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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (10 page)

BOOK: El manipulador
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La llamada fue registrada a las nueve horas y cincuenta y un minutos en la Dirección General de Policía, en Waidmarkt. Siguiendo la invariable rutina policíaca alemana, los primeros en llegar fueron dos agentes uniformados en un coche de la Policía municipal. Su misión consistía en comprobar si realmente se había cometido un delito, y, en caso afirmativo, a qué categoría pertenecía, con el fin de poder alertar así al Departamento apropiado. Uno de los hombres se quedó en el apartamento de la planta baja, con Fräu Popovic —a la que la anciana esposa del librero había estado consolando—, mientras el otro subía al primer piso. No tocó nada, se limitó a caminar hasta el final del pasillo, miró a través de la puerta entreabierta, dio un silbido de asombro y regresó a la planta baja para utilizar el teléfono del librero. No necesitaba ser un Sherlock Holmes para deducir que se trataba de un evidente caso de homicidio.

De acuerdo con el procedimiento habitual, llamó primero al médico de guardia, que en Alemania siempre es enviado por los bomberos. Después telefoneó a la Dirección General de Policía y preguntó por el Departamento de Homicidios, el encargado de los crímenes violentos. Comunicó a la telefonista el sitio en que estaba y lo que había encontrado y pidió que enviasen otros dos policías de uniforme. El mensaje pasó a la Brigada de Homicidios, la
Mordkommission
, popularmente conocida como «primera K», cuya sede se halla en las plantas décima y undécima de ese edificio verde, feo y funcional, que ocupa un lado entero de la plaza Waidmarkt. El director de la «primera K» envió a un comisario y dos asistentes. Más tarde, los informes indicaron que los tres hombres llegaron al apartamento de Hahnwald a las diez horas y cuarenta minutos, cuando el médico estaba a punto de irse.

Éste había echado un vistazo algo más completo que el agente uniformado; comprobó si había algún signo de vida en los cuerpos, no tocó absolutamente nada y se dispuso a marcharse para redactar un informe oficial. El comisario, cuyo nombre era Peter Schiller, se encontró con él en la escalera. Schiller lo conocía.

—¿Qué tenemos ahí? —preguntó.

La misión del médico no era hacer una autopsia, sino establecer el hecho de la muerte.

—Dos cadáveres. Uno masculino y otro femenino. Vestido el uno, desnudo el otro.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Schiller.

—Heridas de bala, diría yo. La autopsia lo revelará.

—¿Cuándo ha sido?

—Yo no soy el forense. Pero bueno, de uno a tres días, me atrevería a decir. El
rigor mortis
está muy bien establecido. Pero esto no es oficial, por supuesto. Yo he hecho ya mi trabajo. Me marcho.

Schiller siguió escaleras arriba en compañía de un asistente. El otro ya estaba tratando de recabar información de Fräu Popovic y del anciano librero. Los vecinos empezaban a asomarse por la calle. Ya había tres vehículos oficiales estacionados delante del edificio.

Al igual que su compañero uniformado, Schiller lanzó un ligero silbido cuando vio el interior del dormitorio principal. Renate Heimendorf y su chulo seguían en el mismo sitio donde habían caído, con la inerme cabeza de la mujer cerca de la puerta, por debajo de la cual la sangre derramada por la herida en la nuca se había desparramado hacia el pasillo. El chulo estaba atravesado en la habitación, caído de espaldas contra el equipo de televisión, todavía con una expresión de sorpresa reflejada en el rostro. El equipo de televisión estaba apagado. La cama, con sus negras sábanas de seda, era el mudo testigo de dos cuerpos que se habían estado revolcando en ella.

Con sumo cuidado, Schiller abrió armarios y cajones.

—Ése sería su alcahuete —dijo—. Y ella era una puta, de eso no hay la menor duda. Me extrañaría mucho que los de abajo lo sepan. Les interrogaremos. De hecho, tendremos que interrogar a todos los inquilinos. Empieza a preparar una lista de nombres.

Wiechert, el asistente del comisario, estaba a punto de irse cuando se volvió y dijo:

—Yo he visto a ese hombre en alguna parte…, Hoppe. Bernhard Hoppe. Asaltó un Banco a mano armada, según creo. Un hombre peligroso.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Schiller en tono irónico—. ¡Justo lo que necesitábamos! Un arreglo de cuentas entre bandas rivales.

Había dos extensiones telefónicas en el apartamento, pero Schiller, a pesar de que estaba usando guantes, no utilizó ninguna de ellas. Podían tener huellas. Bajó al piso del librero y le pidió permiso para usar su teléfono. Pero antes de telefonear apostó dos agentes uniformados a la entrada del edificio, un tercero en el vestíbulo y un cuarto ante la puerta del apartamento.

El comisario llamó a su superior Rainer Hartwig, director de la Brigada de Homicidios, y le dijo que era posible que hubiese ramificaciones con el mundo del hampa. Hartwig decidió que lo mejor sería contárselo a su superior, el director de la Brigada de Investigación Criminal, la IKA.

(La Policía de Alemania Occidental tiene dos ramas principales: la
Schützpolizei
, civil o uniformada, y la
Kriminalpolizei
, los detectives. Estos últimos trabajan en la
Kriminalamt
, «Oficina de lo criminal», conocida como KA. Si Wiechert tenía razón, y el cadáver que estaba tirado en el suelo era el de un
gángster
, entonces habría que consultar a los expertos de otros Departamentos tales como los de Robo y Estafa, por ejemplo.)

Entretanto, Hartwig había enviado ya al equipo forense, a un fotógrafo y a cuatro especialistas en huellas dactilares. El apartamento pertenecería durante horas única y exclusivamente a esos hombres; y así seguiría hasta que no se hubiese removido, para su análisis posterior, todas las huellas y rasguños, cada fibra y cada partícula que pudiesen ser de algún interés. Hartwig relevó de sus obligaciones a otros ocho hombres más. No tendrían más remedio que llevar a cabo una penosa labor puerta a puerta, en busca del testigo que hubiese visto a un hombre o a varios entrar y salir de la casa.

El informe sobre las causas de la muerte lo presentaría después el equipo forense, que había llegado a las once horas y treinta y un minutos al lugar de los hechos, y que se demoraría alrededor de unas ocho horas.

En ese mismo momento, Sam McCready depositaba sobre la mesa su segunda taza de café y plegaba el mapa. Había explicado a Morenz, con todo lujo de detalles, cómo deberían de desarrollarse los dos encuentros con Pankratin en el sector oriental; también le había mostrado la última fotografía que poseían del general ruso y le había explicado que su hombre vestiría el holgado uniforme de campaña de un cabo del Ejército soviético, llevaría el rostro algo oculto por la visera de la gorra y conduciría un jeep militar. Esa sería la forma en que se presentaría el ruso.

—Por desgracia cree que se encontrará conmigo. Confiemos en que te reconozca de la época de Berlín y haga la entrega de todos modos. Y ahora, el automóvil. Está abajo, en el estacionamiento al aire libre. Después de almorzar iremos a dar una vuelta para que te acostumbres a usarlo.

—Es un «BMW», negro, con matrícula de Wurzburgo. Y esto se debe a que vives y trabajas en Wurzburgo, aunque eres renano de nacimiento. Después te daré la carpeta con tu biografía ficticia completa y toda la documentación falsa. El coche con ese número de matrícula existe de verdad. Y
es
un sedán «BMW» negro.

»Pero el que tenemos abajo pertenece a la Firma. Ya ha pasado varias veces por el puesto fronterizo del puente del Saale, así que podemos confiar en que se habrán acostumbrado a verlo cruzar la frontera. Los conductores siempre han sido distintos, pues se trata de un vehículo que pertenece a una empresa privada. Siempre lo han llevado hasta Jena, con el fin aparente de visitar las fábricas de la
Zeiss
. Y en cada ocasión ha ido limpio. Pero esta vez le hemos hecho una modificación. Debajo de la batería hay un compartimiento plano, casi invisible, a menos de que lo busques expresamente. Es lo bastante grande como para que escondas el libro que Smolensko te dará.

(Por razones de seguridad obvias, Morenz nunca había sabido el verdadero nombre de Pankratin. No llegó a conocer al hombre que había sido ascendido a general de División y que ahora estaba destinado en Moscú. La última vez que había visto a Pankratin, éste era un coronel acantonado en Berlín Oriental, y cuyo nombre secreto era Smolensko.)

—Pero vamos a almorzar —dijo McCready.

Durante la comida, que les fue servida en la habitación, Morenz bebió con notoria avidez, y las manos le temblaban.

—¿Seguro que te encuentras bien? —le preguntó McCready.

—Por supuesto que sí. No es más que uno de esos malditos resfriados de verano, ya sabes cómo son. Y también algo de nervios. Eso es natural.

McCready asintió con la cabeza. El nerviosismo era algo completamente normal. Atacaba a los actores antes de salir al escenario. A los soldados, antes de entrar en combate. A los agentes, antes de una incursión ilegal (sin cobertura diplomática) en el bloque soviético.

—Vamos a ver el automóvil —dijo Sam.

No hay muchas cosas que ocurran en Alemania que la Prensa no sepa, y esto sucedía también en aquellos tiempos de 1985, cuando Alemania era Alemania Occidental. El periodista más brillante y ducho en sucesos criminales era, y sigue siendo, Günther Braun, del
Kólner Stadt-Anzeiger
. Mientras almorzaba con un policía que le servía de contacto, éste le mencionó que había habido cierto revuelo en Hahnwald. Braun se presentó junto con su fotógrafo Walter Schiesteí ante la puerta del edificio pocos minutos antes de las tres. Intentó llegar hasta el comisario Schiller, pero éste se encontraba en el piso de arriba y le hizo saber que estaba muy atareado, por lo que le remitió a la oficina de Prensa de la Dirección General de Policía. ¡Vaya perspectiva! Después recibiría el esterilizado comunicado policial. Braun se puso a investigar por su cuenta, preguntando a diestro y siniestro. Más tarde hizo algunas llamadas telefónicas. A primeras horas de la noche, con tiempo suficiente para que apareciese en la primera edición, ya tenía compuesto su artículo. Era una buena historia. Claro está que la Radio y la Televisión se le adelantarían con la noticia en términos generales, pero él sabía que les llevaba una clara ventaja.

En el piso de arriba, el equipo forense había terminado la inspección de los cadáveres. El fotógrafo los había fotografiado desde los ángulos más diversos; también había hecho numerosas fotografías de los decorados del aposento, de la enorme cama de matrimonio, del gigantesco espejo que había contra la pared, detrás de la cabecera de la cama, y de los equipos y complementos que había en los armarios y en los baúles. Habían trazado líneas de tiza alrededor de los cadáveres, luego los habían metido en bolsas de plástico y enviado al depósito central de cadáveres, donde los forenses realizarían su trabajo. Los detectives necesitaban establecer la hora de la muerte y así como el asunto de las balas…, y todo ello con suma urgencia.

En el apartamento habían sido detectados diecinueve tipos de huellas dactilares distintas. Tres de ellas las eliminaron por pertenecer a los dos fallecidos y a Fräu Popovic, que ahora se encontraba en la Dirección General de Policía, donde sus huellas habían sido cuidadosamente tomadas. Eso dejaba dieciséis personas.

—Clientes, casi seguro —rezongó Schiller.

—Y uno de los grupos, ¿no podía pertenecer al asesino? —sugirió Wiechert.

—Lo dudo mucho —replicó el comisario—. Todo esto me huele demasiado a un condenado profesional. Es probable que haya utilizado guantes.

El mayor problema, pensaba Schiller, no radicaba en la falta de motivos, sino en que había demasiados. ¿Era la prostituta la persona a la que habían querido matar? ¿Un cliente ultrajado, un antiguo marido, una esposa vengativa, alguna rival de ese negocio, un antiguo chulo enfurecido? ¿O era tan sólo una víctima accidental y su chulo el objetivo real? El hombre había sido identificado como Bernhard Hoppe, antiguo presidiario, atracador de Bancos,
gángster
, un sujeto muy peligroso de vida depravada. ¿Acaso un arreglo de cuentas, una venta de drogas en la que hubo engaño, extorsión, venganza por proteger a los rivales? El comisario Schiller sospechó que aquello iba a convertirse en un caso endiablado.

Las declaraciones de los demás inquilinos, así como las de los vecinos, habían revelado que nadie estaba al corriente de la profesión secreta de Renate Heimendorf. Había habido visitantes, por supuesto, pero siempre caballeros honorables. Nada de fiestas por las noches, ni de música a todo volumen.

A medida que el equipo forense iba terminando las áreas en las que había dividido el apartamento, Schiller podía ir moviéndose con mayor libertad y coger algún que otro objeto. Entró en el cuarto de baño. Había algo muy extraño en él, pero el comisario no pudo precisar de qué se trataba. El equipo forense terminó su tarea poco después de las siete; los hombres llamaron a Schiller para comunicarle que se iban. El comisario pasó cerca de una hora dando vueltas por el piso, que había quedado patas arriba, mientras Wiechert se quejaba a cada rato, diciendo que quería irse a cenar. Pasadas las ocho, Schiller se encogió de hombros y dio la jornada por terminada. Dejaría de pensar en el caso hasta el día siguiente, cuando volvería a ocuparse del mismo en su despacho. Precintó el apartamento, dejó a un hombre uniformado en el pasillo de la escalera, por si se daba el caso de que alguien volviese al lugar del crimen —algo que ya había ocurrido más de una vez—, y se dirigió a su casa. Pero todavía había algo que seguía preocupándole con respecto a aquel piso. El comisario Schiller era un joven detective, de una extraordinaria inteligencia, y muy perspicaz.

McCready pasó la tarde finalizando el entrenamiento de Bruno Morenz.

—Te llamas Hans Grauber, de cincuenta y un años, casado y con tres hijos. Al igual que todos los respetables padres de familia, tú también llevas fotografías de tu familia en tu cartera. Aquí las tienes, tomadas cuando estabais de vacaciones. Heidi, tu esposa, junto con el pequeño Hans, Lotte y Úrsula, a la que todos llaman Uschi. Trabajas en Wurzburgo, en la «BKI», una empresa dedicada a la fabricación de instrumentos ópticos de precisión. La empresa existe, y el automóvil es suyo. Por fortuna, trabajaste en cierta ocasión en una empresa de instrumentos ópticos, por lo que podrás utilizar la jerga técnica, si te ves en la necesidad de hacerlo.

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