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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (3 page)

BOOK: El manipulador
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El reclutamiento se seguiría practicando, por supuesto; a fin de cuentas, el jefe tenía una organización que dirigir. Pero eso dejaba sin resolver el problema de los veteranos. ¿Dónde ponerlos? Sólo había una respuesta: sacarlos a pastar.

—Tenemos que sentar un precedente —dijo Sir Mark—. Uno que despeje el camino para que los demás puedan deslizarse suavemente por la senda de la jubilación anticipada.

—¿Tiene a alguien en mente? —preguntó Gray.

—Eso ya lo hizo Sir Robert Inglis por mí: Sam McCready.

Basil Gray se quedó mirando fijamente a Sir Robert con la boca abierta.

—Pero jefe —balbuceó—, usted no puede despedir a Sam.

—Nadie va a despedir a Sam —replicó Sir Mark, haciéndose eco en seguida de las palabras de Robert Inglis—. Dar a alguien la jubilación anticipada, junto con una indemnización harto generosa, no creo que signifique convertir a esa persona en una víctima.

Sir Mark se preguntó entonces cuánto le pesarían a Judas aquellas treinta monedas de plata que le entregaron los romanos.

—Resulta muy triste, desde luego, porque todos queremos a Sam —comentó Edwards—. Pero el jefe tiene una organización a la que dirigir.

—Precisamente. Gracias por recordarlo —replicó Sir Mark.

Y al decir esto se dio cuenta por primera vez de por qué no recomendaría a Timothy Edwards para que le sucediese algún día. Él, el jefe, haría lo que tenía que hacer precisamente porque había que hacerlo, y siempre detestaría haberlo hecho.

Pero Edwards lo haría porque eso significaría un paso más hacia delante en su carrera.

—Le ofreceremos tres puestos distintos para que elija —observó Gray—. Quizás escoja uno de ellos.

—Es posible.

—¿En cuáles está pensando, jefe? —preguntó Edwards.

Sir Mark abrió una carpeta en la que llevaba los resultados de una entrevista mantenida con el director de Personal.

—Los cargos vacantes son los siguientes: la comandancia de la Escuela de Entrenamiento, la dirección del Departamento de Cuentas y Administración y la dirección del Registro Central.

Edwards esbozó una leve sonrisa. «Así que ése es el truco», pensó.

Dos semanas después, la persona objeto de todas esas reuniones daba vueltas de un lado a otro de su despacho, mientras que su asistente, Denis Gaunt, miraba con aire deprimido la hoja de papel que tenía ante sí.

—No todo es malo, Sam —dijo—. Quieren que sigas aquí.

Ahora sólo queda el tipo de trabajo.

—Alguien quiere verme fuera —replicó McCready, categórico.

En ese verano Londres languidecía bajo una ola de calor. Las ventanas del despacho estaban abiertas de par en par y ambos hombres se habían quitado la chaqueta. Gaunt lucía un modelo
Turnbull and Asser
, un elegante traje azul pálido; McCready llevaba uno de confección de
Viyella
, con un aspecto lanoso y deshilachado debido a las muchas visitas a la tintorería. Para colmo, los botones no habían sido introducidos en los ojales correspondientes, por lo que le quedaba ladeado. Cuando llegase la hora del almuerzo, alguna secretaria, según Gaunt sospechaba, se encargaría de burlarse del error para luego corregirlo entre zalamerías. Todas las chicas que rondaban por Century House parecían estar deseando siempre poder hacer algo por Sam McCready.

A Gaunt le desconcertaban las relaciones entre McCready y las damas. Pero eso también les ocurría a otras personas. Él, Denis Gaunt, con su metro ochenta y tres de estatura, le sacaba cinco centímetros a su jefe. Era rubio, atractivo y, aunque soltero, no se acobardaba ni se sonrojaba cuando estaba entre mujeres.

El jefe de su Departamento era de estatura mediana, complexión normal, finos cabellos castaños, generalmente despeinados, y siempre llevaba ropas que daban la impresión de que había estado durmiendo con ellas. Sabía que McCready había enviudado hacía algunos años, pero que no se había vuelto a casar, ya que al parecer prefería vivir solo en su pequeño apartamento de Kensington.

Gaunt suponía que alguien debería de encargarse de la limpieza de su apartamento y de lavarle los platos y la ropa.

Una asistenta quizá. Pero jamás se le ocurrió preguntárselo, y el otro jamás se lo comentó.

—Podrías aceptar alguno de esos trabajos. Eso segaría la hierba bajo sus pies.

—Denis —replicó McCready afable—, no soy un maestro de escuela, ni un contable, ni mucho menos un maldito librero.

Diles que quiero que se celebre una asamblea.

Como de costumbre, la asamblea en el Cuartel General de Century House se celebró un lunes por la mañana, en la sala de conferencias, un piso más abajo del despacho del Jefe.

El sillón presidencial lo ocupaba el delegado del Jefe, Timothy Edwards, pulcro e inmaculado como siempre, luciendo un elegante traje oscuro con una corbata roja a rayas. A su derecha se sentaba el superintendente del Departamento de Operaciones Nacionales, y, a su izquierda, el superintendente responsable del hemisferio occidental. A un lado de la sala se hallaba el director de Personal, junto a un joven de la Sección de Archivos, que tenía ante sí un gran montón de carpetas y legajos.

Sam McCready fue el último en entrar y tomó asiento en un sillón enfrente de la mesa. A sus cincuenta y un años, todavía se conservaba delgado y gozaba de un aspecto saludable. Por lo demás, pertenecía a esa clase de personas que pueden pasar inadvertidas en cualquier parte. Esa característica suya era la que le había hecho ser tan eficaz en sus buenos tiempos, tan endemoniadamente eficaz. Eso, y lo que tenía dentro de su cabeza.

Todos los presentes conocían las reglas. Si un agente rechazaba tres empleos por ser «poco atractivos», sus superiores tenían el derecho de exigirle que aceptase la jubilación anticipada. No obstante, el afectado también tenía el derecho de ser escuchado en una asamblea, donde podía discutir y sugerir algún tipo de variación a las propuestas.

Sam McCready se había hecho acompañar por Denis Gaunt para que lo defendiese y hablase en su nombre. Durante diez años seguidos Denis había sido su subalterno, a quien había convertido, ya hacía más de cinco años, en el número dos de su Departamento y en la sombra de sí mismo. McCready consideraba que Denis, con su radiante sonrisa y sus modales, propios de los graduados en colegios privados, negociaría su asunto mucho mejor de lo que él mismo podría hacer.

Todos los hombres que se encontraron en aquel aposento se conocían entre sí y estaban habituados a llamarse por el nombre de pila, incluyendo el empleado del Departamento de Archivos.

En la Century House es tradicional, quizá porque se trata de un mundo cerrado en sí mismo, que cada cual pueda dirigirse a los demás utilizando el nombre de pila, con excepción del Jefe, al que se llama
Sir
o
Jefe
cuando se habla con él en persona, y
Maestro
u otros apelativos similares cuando se le menciona a sus espaldas. La puerta se había cerrado y Edwards emitió una tosecilla para indicar que deseaba estar en silencio. Tomaría la palabra.

—Bien, nos encontramos reunidos aquí para estudiar la solicitud presentada por Sam para que se introduzca un cambio en la orden dada por la Dirección, no estamos aquí para reparar ningún desagravio. ¿De acuerdo?

Todos mostraron su conformidad. Se había concertado que Sam McCready no tenía motivo de queja alguno, ya que no se había violado ninguna ordenanza.

—Denis, si no me equivoco, ¿vas a hablar en nombre de Sam?

—Sí, Timothy.

El SIS había sido fundado en su forma actual por un almirante, Sir Mansfield Cumming, y muchas de sus tradiciones internas (aun cuando no la de la familiaridad precisamente) seguían conservando un cierto sabor náutico. Y una de ellas era el derecho que cualquier persona tenía para designar, antes de una asamblea, a algún oficial compañero que hablase en su nombre.

El director del Departamento de Personal fue breve y conciso en su intervención. Las autoridades competentes habían decidido que deseaban sacar a Sam McCready de Enocu para trasladarlo a otro cargo en el que tuviese que cumplir deberes nuevos. Habiéndole hecho tres ofertas, no había aceptado ninguna de ellas. Y esto equivalía prácticamente a elegir la jubilación anticipada. McCready había preguntado si no podía seguir al mando de Enocu y volver al trabajo de campo o si podían enviarle a un departamento que se ocupase de operaciones en el extranjero. Pero no había disponible ningún puesto de ese tipo.
Quod erat demostrandum
.

Denis Gaunt se levantó de su asiento.

—Mirad —dijo—, todos nosotros conocemos las ordenanzas, y también las realidades. Es verdad que Sam ha pedido que no se le envíe a la Escuela de Entrenamiento, ni al Departamento de Cuentas, ni al Registro Central. Y lo ha hecho porque es un hombre creado para el trabajo de campo, tanto por entrenamiento como por instinto. Y es uno de los mejores agentes, si no es el mejor de todos.

—Eso no se discute —murmuró el superintendente responsable del hemisferio occidental.

Edwards le lanzó una mirada amenazadora.

—El hecho es —sugirió Gaunt— que si realmente se quiere, el servicio puede encontrar un puesto para Sam. En Rusia, Europa Oriental, América del Norte, Francia, Alemania o Italia.

Quiero significar con esto que nuestra organización podría hacer ese esfuerzo, ya que… —Gaunt se acercó al joven del Departamento de Archivos y cogió una carpeta— …dentro de cuatro años se jubilaría, a la edad de cincuenta y cinco, con la pensión completa…

—Se le ha ofrecido una indemnización considerable —le interrumpió Edwards—, de la que algunos opinarían que es extremadamente generosa.

—Ya que tiene a sus espaldas largos años de servicio —resumió Gaunt—, cumplidos con lealtad, con frecuencia en circunstancias muy incómodas y a veces de extrema peligrosidad. No se trata de una cuestión económica, sino de saber si nuestra organización está preparada para realizar ese esfuerzo en beneficio de alguno de sus miembros.

Denis Gaunt no tenía, por supuesto, la menor idea acerca de la conversación que Sir Colin, el Jefe, y Sir Robert Inglis habían mantenido el mes anterior en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Me gustaría recordar aquí algunos pocos casos de los que Sam llevó a cabo durante los últimos seis años. Empezando por aquel…

Timothy Edwards echó un vistazo a su reloj. Había esperado dejar zanjado ese asunto en el mismo día. Pero ya dudaba de poder hacerlo.

—Creo que todos lo recordamos —dijo Gaunt—. El asunto tuvo que ver con el último general soviético que tuvimos, con Yevgeni Pankratin…

ORGULLO Y PREJUICIOS EXTREMOS
CAPÍTULO PRIMERO

Mayo de 1983

El coronel ruso salió de entre las sombras, deslizándose lenta y sigilosamente, convencido de que había visto y reconocido la señal. Todos los encuentros con el agente británico eran peligrosos y tenían que ser evitados dentro de lo posible. Pero, en ese caso él mismo lo había solicitado. Tenía cosas que decir, que solicitar, asuntos que no podían ser enviados en un mensaje que luego se confiaría a un buzón falso. En un cobertizo, situado más abajo de la línea del ferrocarril, una de las láminas de metal del tejado estaba suelta, ahora golpeteó y gimió al ser azotada por una ráfaga de viento en medio de las tinieblas que anunciaban la próxima aurora. El hombre volvió la cabeza, verificó cuál había sido la causa del ruido, y clavó la vista de nuevo en el sendero de sombras que pasaba cerca de la plataforma giratoria de la locomotora.

—¿Sam? —llamó en voz baja.

Sam McCready también había estado esperando. Se encontraba allí desde una hora antes, envuelto en la oscuridad de aquella estación abandonada en los suburbios de Berlín Oriental. Había visto, o más bien escuchado, la llegada del ruso, y, no obstante, se había quedado esperando para asegurarse que no se oían más pisadas deslizándose entre el polvo y los escombros. No importaba el número de veces que uno repitiese una acción así, el nudo en la boca del estómago jamás desaparecería.

A la hora acordada, convencido de que se encontraban solos y satisfecho por la falta de compañía, McCready había rascado la cabeza de una cerilla con la uña del pulgar, de tal modo que la llama produjo un único y breve destello y se extinguió enseguida. El ruso, al advertir el brillo, había salido de la vieja chabola destartalada. Ambos hombres tenían serias y poderosas razones para preferir la oscuridad, ya que uno de ellos era un traidor y el otro un espía.

McCready salió de entre las sombras para que el ruso pudiese verlo, se detuvo unos momentos, con el fin de corroborar que el otro también estaba solo, y avanzó unos pasos.

—Yevgeni, amigo mío, ha pasado tanto tiempo…

A los cinco pasos pudieron verse con toda claridad, comprobar que no había habido sustitución, ni truco alguno. Ése era siempre el peligro en un encuentro cara a cara. Podían haber detenido al ruso y doblegado su voluntad en los centros de interrogatorio, permitiendo así que la KGB y la SSD de la Alemania Oriental pudiesen tender una trampa a un importante agente del Servicio de Inteligencia británico. O bien el mensaje del ruso podía haber sido interceptado, y le dejaban ir hacia su propia trampa, a la que seguiría la larga noche de los interrogatorios, que culminaría con el tiro de gracia en la nuca. La madrecita Rusia no conocía el perdón para su selecta minoría de traidores.

McCready no abrazó al otro, ni siquiera le estrechó la mano. Algunos informadores necesitaban el contacto personal, el alivio que producía el roce de los cuerpos. Pero Yevgeni Pankratin, coronel del Ejército Rojo, destinado al cuerpo de las fuerzas soviéticas acantonadas en Alemania, era una persona más bien fría; un hombre al que le gustaba mantener las distancias, que sabía contenerse y que hasta disfrutaba de su propia arrogancia.

Había sido detectado por vez primera en Moscú, en 1980, por un perspicaz agregado comercial de la Embajada británica, durante una conversación amistosa y de carácter trivial, sostenida con fines diplomáticos, pero en el curso de la cual el ruso deslizó una repentina observación harto displicente sobre su propia sociedad. El diplomático no hizo el menor gesto, ni dijo nada sobre el particular, pero registró lo ocurrido y lo comunicó. Quizá se tratase de una posibilidad. Dos meses más tarde, tuvo lugar una primera tentativa de aproximación al militar. El coronel Pankratin se había mostrado evasivo, pero sin expresar su rechazo. Esto se valoró como positivo. Algún tiempo después, el coronel había sido trasladado a Potsdam, al cuerpo de las fuerzas soviéticas estacionadas en Alemania, un ejército de trescientos treinta mil hombres y veintidós divisiones, que mantenía a los ciudadanos de la Alemania Oriental en la esclavitud, conservaba a la marioneta de Honecker en el poder, seguía intimidando por el terror a los berlineses del sector occidental y lograba que la OTAN continuase en estado de alerta, dispuesta a lanzar en cualquier momento una ofensiva aplastante a través de las praderas de la Alemania central.

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