas.
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Las escasas nubes que flotaban sobre la caverna atraían su destello. Nos unimos a la multitud que descendía por el escarpado camino que lleva a la playa del Mar de la Bondad. Nuestros vecinos llamaron a mi padre para palmotearle la gran barriga —el típico saludo enano— y lo invitaron a reunirse con ellos en la taberna después de la ceremonia.

Él les devolvió el saludo y continuamos el camino de bajada. Cuando estamos en tierra firme, los gargan viajamos siempre a pie. Los carros son para transportar patatas, no personas. A pesar de que estamos familiarizados con la costumbre élfica de viajar en carruaje y la humana de utilizar bestias de carga, la mayoría de enanos considera tal pereza un signo de debilidad innato en las otras dos razas.

El único vehículo que utilizamos los gargan es nuestro famoso barco sumergible diseñado para navegar por el Mar de la Bondad. Estos barcos, orgullo de los enanos, se construyeron por necesidad, dada nuestra desafortunada tendencia a hundirnos como piedras en el agua. No ha nacido el enano capaz de nadar.

Somos tan buenos constructores navales que los de Phondra y los de Elmas, que en un principio fabricaban sus propias embarcaciones, dejaron de hacerlo y empezaron a depender de nuestra producción. Ahora, con la financiación de elfos y humanos, hemos construido nuestra obra maestra: una flota de sumergibles, de cazadores de sol, con capacidad para alojar la población de tres lunas marinas.

—Han pasado generaciones desde que fuimos llamados para construir los cazadores de sol —anunció mi padre. Nos detuvimos en el abrupto sendero para contemplar con admiración el puerto que se extendía allá abajo, al nivel del mar—. Nunca se diseñó una flota tan grande para transportar a tantos. Éste es un momento histórico que se recordará largo tiempo.

—Y un gran honor para Grundle —dijo mi madre al tiempo que me dirigía una sonrisa.

Le devolví la sonrisa pero no dije nada. Los enanos no somos conocidos precisamente por nuestro sentido del humor, pero a mí se me considera más seria y responsable que cualquiera de mi raza, y aquel día el deber absorbía mi pensamiento. Tengo una naturaleza extremadamente práctica, sin un destello de sentimentalismo o romanticismo (como Sadia solía comentar con tristeza).

—Ojalá tus amigas estuvieran aquí hoy para verte —añadió—. Las invitamos, pero, claro, están muy ocupadas preparando la Caza del Sol con los suyos.

—Sí, madre —asentí—, me habría encantado que pudieran estar aquí.

Yo no deseaba que la persecución del sol marino alterara el estilo de vida de los enanos, pero no pude menos que envidiar el respeto que los phondranos sentían por Alake o el cariño y la admiración que los elmanos profesaban a Sadia. Para los míos, yo simplemente soy una joven enana más durante la mayor parte del tiempo. Me consolé con la idea de poder contar todo lo ocurrido a mis amigas y (para ser sincera) con la certeza de que ningún cazador de sol llevaría en la proa un mechón de sus cabellos.

Llegamos al puerto, donde los gigantescos sumergibles flotaban anclados. Al verlos tan de cerca, me impresionó su gran tamaño, la cantidad de trabajo que había requerido su construcción.

Los cazadores de sol parecían ballenas negras; tenían la proa lisa y estaban fabricados con madera seca de Phondra, llamada así porque está cubierta de una capa de resina natural que la protege del agua. El casco estaba tachonado de ventanas, que brillaban como joyas a la luz del sol marino. ¡Y sus proporciones! ¡No podía creerlo! Cada cazador de sol, y allí había diez, tenía casi ocho estadios
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de longitud. Aquella inmensidad me desconcertaba, hasta que, de pronto, recordé que estaban ideados para alojar a los habitantes de tres reinos.

La brisa del mar aumentó. Me atusé las patillas y mi madre me arregló el pelo. La multitud que se congregaba en los muelles se apartó de buena gana para dejarnos paso. Los gargan, a pesar de la excitación, se movían en orden y con disciplina, sin asomo de los bulliciosos empujones que cabría esperar de una reunión similar de humanos.

Anduvimos entre ellos al tiempo que nos inclinábamos a derecha e izquierda. Los hombres se tocaban el mechón de pelo de la frente, signo ceremonioso de respeto apropiado para la ocasión. Las mujeres azuzaban a sus hijos, quienes miraban boquiabiertos los enormes sumergibles, incapaces de desviar la mirada de tales maravillas para prestar atención a algo tan cotidiano como era su rey.

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