Bruno Morenz regresó ese día a su casa a las siete de la tarde. Estaba terminando de tomar la sopa cuando su mujer se acordó de algo.
—Tu dentista, el doctor Fischer, ha telefoneado.
Morenz alzó la cabeza y luego se quedó contemplando la bazofia congelada que tenía ante sí.
—Ajá.
—Dijo que necesitaba mirarte de nuevo el empaste. Mañana. Me preguntó si podrías estar a las seis en su consulta.
Dado el recado, la mujer volvió a ensimismarse en la contemplación del concurso televisivo de la tarde. Bruno hizo votos por que le hubiera transmitido el mensaje con toda exactitud. Su dentista no era el doctor Fischer. Y había dos bares en los que McCready podía desear verle. A uno le llamaban
consultorio
, el otro,
clínica
. Las seis quería decir la una en punto, a la hora del almuerzo.
Martes
McCready había pedido a su asistente, Denis Gaunt, que lo llevase en coche hasta el aeropuerto de Heathrow, donde pensaba coger el vuelo de madrugada para Colonia.
—Estaré de vuelta mañana por la noche —dijo—. Cuida del quiosco por mí.
En Colonia, con un maletín por todo equipaje, pasó rápidamente los controles de pasaporte y aduanas, cogió un taxi y pudo apearse ante el edificio del Palacio de la Ópera pocos segundos antes de las once. Durante hora y media estuvo deambulando por las calles. Primero había dado la vuelta a la manzana, luego había bajado por la Kreuzgasse y se había internado por la concurrida zona peatonal de la Schildergasse. Se detuvo ante los escaparates de una gran cantidad de tiendas. A veces daba una repentina media vuelta y caminaba en sentido contrario, o entraba en algunos grandes almacenes por la puerta delantera para salir luego por la de atrás. A la una menos cinco, satisfecho al comprobar que no se le había pegado ninguna sombra ajena por el camino, volvió a meterse por la angosta Krebsgasse y se encaminó resueltamente hacia un bar decorado al estilo antiguo, casi todo él tapizado de madera y que se anunciaba en la calle con un cartel en letras góticas. Las ventanas, estrechas y de cristales de colores, mantenían el interior en penumbra. Se sentó en el rincón más apartado que encontró, pidió una jarra de cerveza del Rin y se dispuso a esperar. Cinco minutos después, la desgarbada figura de Bruno Morenz se dejaba caer en la silla que había frente a él.
—Esta vez ha pasado mucho tiempo, viejo amigo —dijo McCready.
Morenz hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y bebió un trago de su cerveza.
—¿Qué deseas, Sam?
Sam se lo contó. Necesitó diez minutos para ello. Morenz sacudió la cabeza.
—No, Sam. Tengo cincuenta y dos años. Pronto me jubilaré. He hecho mis planes. En los viejos tiempos, todo era diferente, excitante. Pero hoy en día, te lo digo con franqueza, esas bestias del otro lado me dan miedo.
—Y a mí, Bruno. Pero iría si pudiera. Me tienen fichado. Tú estás limpio. Sólo se trata de pasar al otro lado por la mañana y regresar al anochecer. Aunque si la primera vez no resultase, tendrías que volver al día siguiente, a media tarde. Ofrecen diez mil libras esterlinas, en dinero contante y sonante.
Morenz le miró con fijeza.
—Es una buena cantidad. Debe de haber otros que querrían ganársela. ¿Por qué he de ser yo?
—Él te conoce. Te aprecia. Aunque vea que yo no he ido, no se echará atrás. Me repugna tener que pedírtelo de este modo, pero se trata realmente de mí. Será la última vez, te doy mi palabra. Por nuestros viejos tiempos.
Bruno terminó su cerveza y se levantó.
—Tengo que volver…, de acuerdo, Sam. Lo haré por ti. Por los viejos tiempos. Pero después de esta vez no habrá otra, te lo advierto. Nunca más.
—Tienes mi palabra, Bruno. No volverá a ocurrir jamás. Confía en mí. No pienso fallarte.
Acordaron encontrarse de nuevo el lunes siguiente, al amanecer. Bruno regresó a su despacho. McCready esperó diez minutos, luego se fue paseando hasta la parada de taxis de la
Tunistrasse
donde cogió uno que le condujo a Bonn. Se pasó el resto del día, y también el martes, discutiendo con la oficina del SIS en Bonn acerca de todo lo que necesitaba. Tenía un montón de cosas que hacer, y no le quedaba mucho tiempo para ello.
A dos husos horarios de distancia, en Moscú, la comandante Ludmilla Vanavskaya acudía a su entrevista con el general Chaliapin, inmediatamente después de almorzar. El general estaba sentado detrás de su escritorio y leía con gran atención el contenido de la carpeta que la comandante le había entregado. Era un siberiano de cabeza rapada y aspecto melancólico que irradiaba poder y astucia. Cuando terminó, se la devolvió.
—Todo muy circunstancial —dijo.
El general estaba acostumbrado a hacer que sus subordinados defendieran sus propias afirmaciones. En los viejos tiempos, y el general Chaliapin se remontaba realmente hasta ellos, lo que tenía frente a sus ojos hubiese sido más que suficiente. En la
Lubianka
siempre había espacio para uno más. Pero los tiempos habían cambiado, y seguían cambiando.
—Por el momento, camarada general —admitió Ludmilla Vanavskaya—. Pero hay, sin embargo, una
gran cantidad
de pruebas circunstanciales. Esos cohetes «SS-20» en la República Democrática Alemana, hace unos dos años, los yanquis lo
supieron
con demasiada rapidez.
—Alemania Oriental está repleta de espías y de traidores. Estados Unidos tiene satélites, los RORSATS…
—Los movimientos de nuestra Armada más allá de los puertos del Norte. Los imperialistas parecían saber siempre que…
Chaliapin no pudo reprimir una sonrisa ante la pasión de la joven. Nunca había menospreciado la actitud de vigilancia en su gente, precisamente estaban para eso. Sin embargo, hacía tiempo que el general no utilizaba el término de
imperialistas
para referirse a las fuerzas armadas de la OTAN. Eso ya no era más que una jerga propia de las juventudes comunistas, para adolescentes fogosos que todavía no habían aprendido las leyes de la supervivencia.
—Puede que haya una filtración —admitió el general—. O varias. Negligencia, alguien que se va de la lengua, un conjunto de agentes poco importantes. Pero usted piensa que se trata de un solo hombre…
—De ese hombre —insistió la comandante al tiempo que se inclinaba hacia delante y señalaba la fotografía que encabezaba el expediente.
—¿Pero por qué? ¿Por qué él precisamente?
—Porque siempre se encuentra en el lugar de los hechos.
—Cerca —rectificó el general.
—De acuerdo, cerca. En la vecindad, en el mismo teatro de operaciones. Siempre está a disposición.
El general Chaliapin había sobrevivido durante bastante tiempo, y tenía la intención de sobrevivir mucho más. Ya en el mes de marzo se había dado cuenta de que las cosas estaban a punto de cambiar. A la muerte de aquel viejo decrépito que era Chernenko, Mijaíl Gorbachov había sido elegido, rápida y unánimemente, secretario general. Era una persona joven y vigorosa, y podría permanecer mucho tiempo en el poder. Quería reformas. Ya había comenzado a purgar el Partido de sus inútiles más notorios.
Chaliapin conocía las reglas del juego. Ni siquiera un secretario general podía oponerse a los tres pilares del Estado soviético al mismo tiempo. Si la tomaba con la vieja guardia del Partido, debería tratar con guante blanco a la KGB y al Ejército. El general se inclinó sobre el escritorio y hundió su regordete índice en el pecho de la ruborizada comandante.
—Con esto que tengo aquí no puedo ordenar la detención de un oficial del Estado Mayor que pertenece a la cúpula del Ministerio de Defensa. Aún no. Algo de peso, necesito algo de peso, aunque sólo sea un detalle minúsculo.
—Permíteme que lo ponga bajo vigilancia —pidió Ludmilla Vanavskaya.
—Una vigilancia discreta.
—Muy bien, camarada general, una vigilancia discreta.
—En tal caso, tiene mi consentimiento, comandante. Impartiré las órdenes necesarias.
Miércoles
—Sólo unos pocos días,
Herr
director. Una breve interrupción en vez de las vacaciones de todo un verano. Me gustaría llevar de viaje unos pocos días a mi esposa y a mi hijo. El fin de semana, más el lunes, el martes y el miércoles.
Dieter Aust se encontraba de buen humor. Por lo demás, como buen funcionario público, sabía que su gente tenía derecho a sus vacaciones de verano. Siempre le había sorprendido el hecho de que Morenz pareciese tomar tan pocas vacaciones. Quizá no pudiese permitirse el lujo de tomarse tantos días de fiesta.
—Mi querido Morenz, nuestras obligaciones en el Servicio de Inteligencia son onerosas. Pero el Servicio siempre es generoso en lo que respecta a las vacaciones de sus empleados. Cinco días no plantean problema alguno. Tal vez si nos lo hubiese anunciado con un poco más de antelación…; pero, sí, no hay inconveniente. Diré a
Fräulein
Keppel que haga los cambios necesarios en la distribución de las tareas.
Esa misma noche, ya en casa, Bruno Morenz comunicó a su mujer que debía salir de viaje durante cinco días por cuestiones de trabajo.
—Tan sólo será este fin de semana, y lunes, martes y miércoles de la próxima —explicó—. El director quiere que le haga compañía durante una pequeña gira de negocios.
—¡Oh, qué bien! —exclamó ella, para enfrascarse en seguida en la televisión.
En realidad, Morenz tenía planeado pasar con Renate un largo fin de semana, romántico y desenfrenado, después reservaría el lunes para Sam McCready y la reunión que se prolongaría durante todo el día, y el martes haría su incursión a través de la frontera de la Alemania Oriental. Incluso en el caso de que tuviese que pasar la noche en la zona oriental para asistir a la segunda cita, estaría de regreso el miércoles por la tarde y podría viajar durante toda la noche y llegar a casa con el tiempo necesario para arreglarse e ir a trabajar el jueves. Entonces presentaría su dimisión. Aprovecharía el mes de septiembre para poner en orden sus asuntos, romper con su mujer y partir con Renate para Bremerhaven. No creía que a Irmtraut le importase su decisión; en realidad, ella apenas se daba cuenta de si Bruno estaba en la casa o no.
Jueves
La comandante Ludmilla Vanavskaya lanzó una maldición impropia de una dama y colgó el teléfono de un golpe. Tenía su equipo de vigilancia preparado, listo para comenzar a seguir los pasos al objetivo militar que ella les había señalado. Pero lo primero que necesitaba conocer, aunque fuese a grandes rasgos, eran los hábitos que tenía y cuáles serían sus movimientos cotidianos. Para averiguar todo eso se había puesto en contacto con uno de los espías que el TercerDirectorio de la KGB tenía introducidos en la Inteligencia Militar, el GRU.
Aun cuando la KGB y su homóloga militar, el GRU, se encontraban con frecuencia a punto de tirarse los trastos a la cabeza, había pocas dudas en cuál de las dos organizaciones era el león y cuál el ratón. La KGB, muchísimo más poderosa, mantenía una supremacía absoluta desde que, a comienzos de los años sesenta, un coronel de la GRU, llamado Oleg Penkovski, había revelado tal cantidad de secretos soviéticos, que pasó a convertirse en el renegado más dañino que la Unión Soviética ha tenido en su historia. Desde entonces, el Politburó había permitido que la KGB infiltrara agentes de su propia organización en el seno del GRU. Pese a que esos personajes vestían uniformes y convivían día y noche con los militares, no dejaban de pertenecer a la KGB, y estaban entregados a su organización en cuerpo y alma. Los verdaderos oficiales del GRU sabían muy bien quiénes eran los agentes infiltrados y procuraban mantenerlos dentro del mayor ostracismo posible, lo que no siempre resultaba tarea fácil.
—Lo siento, camarada comandante —le había dicho por teléfono el joven agente de la KGB que operaba en las oficinas centrales del GRU—. Precisamente tengo ante mí el permiso de viaje. Su hombre parte mañana mismo para Alemania, donde realizará una gira por nuestras guarniciones militares más importantes en ese país. Sí, tengo aquí su plan de viaje.
Antes de que la comandante estrellase el auricular contra la horquilla del aparato telefónico, el joven agente le había dictado el contenido del documento. Ludmilla Vanavskaya permaneció durante un rato sumida en sus pensamientos; después rellenó su propia solicitud con el fin de obtener un permiso para visitar a la jefatura del Tercer Directorio, en el Cuartel General de la KGB en Berlín Oriental. Fueron necesarios dos días para solucionar todo aquel papeleo. El sábado por la mañana saldría en avión y aterrizaría en el aeropuerto militar de Potsdam.
Viernes
Ese día, Bruno se afanó por realizar su trabajo lo más rápidamente posible para poder escaparse temprano de la oficina. Como tenía la intención de presentar su dimisión tan pronto como se reincorporase a mediados de la siguiente semana, se dedicó a limpiar algunos de sus cajones. Dejó para el final su pequeña caja fuerte oficial. Los documentos que él manejaba estaban clasificados a un nivel de confidencialidad tan bajo, que apenas necesitaba guardarlos bajo llave. Los cajones de su escritorio tenían cerradura, la puerta de su despacho quedaba siempre cerrada con llave por las noches, y el edificio estaba custodiado con estrictas medidas de seguridad. De todas formas, se puso a clasificar los pocos papeles de la caja fuerte. Al fondo, detrás de todos los documentos, se encontraba su pistola automática de reglamento.
La
Walther PPK
estaba realmente sucia. No la había usado desde que participó en las pruebas de tiro obligatorias que se llevaron a cabo en el campo de tiro de Pullach, hacía ya algunos años de ello. Pero el arma tenía tanto polvo, que se preguntó si debería de limpiarla antes de devolverla. Los útiles de limpieza los tenía en casa. Cuando faltaban diez minutos para las cinco de la tarde, se metió la pistola en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta —de nuevo llevaba su traje de algodón con rayas en relieve— y salió de la oficina.
Mientras bajaba en el ascensor hacia la planta baja, sintió que la pistola se le clavaba dolorosamente en la cadera, por lo que se la sacó del bolsillo, se la introdujo entre el vientre y el cinturón y se abrochó la chaqueta por encima. Esbozó una maliciosa sonrisa al pensar que iba a ser la primera vez que le enseñaba el arma a Renate. Quizás entonces se diese cuenta de que su trabajo exigía cierta responsabilidad. Aunque eso no tenía importancia. Ella lo amaba por encima de todo.