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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (2 page)

BOOK: El manipulador
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Sir Mark rugía de furia interior. «Ese hijo de puta está hinchándome los huevos», pensó. A pesar de que el Ministerio de Asuntos Exteriores no podía «burlar» al SIS en el plano presupuestario, siempre se guardaba un as en la manga. Casi todos los agentes de Inteligencia que prestaban sus servicios en el extranjero lo hacían bajo la tapadera de alguna Embajada.

Eso convertía las Embajadas en sus anfitriones. Si no había asignación para cargos de «cobertura», tampoco habría plazas disponibles para los agentes.

—¿Y cuál es tu visión general del futuro, Robert? —preguntó Sir Mark.

—Me temo que en el futuro no estaremos en condiciones de ofrecer cargos a algunos de vuestros más… pintorescos funcionarios. Agentes cuya tapadera ha quedado claramente al descubierto. Operadores que se presentan como oficiales de alta graduación. Durante la guerra fría, todo eso era aceptable; pero, en la nueva Europa, esos agentes serían tan soportables como un dolor de muelas. Supondrían una constante fuente de agravios. Estoy convencido de que podrás darte cuenta de ello.

Los dos hombres sabían que los agentes en el extranjero se dividían en tres categorías. Los «ilegales» no gozaban de cobertura en una Embajada, por lo que nada tenían que ver con Sir Robert Inglis. Los agentes que prestaban sus servicios en el interior de las Embajadas se dividían a su vez en «declarados» y en «no declarados».

Un agente declarado, el llamado operador de alta graduación, era una persona cuya función real resultaba ampliamente conocida. En el pasado, el hecho de tener en una Embajada a un agente de Inteligencia de ese tipo era como trabajar en condiciones de ensueño. A todo lo largo y ancho de los países comunistas y de los del Tercer Mundo, disidentes, descontentos y todos aquellos que así lo desearan sabían a quién dirigirse y a quién podían contar sus penas como si de un sacerdote en el confesionario se tratara. A veces eso conducía a una riquísima cosecha de información, y también permitió acoger a algunos desertores de importante relevancia.

Lo que el veterano diplomático estaba diciendo era que no quería más agentes de ese tipo y que no les ofrecería alojamiento en sus Embajadas. Se dedicaría a mantener en alto la sagrada tradición de su Departamento de contemporizar con cualquiera que no sea británico de nacimiento.

—Entiendo muy bien lo que estás diciendo, Robert, pero no puedo ni quiero iniciar mi carrera como jefe del SIS con una purga de los agentes veteranos, que han servido durante tanto tiempo con lealtad y eficacia.

—Pues búscales otros cargos —sugirió Sir Robert—. En América Central, en Sudamérica, en África…

—Y tampoco puedo hacer un paquete con ellos y enviarlos a Burundi, hasta que les llegue la jubilación.

—Dales trabajo de oficina. Aquí, «en casita».

—¿Te refieres a lo que se denomina «empleos sin atractivos»? —inquirió el jefe del SIS—. La mayoría se negará a aceptarlos.

—En tal caso tendrán que optar por la jubilación anticipada —dijo el diplomático sin alterarse. Entonces se inclinó de nuevo hacia delante e insistió:

—Mark, mi querido y buen amigo, este asunto no es negociable. Tendré a los
cinco hombres sabios
encima de mí, puedes estar seguro de ello, vigilándome para ver si soy realmente uno de ellos. Podríamos otorgar cierto tipo de indemnizaciones, pero…

Los
cinco hombres sabios
son los subsecretarios permanentes del Consejo de Ministros, del Ministerio de Asuntos Exteriores, del Ministerio del Interior y de los Ministerios de Defensa y de Hacienda. Esas cinco personas ejercían un poder enorme por los pasillos del Gobierno. Entre otras cosas designaban (o recomendaban al Primer Ministro, lo que venía a ser lo mismo) al jefe del SIS y al director general del Servicio de Inteligencia militar, el MI-5. Sir Mark se sintió profundamente desdichado, pero conocía demasiado bien las realidades concretas del poder. Tendría que dar su brazo a torcer.

—De acuerdo, pero necesitaré asesoramiento en lo que respecta a las cuestiones de procedimiento.

Lo que quería decir el jefe del SIS era que, por su posición ante su propio equipo de trabajo, deseaba aparecer claramente obligado a obedecer órdenes superiores. Sir Robert Inglis se mostró muy expansivo; podía permitirse el lujo de serlo.

—El asesoramiento lo tendrás de inmediato —aseguró el diplomático—. Pediré al resto de los
hombres sabios
que celebremos una reunión y en ella promulgaremos nuevas reglas para el nuevo contexto de circunstancias. Lo que yo propongo es que, dentro del marco de esas nuevas reglas que pensamos dar a conocer, instigues lo que los abogados llaman una «acción promotora», con el fin de instituir así un canon paradigmático.

—¿Acción promotora, canon paradigmático? ¿Pero se puede saber de qué estás hablando? —preguntó Sir Mark.

—De un precedente, mi querido Mark. De un único precedente aislado, que luego puede resultar operante para el grupo entero.

—¿Un chivo expiatorio?

—No es una expresión muy afortunada que digamos. Dar a alguien la jubilación anticipada, junto con el derecho a una pensión harto generosa, no creo que signifique convertir a esa persona en una víctima. Eliges a un agente cuyo retiro prematuro pueda ser aceptado sin reparo alguno, convocas una reunión y en ella estableces tu precedente.

—¿Un agente? ¿Acaso habéis pensado ya en alguno concreto?

Sir Robert se puso a tamborilear con los dedos y se quedó mirando pensativo el techo.

—Bueno, siempre queda un Sam McCready.

Por supuesto.
El Manipulador
. Precisamente a raíz de su última exhibición de fuerza, haría unos tres meses de ello, en la que había hecho gala de una iniciativa no autorizada en la zona del Caribe, Sir Colin fue informado de que el Ministerio de Asuntos Exteriores lo consideraba un Gengis Kan desbocado. ¡Extraño, realmente! Un sujeto así, tan… desaliñado.

Mientras Sir Mark cruzaba en su coche uno de los puentes sobre el Támesis para regresar a Century House, su Cuartel General, iba sumido en la más honda preocupación. Sabía que el viejo funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores no se había limitado a «proponerle» que despidiese a Sam McCready; había insistido en ello. Desde el punto de vista del jefe del SIS, el diplomático no podía haberle exigido nada más difícil.

En 1983, cuando Sam McCready fue nombrado director del departamento Enocu, Sir Mark era teniente de superintendencia, contemporáneo de McCready, y se hallaba un escalafón por encima de éste. Le gustaba aquel agente, excéntrico e irreverente, que Sir Arthur había designado para el nuevo cargo, pues, en aquel entonces, el jefe del nuevo Departamento era del agrado de casi todo el mundo.

Poco tiempo después, Sir Mark fue enviado al Lejano Oriente por tres años (hablaba el mandarín con fluidez) y regresó en 1986 para ser promovido al cargo de subdirector. Sir Arthur cogió el retiro y un nuevo jefe ocupó su sillón, aún caliente. Sir Mark le había sucedido en el pasado mes de enero.

Antes de partir para China, Sir Mark, al igual que muchos otros, había aventurado la suposición de que Sam McCready no permanecería mucho tiempo en su cargo. Según una opinión generalizada,
el Manipulador
era un diamante demasiado basto como para que pudiera encajar con facilidad en la política casera de la Century.

Por una parte, ninguno de los departamentos regionales recibiría amablemente a ese hombre nuevo que trataba de operar en territorios que ellos guardaban con tanto celo. Se presentarían auténticas luchas por el poder, las cuales podrían ser solucionadas sólo por un diplomático consumado, y cualesquiera que fuesen sus talentos, jamás se le habían reconocido tales capacidades a Sam McCready. Por otra parte, la desaliñada figura de Sam apenas lograría integrarse en ese mundo de agentes veteranos, educados y elegantes, la mayoría de los cuales era un genuino producto de los selectos internados privados de Gran Bretaña.

A su regreso, y con gran sorpresa por su parte, Sir Mark se encontró con un Sam McCready que parecía florecer como el proverbial verde laurel. Daba la sensación de estar capacitado para dirigir a sus propios hombres, logrando de ellos lealtad tan absoluta como envidiable, y conseguir, al mismo tiempo, que no se ofendiesen ni los más intransigentes directores de departamentos «territoriales» cuando les pedía algún favor.

Podía departir en tono coloquial con los otros agentes de campo, cuando volvían de vacaciones o acudían a recibir instrucciones, y de ellos parecía haber conseguido toda una enciclopedia de información, la mayor parte de la cual jamás podría ser divulgada bajo ningún concepto.

Se sabía que podía compartir una cerveza con los cuadros del equipo técnico, un grupo formado por mujeres y hombres a los que se tenía por una pandilla de excéntricos y medio chiflados —camaradería esta que no siempre se les dispensaba a los agentes superiores—, y de ellos obtenía de vez en cuando la grabación de una conversación telefónica, algún tipo de correspondencia interceptada o un pasaporte falso, mientras que otros directores de departamento estaban todavía rellenando los formularios para conseguir algo de eso.

Todo esto, y algunas manías irritantes, como su tendencia a saltarse las normas y desaparecer cuando le venía en gana, no servían precisamente para que la camarilla gobernante se prendase de él. De todos modos, lo que le mantenía en su puesto era algo muy simple: él suministraba las mercancías, proporcionaba el producto, dirigía una operación que mantenía a la KGB abastecida de pastillas contra la indigestión. Y de este modo permaneció en su cargo… hasta ahora.

Sir Mark suspiró hondo, se apeó de su «Jaguar» en el estacionamiento subterráneo de la Century House y cogió el ascensor para subir a su despacho situado en la última planta.

De momento no necesitaba hacer nada. Sir Robert Inglis se entrevistaría con sus colegas y juntos promulgarían «las nuevas reglas», el deseado
asesoramiento
que permitiría al atribulado jefe del SIS declarar, sin atentar contra la verdad, pero con el corazón oprimido:

—No tengo elección.

Hasta principios de junio no le llegó el «asesoramiento», o la orden en realidad, de la Secretaría de Estado para Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, lo que permitió a Sir Mark convocar en su despacho a sus dos asistentes.

—¡Esto es una condenada guarrada! —exclamó Basil Gray.

¿No puede usted oponerse?

—Esta vez, no —contestó el jefe—. Inglis está saboreando ya el bocado entre sus dientes y, como podéis ver, cuenta con el respaldo de los otros cuatro Hombres Sabios.

El documento que había entregado a sus dos ayudantes para que lo estudiasen era un modelo de claridad y de lógica impecables. En él se señalaba que para el día tres de octubre, Alemania Democrática, uno de los Estados comunistas más sólidos y más eficaces de la Europa Oriental, habría dejado, literalmente, de existir. No quedaría ninguna Embajada en Berlín Oriental, el Muro no era ya más que una farsa, la formidable Policía secreta, la SSD, se encontraba en completa desbandada y las tropas soviéticas estaban tocando retirada.

Una zona que en sus buenos tiempos había exigido del SIS en Londres un sinfín de operaciones de gran envergadura se convertiría en un espectáculo de segunda clase, si es que se la podía seguir considerando un espectáculo.

Por añadidura, se seguía diciendo en el documento, el simpático Mr. Vaclav Havel se estaba haciendo cargo del Gobierno en Checoslovaquia y su Servicio de Espionaje, el STB, se vería relegado muy pronto a la categoría de predicadores en escuelas dominicales. Y si a esto se añadía el colapso de los regímenes comunistas en Polonia, Hungría y Rumania y su próxima desintegración en Bulgaria, se podía palpar los aproximados contornos del futuro.

—Bien —apuntó Timothy Edwards, dando un suspiro—, hemos de reconocer que no realizaremos en el futuro el tipo de operaciones que solíamos llevar a cabo en la Europa Oriental y que tampoco necesitaremos a tantos agentes nuestros allí.

Tienen un punto a su favor.

—¡Qué amable de tu parte es decir eso! —exclamó el jefe, esbozando una sonrisa.

Basil Gray había sido promovido por él mismo: fue su primer acto al ser nombrado jefe del SIS en enero. Timothy Edwards había heredado su cargo. Sir Mark sabía que Edwards estaba desesperado por sucederle en el puesto en un plazo de tres años, así como también sabía que no tenía la más mínima intención de recomendarlo. No es que Edwards fuese un estúpido. Estaba muy lejos de ello; era brillante pero…

—No mencionan para nada los otros peligros —refunfuñó Gray—. Ni una sola palabra acerca del terrorismo internacional.

La vertiginosa ascensión de los consorcios de la droga, los ejércitos privados… y ni una sola palabra tampoco sobre la proliferación de armas nucleares.

En su propio informe,
El Servicio Secreto en los años noventa
, que Sir Robert Inglis había leído y aprobado en apariencia, Sir Mark había hecho hincapié en el desplazamiento, más que en la disminución, de las amenazas globales. Y a la cabeza de esas amenazas había colocado el problema de la proliferación —de la adquisición continua por parte de dictadores, algunos de los cuales de carácter altamente inestable— de grandes arsenales de armas; no de excedentes de guerra, como se hacía en los viejos tiempos, sino de equipos modernos de alta tecnología, de misiles, con ojivas cargadas con armas químicas y bacteriológicas, y hasta con acceso al arsenal nuclear. Y en el documento que tenía ante sus ojos se pasaban por alto olímpicamente todas esas cuestiones.

—¿Y bien, qué ocurrirá ahora? —preguntó Timothy Edwards.

—Lo que ocurrirá ahora —repitió el jefe en tono afable— es que ya podemos ir imaginando un buque lleno de gente…, de nuestra gente, que regresa de la Europa Oriental a la base patria.

Sir Mark quería decir que los viejos combatientes de la «guerra fría», los veteranos que habían llevado a cabo las operaciones de la misma, los que habían realizado las medidas activas, la red de agentes locales que no pertenecieron a las Embajadas situadas al este del Telón de Acero, todos deberían regresar a casa… para encontrarse con que no tenían trabajo.

Serían remplazados, desde luego, pero por hombres jóvenes, cuya auténtica profesión sería desconocida, que se mezclarían discretamente con el personal de las Embajadas, de tal forma que no «ofendieran» a las democracias que estaban surgiendo detrás del Muro de Berlín.

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