A las tres de la madrugada se había convencido a sí misma de que algo tenía que haber sido pasado por alto, alguna minúscula pieza de ese rompecabezas de cómo un hombre medio chiflado que andaba por una pequeña zona barrida por la Policía del Pueblo podía escapar a su detención.
A las cuatro se levantó de la cama y volvió a las oficinas de la KGB, donde importunó al personal de guardia con su petición de una línea de seguridad con el cuartel general de la SSD. Cuando la obtuvo, habló con el coronel Voss. El hombre no había abandonado su despacho todavía.
—Esa fotografía de Morenz —inquirió la comandante—, ¿era reciente?
—De hace un año aproximadamente —respondió Voss, intrigado.
—¿Cómo la consiguieron ustedes?
—A través de la HVA —contestó Voss.
Vanaskaya le dio las gracias y colgó.
Por supuesto, la HVA, la
Hauptverwaltung Aufklarung
, el Servicio Secreto de Inteligencia en el extranjero de Alemania Oriental, el cual, por obvias razones lingüísticas, se especializaba en tender redes de espionaje por todo el territorio de la República Federal Alemana. Era dirigido por el legendario general Marcus Wolf. Incluso la misma KGB, cuyo desprecio por los Servicios de Inteligencia de los países satélites era más que notorio, sentía por ese maestro de espías un respeto considerable. Marcus
Mischa
Wolf había perpetrado algunos brillantes golpes de mano contra los alemanes occidentales; uno de los más notables fue «colocar» un espía como secretario privado del canciller Willy Brandt.
La comandante llamó por teléfono y despertó al jefe del Tercer Directorio de la KGB en Berlín Oriental y le comunicó lo que quería, no sin dejar de mencionar el nombre del general Chaliapin. La estratagema le dio resultado. El coronel contestó que vería qué podía hacer. A la media hora, el coronel le devolvía la llamada.
—Parece ser que el general Wolf es ave madrugadora —le dijo—; tiene usted una cita con él en su despacho a las seis.
A las cinco de la mañana, los hombres del Departamento de Criptografía del cuartel general de comunicaciones del Gobierno británico de Cheltenham terminaban las tareas de decodificación del último paquete de mensajes de escasa importancia que se habían ido acumulando a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Ahora, ya en forma de textos claros, serían transmitidos, a través de una serie de líneas de comunicación de alta seguridad, a diversos destinos: unos irían a parar a las oficinas del SIS, en la
Century House
; otros, a las del MI-5, en Curzon Street; algunos, al Ministerio de Defensa, en Whitehall. Muchos de esos mensajes serían «copiados» si se consideraba que podría resultar de interés a dos de esas instituciones o incluso a las tres a la vez. Los mensajes de Inteligencia urgentes se tramitaban con mucha más rapidez, pero las apacibles horas de la mañana eran un buen momento para enviar a Londres la información clasificada como de «bajo interés»; las líneas se encontraban mucho más desocupadas.
Entre ese material había un mensaje del miércoles por la noche, enviado desde Pullach al delegado del BND en la Embajada de la República Federal Alemana. Este país fue, y sigue siendo, por supuesto, un valioso y respetado aliado de Gran Bretaña. No hubo segunda intención por parte de Cheltenham cuando interceptó y descifró un mensaje confidencial de un país aliado a su propia Embajada. El código secreto había sido descubierto hacía ya algún tiempo. No se trataba de nada ofensivo, sino simplemente rutinario. Ese mensaje en particular fue a parar al MI-5 y al Departamento para asuntos de la OTAN de la
Century House
, donde se analizaban todas las relaciones de espionaje con los aliados de Gran Bretaña, excepto la CÍA, la cual tenía asignado su propio Departamento de enlace.
Había sido el director del Departamento para asuntos de la OTAN el primero en llamar la atención a Edwards sobre lo embarazoso que sería que McCready hubiera captado como su agente personal a un oficial de un Servicio Secreto aliado como era el BND. De todos modos, el jefe del Departamento para asuntos de la OTAN seguía siendo un amigo de McCready. Cuando leyó el mensaje de los alemanes a las diez de la mañana, decidió ponerlo en conocimiento de Sam. Por si se diese el caso… Pero no tuvo tiempo de hacerlo hasta el mediodía.
A las seis de la mañana la comandante Ludmilla Vanavskaya fue introducida en el despacho del general Marcus Wolf, dos plantas más arriba de donde el coronel Voss tenía su despacho. Al maestro de espías de Alemania Oriental le disgustaban los uniformes; llevaba puesto un traje oscuro, hecho a medida. También prefería el té al café, y le agradaba una clase de té particularmente aromática que recibía desde Londres de la casa
Fortnum and Masón
. Ofreció una taza a la comandante soviética.
—Camarada general, esa fotografía reciente de Bruno Morenz proviene de su organización.
Mischa
Wolf se la quedó mirando fijamente por encima del borde de su taza. Si tenía fuentes y contactos en el seno de las altas jerarquías de Alemania Occidental, como era en realidad, no estaba dispuesto a confirmárselo a aquella extranjera.
—¿Podría usted conseguir una copia del
curriculum vitae
de Morenz? —le preguntó la mujer.
Marcus Wolf se quedó pensando acerca de la solicitud que la joven le hacía.
—¿Para qué la quiere? —preguntó, afable.
La comandante le explicó lo que pensaba. Con todo detalle, violando incluso algunas normas.
—Sé que no es más que una simple sospecha —dijo ella—. Nada en concreto. La sensación de que aquí falta una pieza. Quizás algo perteneciente a su pasado.
Wolf hizo un gesto de asentimiento. Le agradaba ese modo de pensar. Muchos de sus mejores éxitos habían tenido su origen en una vaga idea, en la sospecha de que el enemigo debía de tener un talón de Aquiles y sólo hacía falta encontrarlo. El general se levantó, se dirigió a un archivador y sacó un fajo de ocho hojas. Se lo entregó sin decir ni una palabra. Allí estaba la biografía de Bruno Morenz. De los archivos de Pullach, el mismo expediente que Lothar Herrmann había estado estudiando el miércoles por la tarde. Vanavskaya exhaló un suspiro de admiración. Wolf sonrió.
Si Marcus Wolf había llegado a ese puesto en el mundo del espionaje no se debía tanto al hecho de sobornar o extorsionar a personalidades influyentes de Alemania occidental (cosa que también se podía hacer a veces, por supuesto), sino a su habilidad para introducir en los despachos de los peces gordos a mujeres solteras y de honradez a toda prueba, a personas de un estilo de vida intachable y con unos antecedentes libres de toda mácula. El general sabía muy bien que una secretaria que gozase de la confianza de su jefe veía tanto como éste, y, en ocasiones, mucho más.
A través de los años, la República Federal Alemana se había visto conmocionada por una serie de escándalos protagonizados por las secretarias particulares de personalidades de la política o de la defensa de la nación, cuando éstas o bien eran detenidas por el BFV o lograban huir a tiempo al Este. El general sabía que llegaría el día en que sacaría a Fräulein Erdmute Keppel de la oficina del BND en Colonia y la haría volver a su amada República Democrática Alemana. Pero hasta que ese momento llegase, Fräulein Keppel seguiría llegando a la oficina una hora antes que su jefe, Dieter Aust, y copiaría todo aquello que fuese de interés, incluyendo los expedientes personales de todos los empleados. Y durante el verano seguiría llevándose el almuerzo a un parque solitario, donde masticaría sus bocadillos vegetales con escrupulosa parsimonia, alimentaría a las palomas con pulcras migajas y, por último, tiraría la bolsa, en la que había llevado sus bocadillos, a la papelera más próxima al banco donde había estado sentada. La cual sería retirada pocos minutos después por el elegante caballero que había sacado a su perro a pasear. Durante el invierno, sin embargo, tomaría su almuerzo en una acogedora cafetería y tiraría su periódico en el cubo de la basura que se encontraba cerca de la puerta, de donde sería recogido por el barrendero.
Cuando volviese a Oriente, Fräulein Keppel se encontraría con una recepción estatal, además de la felicitación personal del ministro de Seguridad, Erich Mielke, o quizá del mismo jefe del partido, Erich Honecker, una medalla, una pensión estatal y un hogar confortable para descansar junto a los lagos de Fürstenwalde.
Pero, como es lógico, ni siquiera el propio Marcus Wolf podía ser clarividente. El hombre no podía saber que para 1990 la República Democrática Alemana habría dejado de existir, que Mielke y Honecker, destituidos de sus cargos, habrían caído en desgracia, que él habría sido jubilado y estaría escribiendo sus memorias por unos emolumentos sustanciosos, o que Fräulein Erdmute Keppel se encontraría pasando sus últimos años en Alemania occidental, en un lugar de reclusión mucho menos confortable que el piso que le había sido asignado en Fürstenwalde.
De pronto, la comandante Ludmilla Vanavskaya levantó la cabeza.
—Tiene una hermana —exclamó.
—Sí —dijo Wolf—. ¿Cree usted que esa mujer puede saber algo?
—No es más que una hipótesis —contestó la rusa—. Si pudiera ir a verla…
—Si le es posible obtener el permiso de sus superiores —le recordó Wolf, interrumpiéndola, afable—. Por desgracia, usted no trabaja para mí.
—Pero si pudiera ir, necesitaría cobertura. No rusa, ni de Alemania Oriental…
Wolf se encogió de hombros, aparentando modestia.
—Poseo ciertas
historias
listas para su uso. Por supuesto. Esto forma parte de nuestro comercio exterior…
A las diez de la mañana, un «LOT 104» de las líneas aéreas polacas despegaba del aeropuerto de Berlín Schónefeld. Había sido retenido durante diez minutos para que la comandante Ludmilla Vanavskaya pudiese subir a bordo. Como Wolf había apuntado, el alemán que hablaba la rusa era correcto y fluido, pero no tanto como para que pudiese hacerse pasar por alemana. Y la probabilidad de que se tropezase en Londres con alguien que hablase polaco era mínima. La comandante llevaba la documentación de una maestra de escuela polaca que iba a visitar a sus parientes. Situación creíble, ya que Polonia tenía un régimen de gobierno mucho más liberal.
El avión de línea polaco aterrizó a las once, habiendo ganado una hora debido a la diferencia horaria. La comandante Ludmilla Vanavskaya no necesitó más que treinta minutos para pasar por los controles de pasaporte y aduana, realizó dos llamadas telefónicas desde una cabina pública en el vestíbulo de la Terminal número dos, correspondiente a los vuelos internacionales, y cogió un taxi que la condujo a un barrio de Londres llamado Primrose Hill.
Al mediodía, el teléfono sonó en el despacho de Sam McCready. Acababa de colgar tras haber mantenido una conversación con los de Cheltenham. La respuesta: nada todavía. Habían pasado ya cuarenta y ocho horas, y Bruno Morenz seguía sin aparecer. La nueva llamada provenía del hombre del despacho para asuntos de la OTAN, situado en la planta de abajo.
—Aquí tengo una nota que llegó en la bolsa de la mañana —dijo—. Es posible que no signifique nada; en tal caso, tírala a la basura. De todos modos, te la envío en seguida con un mensajero.
El despacho llegó cinco minutos después. Cuando lo abrió y vio la hora de entrada, McCready blasfemó en voz alta.
La regla de no saber más que lo imprescindible funciona, por regla general, de un modo admirable en el mundo oculto del espionaje. Jamás se pasará una información concreta a aquellos que no necesitan saberla para el buen ejercicio de sus funciones. De ese modo, si hay una filtración, bien sea deliberada o debida a que alguien se va de la lengua por pura negligencia, el daño resultante se mantendrá siempre dentro de unos límites razonables. Sin embargo, a veces esta regla opera en sentido contrario. Una pieza de información que podría haber cambiado los acontecimientos no se transmite porque nadie lo cree necesario.
A la estación de las montañas del Harz que había detectado las comunicaciones sobre el
Duendecillo
y al departamento de escuchas de Cheltenham especializados en Alemania Oriental se les había transmitido la orden de comunicar a McCready, sin ninguna dilatación, cualquier información que pudiesen interceptar. Las palabras
Grauber
y
Morenz
actuaban como activadores del instantáneo procesamiento de la información. Pero a nadie se le había ocurrido alertar también a los centros de escucha que, dentro de las mismas estaciones, se especializaban en el registro de las comunicaciones diplomáticas y militares de los países aliados.
El mensaje que tenía sobre su escritorio estaba datado a las cuatro horas y veintidós minutos de la tarde del miércoles. Rezaba así:
De Herrmann
a Fietzaul
:
De suma urgencia. Contactar con Mrs. A. Farquarson, Morenz de soltera, con probable residencia en Londres stop Preguntar si en los últimos cuatro días ha visto a su hermano o ha tenido noticias suyas fin
«Nunca me dijo que tuviese una hermana en Londres. Nunca me dijo que tuviese una hermana», pensó McCready. Empezó a preguntarse entonces si no habría muchas otras cosas más que su amigo Bruno habría dejado de contarle acerca de su pasado. Cogió de una repisa una guía telefónica y se puso a buscar entre las personas que llevaban el apellido de Farquarson.
Por fortuna, no se trataba de un apellido demasiado común. Con el de Smith, el asunto hubiese sido completamente diferente. Había catorce Farquarson, pero ninguna Mrs. A. Empezó a llamar a uno detrás de otro. De los siete primeros, cinco dijeron que no conocían a ninguna Mrs. Farquarson. Dos no contestaron. Con el octavo tuvo suerte; el número correspondía a Robert Farquarson. Contestó una mujer.
—Sí, yo soy Mrs. Farquarson.
—¿Pero es usted Mrs. A. Farquarson?
—Sí.
La mujer parecía a la defensiva.
—Discúlpeme por molestarla, Mrs. Farquarson. Soy del departamento de Inmigración de Heathrow. ¿Tiene usted por casualidad un hermano llamado Bruno Morenz?
Un largo silencio.
—¿Se encuentra ahí, en Heathrow?
—No estoy autorizado para decírselo, señora. A menos de que usted sea su hermana.
—Sí. Yo soy Adelheid Farquarson. Bruno Morenz es mi hermano. ¿Puedo hablar con él?
—Me temo que de momento no será posible. ¿Seguirá usted en esa dirección, digamos…, dentro de un cuarto de hora? Se trata de un asunto importante.