—Eso va un poco lejos, ¿no? Seguramente estaría fuera del despacho cuando los últimos detalles llegaron. ¿Puedes ponerme al corriente?
Y eso fue lo que Prinz hizo. Herrmann perdió definitivamente el apetito. El único olor que le llegaba a la nariz no era el de la carne y el del clarete, sino el de un escándalo de dimensiones apocalípticas.
—Y hasta ahora ninguna pista —murmuró Herrmann en tono de preocupación.
—No gran cosa —asintió Prinz—. Han dado orden a la Brigada de Investigación Criminal para que aparten a todos los hombres de otros casos y los dediquen exclusivamente a éste. La búsqueda, como es lógico, se centra en el arma y en el propietario de esas huellas dactilares.
Lothar Herrmann dio un suspiro.
—Me pregunto si el criminal no podía ser un extranjero —sugirió Herrmann.
Prinz terminó de comerse el helado y dejó la cucharilla sobre el plato. Se sonrió, con expresión maliciosa.
—¡Ajá!, ahora me doy cuenta. ¿Conque nuestro Servicio de Inteligencia exterior está interesado en el asunto?
Herrmann se encogió de hombros, como si quisiera restar importancia al caso.
—Mi querido amigo, ambos tenemos que cumplir en gran parte la misma misión. Proteger a nuestros dirigentes políticos…
Al igual que la inmensa mayoría de los altos funcionarios públicos, los dos hombres tenían una idea de sus dirigentes políticos que en modo alguno era compartida por éstos.
—Como es lógico, disponemos de nuestros propios archivos —dijo Herrmann—. Huellas dactilares de extranjeros que han llamado nuestra atención… Pero, por desgracia, no hemos recibido copias de las huellas dactilares que andan buscando nuestros amigos de la Brigada de Investigación Criminal…
—Podrías pedirlas por conducto oficial —apuntó Prinz.
—Sí, pero, en ese caso, ¿por qué armar tanto alboroto por algo que a lo mejor no conduce a ninguna parte? De la otra forma, de un modo no oficial…
—No me gusta eso de
no oficial
—le espetó Prinz.
—Tampoco a mí, amigo mío, pero…, insisto de nuevo…, en aras de nuestra vieja amistad. Te doy mi palabra de que si descubro algo, te lo comunicaré de inmediato. Un esfuerzo conjunto de los dos Servicios. Repito, te doy mi palabra de honor. Y si no resulta nada, tampoco se habrá hecho daño a nadie.
Prinz se levantó de la mesa.
—Está bien —dijo—, en aras de nuestra vieja amistad. Pero sólo por esta vez.
Y al salir del hotel se preguntó qué demonios sería lo que Herrmann sabía o de qué sospechaba, y de lo que él no tenía ni la menor idea.
En el
Braunschweiger Hof
de Münchberg, Sam McCready estaba sentado en el bar. Acompañaba su soledad con la bebida, mientras contemplaba fijamente el entarimado de las paredes. Estaba triste y profundamente atormentado. Una y otra vez se preguntaba si había hecho bien en enviar a Morenz al otro lado.
Algo le pasaba a aquel hombre. ¿Un constipado veraniego?
Aquello se parecía más a una gripe virulenta. Pero la gripe no pone nervioso. Y su viejo amigo se veía demasiado excitado. ¿Habría perdido los nervios? No, no el viejo Bruno. Ya había hecho eso varias veces. Y estaba
limpio
, al menos por lo que McCready sabía. Trató entonces de justificarse a sí mismo. No había tenido tiempo para encontrar a una persona más joven. Y Pankratin no se detendría a mirar un rostro extraño. También la vida de Pankratin estaba en peligro. Pero si él se hubiese negado a enviar a Morenz, hubieran perdido el manual de guerra soviético. No tenía elección, se había visto obligado a hacerlo… Pero no podía dejar de atormentarse.
A unos ciento doce kilómetros más al Norte, Bruno Morenz se encontraba en el bar del «Hotel Oso Negro», en Jena. También él bebía, y también lo hacía solo. Pero mientras McCready podía permitírselo, Morenz, no. Ya había dejado de aguantar el alcohol. Se engañó a sí mismo, convenciéndose de que la bebida era su sostén, que le daría fuerzas y le ayudaría a salir de ésa. Pero la verdad era que lo estaba conduciendo cada vez más cerca del abismo.
Al otro lado de la calle podía divisar la entrada principal de la secular Universidad Schiller. Afuera había un busto de Karl Marx. En una placa se comunicaba que Marx había estudiado ahí en 1841, en la Facultad de Filosofía. Morenz pensó que era una auténtica lástima que aquel filósofo barbudo no hubiese reventado en ese mismo sitio en su época de estudiante. Así jamás hubiera ido a Londres a escribir
El capital
, y él no se encontraría ahora en tamaña miseria y tan lejos de su casa.
Miércoles.
A la una de la mañana, alguien entregaba en la recepción del hotel, enfrente de la catedral, un sobre pardo, lacrado y precintado, a nombre del doctor Herrmann. Éste se encontraba despierto todavía. En el sobre había tres grandes ampliaciones; dos eran las fotografías de dos balas de nueve milímetros, y en la tercera aparecía un grupo de huellas dactilares, en las que se apreciaban un pulgar, algunos dedos y parte de la palma de la mano. Decidió no transmitir por fax las fotografías a Pullach, sino llevarlas él mismo por la mañana. Si esos delgados rasguños a lo largo de los proyectiles y la filigrana de las huellas coincidían realmente, se vería enfrentado a un dilema mayúsculo. ¿A quién decírselo y cuánto revelar? Si al menos ese cerdo de Morenz apareciese de una vez… A las nueve de la mañana abordó el primer avión de regreso a Munich.
A las diez de la mañana, la comandante Ludmilla Vanavskaya comprobaba una vez más en Berlín los lugares en los que podría encontrarse el hombre al que estaba buscando. Le habían dicho que se hallaba con la guarnición acantonada en las afueras de Erfurt. A las seis de la tarde, él partiría para Potsdam; al día siguiente volaría de regreso a Moscú.
«Y yo iré contigo, hijo de puta», pensó.
A las once y media, Morenz se levantó de la mesa de la cafetería donde había estado haciendo tiempo y se encaminó hacia su automóvil. Se sentía a morir. Llevaba la corbata desarreglada y no había podido afeitarse esa mañana. Una incipiente barba canosa le cubría las mejillas y la barbilla. No se veía precisamente como un hombre de negocios que estuviese a punto de entablar una transacción sobre instrumentos ópticos de precisión en la sala de juntas de las empresas
Zeiss
. Condujo cuidadosamente hasta salir de la ciudad y luego dobló hacia el Oeste, en dirección a Weimar. La zona de estacionamiento se hallaba a unos cinco kilómetros de distancia.
Era mucho más grande que la del día anterior, y recibía la sombra de frondosas hayas que se extendían por los dos bordes de la carretera. En el lado contrario al estacionamiento, rodeada de árboles, estaba la cafetería
Mühltalperle
. Nadie parecía merodear por los alrededores. El local no debía de encontrarse abarrotado de gente. Metió el coche en el aparcamiento a las doce menos cinco, sacó la caja de las herramientas, levantó el capó y repitió el procedimiento habitual. A las doce y dos minutos, el jeep «GAZ» del día anterior entró a la zona cubierta de grava y se detuvo. El hombre que se apeó del vehículo llevaba un holgado uniforme de campaña, de algodón, y calzaba unas botas que le llegaban hasta las rodillas. Lucía las insignias de cabo del Ejército soviético y se había calado la visera de la gorra hasta los ojos. Con paso resuelto se encaminó hacia el «BMW», llevando en la diestra una caja de madera aplanada.
—Si hay algún problema, es posible que yo tenga un mejor juego de herramientas —le dijo. Por debajo del capó metió la caja de madera en la que llevaba sus herramientas y la puso sobre el bloque de los cilindros. Con la sucia uña del dedo pulgar de la mano derecha empujó la aldabilla que abría la tapa. Dentro había un desordenado montón de llaves fijas.
—Conque nos vemos de nuevo,
Duendecillo
, ¿qué tal te va últimamente? —murmuró.
Bruno Morenz tenía de nuevo la boca completamente seca.
—Bastante bien —contestó Bruno en un susurro. Entonces apartó las llaves fijas. Debajo se encontraba el manual envuelto en un plástico rojo.
El ruso empuñó una llave y apretó la tuerca que había quedado suelta. Morenz cogió el libro, se lo metió por debajo de su fino impermeable, y, con la mano izquierda, se lo colocó en el sobaco. El ruso puso la llave en su lugar correspondiente y cerró la caja de las herramientas.
—Tengo que irme —musitó—. Dame diez minutos para desaparecer. Y muéstrame tu agradecimiento. Alguien puede estar observándonos.
Pankratin se enderezó, alzó una mano y regresó al jeep. El motor seguía encendido. Morenz se irguió y le saludó levantando el brazo.
—¡Muchas gracias! —le gritó.
El jeep se puso en marcha, de regreso a Erfurt. Morenz se sintió desfallecer. Le hubiese gustado encontrarse fuera de aquello. Necesitaba beber algo. Ya se detendría después y escondería el manual en el compartimiento secreto debajo de la batería. Pero en ese instante necesitaba un trago. Dejó caer el capó, metió las herramientas en el maletero, lo cerró y se sentó al volante. La petaca de licor estaba en la guantera. La sacó y bebió un buen trago; entonces se sintió satisfecho. Cinco minutos después, una vez recobrada la confianza en sí mismo, emprendió el camino de regreso a Jena. Se había fijado en que había una zona de aparcamiento similar más allá de Jena, justo antes del desvío que debía coger para entrar en la autopista en dirección a la frontera. Haría un alto en ese lugar para esconder el manual.
El accidente no fue culpa suya. Al sur de Jena, en el suburbio de Stadtroda, mientras avanzaba por la vía principal entre los enormes y espantosos bloques de apartamentos de esa ciudad-dormitorio, un
Trabant
salió disparado de una calle lateral. Morenz casi pudo frenar a tiempo, pero estaba lento de reflejos. El «BMW», mucho más fuerte que el otro coche, aplastó la parte trasera del
mini
germanooriental.
Y en ese mismo instante, el pánico se apoderó de Morenz. ¿Se trataba de una trampa? ¿No sería de la Seguridad del Estado el conductor de ese
Trabant
? El hombre se apeó del coche, contempló su parte de atrás aplastada y se lanzó contra el «BMW». Tenía el rostro congestionado por la ira y una expresión entre afligida y furiosa.
—¿Qué demonios se supone que está usted haciendo? —vociferó—. Malditos occidentales, ustedes se creen que pueden conducir como locos…
En la solapa de su chaqueta, el hombre llevaba el pequeño distintivo redondo del Partido Socialista Unificado (comunista). Miembro del Partido. Morenz se metió la mano izquierda por debajo de la chaqueta para colocar bien el manual en su lugar, se apeó del automóvil y sacó un buen fajo de billetes de la cartera. De marcos orientales, por supuesto; no hubiera podido ofrecerle marcos occidentales, pues eso hubiese sido cometer un segundo crimen. La gente empezó a acudir al lugar del encontronazo.
—Escúcheme —dijo Bruno—, siento mucho lo ocurrido. Le indemnizaré por los daños causados. Este dinero debe de ser más que suficiente. Pero es que voy muy retrasado.
El enfurecido alemán oriental contempló el dinero. Era en verdad un buen fajo de billetes.
—Ése no es el caso —replicó—. Tuve que esperar cuatro años para conseguir este coche.
—Podrán repararlo —dijo un hombre que se encontraba al lado.
—No lo harán hasta que les dé la gana —argumentó el afligido propietario—. Tendré que enviarlo de vuelta a la fábrica.
La multitud era más numerosa cada vez. Y es que la vida resultaba aburrida en la ciudad-dormitorio de un centro industrial. Y el sedán «BMW» era digno de ser admirado. En ese momento, fue cuando el coche de la Policía apareció por allí. Era el tipo de automóvil corriente que patrullaba las calles, pero Morenz se puso a temblar. Los policías se apearon. Uno de ellos se quedó mirando los daños causados.
—Esto tiene fácil arreglo —dijo el policía—. ¿Prefiere usted poner una denuncia?
El conductor del
Trabant
se estaba echando atrás.
—Bien, yo…
El otro policía se acercó a Morenz.
—
Ausweis, bitte
—dijo.
Morenz utilizó la mano derecha para sacarse el pasaporte. Y la mano le temblaba. El policía se fijó en ella, en los enrojecidos ojos y en el rostro sin afeitar.
—Usted ha estado bebiendo —dijo. Acto seguido se aproximó a Bruno, lo olió y al hacerlo, su sospecha se confirmó—. Acompáñenos a la Comisaría. Vamos, entre en el coche…
El policía empezó a empujar a Morenz hacia el vehículo policial, cuyo motor seguía encendido. La portezuela del asiento del conductor estaba abierta. Y fue entonces cuando Bruno perdió definitivamente los estribos. Todavía llevaba el manual debajo del brazo. En la Comisaría se lo encontrarían, sin lugar a dudas. Con el brazo que le quedaba libre dio un golpe violento hacia atrás, acertó al policía en el centro del rostro y lo tiró al suelo, inconsciente, con la nariz partida. Entonces entró en el coche de la Policía, metió una marcha y salió disparado. Circulaba por el camino equivocado, hacia el Norte, en dirección a Jena. El otro policía, aturdido por el asombro, pudo al fin sacar su arma y hacer cuatro disparos. Tres fallaron. El vehículo de los
vopos
se desvió bruscamente y desapareció al girar en una esquina. Iba perdiendo gasolina por el agujero que la cuarta bala había hecho en el depósito.
Los dos
vopos
se quedaron tan asombrados por lo sucedido que sólo pudieron reaccionar poco a poco. Nada en su entrenamiento o en su experiencia previa les había acostumbrado a esa clase de desobediencia civil. Habían sido asaltados y humillados frente a un gran número de personas, por lo que ambos estaban fuera de sí y consumidos de rabia. Una buena cantidad de gritos y maldiciones tuvo lugar antes de que los dos hombres decidiesen lo que tenían que hacer.
El policía que no había sido agredido dejó a su compañero, con la nariz rota, en el lugar del suceso, mientras se dirigía a la Comisaría. No tenían aparato de comunicación portátil ya que estaban acostumbrados a utilizar la emisora de radio del coche para dar los partes. Los requerimientos a la gente para que alguien les dejase usar el teléfono fueron acogidos con gestos de indiferencia y encogimientos de hombros. La clase trabajadora no tiene teléfono en el paraíso de los obreros y los campesinos.
El miembro del Partido, con su aplastado
Trabant
, preguntó si podía marcharse, y de inmediato fue retenido a punta de pistola por
Nariz Rota
, el cual empezaba a sospechar que cualquiera de los de allí presentes podía haber tomado parte en la conspiración.