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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (6 page)

BOOK: El manipulador
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Se compró a muy largos plazos un apartamento en el tranquilo y respetable Hahnwald, un distinguido barrio de las afueras de Colonia, en el que abundaban los parques y los árboles. Los edificios de esa zona, en la que predominaban la piedra y el ladrillo, se caracterizaban por su magnífica y sólida construcción, y, en algunos casos, habían sido convertidos en bloques de apartamentos, precisamente como la casa en la que vivía y trabajaba. Se trataba de una edificación de piedra, de cuatro plantas, con un apartamento en cada una. El suyo se encontraba en la primera. Después de mudarse llevó a cabo ciertas mejoras.

El piso tenía sala de estar, cocina, cuarto de baño, dos dormitorios, vestíbulo y un pasillo. La sala de estar se encontraba a la izquierda del vestíbulo, junto a la cocina. Al otro lado, a la izquierda del pasillo que se extendía a la derecha desde la sala de estar, estaban uno de los dormitorios y el cuarto de baño. El dormitorio grande se hallaba al final del pasillo, por lo que el cuarto de baño se encontraba entre las dos habitaciones. Justo al lado de la puerta del dormitorio grande, empotrado en la pared izquierda, había un armario de dos metros de ancho, que tomaba su espacio del cuarto de baño.

Renate dormía en el dormitorio pequeño y usaba el grande como cuarto de trabajo. Aparte el armario empotrado en la pared del pasillo, sus mejoras estructurales habían consistido, entre otras cosas, en la insonorización del dormitorio principal, con gruesas planchas de corcho que tapizaban el interior de las paredes, las cuales habían sido cubiertas con papel y decoradas de tal manera que no se notase la presencia del material aislante. A esto había que añadir los cristales dobles de las ventanas y un grueso revestimiento almohadillado en la parte interior de la puerta. Pocos eran los sonidos del dormitorio que pudiesen atravesar las barreras y salir al exterior para alarmar al vecindario, que era, precisamente, lo que ella quería evitar. Aquel aposento, con su decoración y sus complementos tan poco habituales, se mantenía siempre cerrado.

El armario del pasillo contenía sólo la ropa de invierno normal y los impermeables. En otros armarios que había en el cuarto de trabajo había un amplio e impresionante surtido de lencería, así como gran variedad de trajes y de prendas que permitían a Renate vestirse de escolar, criada, novia, camarera, institutriz, ama de llaves, maestra de escuela, azafata, policía, chica perteneciente a la Asociación Nazi, guarda forestal o jefa de exploradores, todo esto junto con las prendas y los accesorios usuales de cuero y de plástico, entre los que se contaban las botas que llegaban hasta el muslo, las gorras y las máscaras.

En una cómoda guardaba un surtido más reducido de ropas para los clientes que no llevaban nada consigo, tal como trajes de
boy-scout
, escolar o esclavo romano. Amontonados en un rincón se encontraban los instrumentos de tortura, látigos, palos…, y en un baúl guardaba cadenas, grillos, guanteletes y correas, todo lo que se necesitaba para las escenas de la esclavitud y de castigo.

Renate era una buena puta; tenía éxito, en todo caso. Muchos de sus clientes volvían con regularidad. Actriz en buena parte —y todas las putas tienen que ser algo actrices, aun cuando rara vez se dé el caso contrario—, podía meterse dentro de las fantasías anheladas por su cliente, poniendo una convicción total en ello. Sin embargo, una zona de su mente permanecía siempre aparte, indiferente a todo, dedicada a observar, registrar, despreciar. Nada de lo que se veía obligada a hacer en su trabajo la afectaba; en todo caso, sus gustos personales eran
muy
diferentes.

Había estado metida en esa profesión durante tres años, y tenía la intención de retirarse pasados otros dos. Entonces dedicaría una temporada a limpiarse del pasado y luego viviría de sus ahorros, rodeada de lujo, en algún lugar que se encontrase muy lejos de allí.

Aquella tarde sonó la campanilla de la puerta de su apartamento. Renate solía levantarse tarde, por lo que todavía llevaba puesto el salto de cama y la bata de andar por casa. La joven frunció el entrecejo; un cliente la visitaría sólo si había acordado una cita previa. Una mirada a través de la mirilla óptica en la puerta de entrada le reveló, como si estuviese dentro de una pecera redonda, la presencia de los desgreñados cabellos grises de Bruno Morenz, su acompañante del Ministerio de Asuntos Exteriores. Renate dio un profundo suspiro, puso una sonrisa de extasiada bienvenida en su bello rostro y abrió la puerta.

—Bruno, caaaariñito…

Dos días después, Edwards llevaba a Sam McCready a comer al
Brook's Club
, en Saint James, en Londres. De entre los diversos clubes para caballeros de los que era Edwards miembro, el
Brook's Club
era su favorito para almorzar. Allí siempre había grandes posibilidades de poder intercambiar unas breves y corteses palabras con Robert Armstrong, el secretario del Consejo de Ministros, quizás uno de los hombres más influyentes de todo el Reino Unido, y, en todo caso, el presidente de los
cinco hombres sabios
, los cuales elegirían un buen día al nuevo jefe del SIS, que después presentarían a Margaret Thatcher para que ésta diese su aprobación.

El café lo tomaron arriba, en la biblioteca, bajo los retratos de ese grupo de pisaverdes y petimetres de la época de la Regencia, los Diletantes. Entonces Edwards abordó un tema concreto.

—Como te he dicho abajo, Sam, todos están muy complacidos, verdaderamente complacidos. Pero nos encontramos ante el advenimiento de una nueva era, Sam. Una era cuyo
leitmotiv
podríamos expresar con la frase «según las reglas». El hecho de infringir las reglas, una de esas cosas tan típicas en el viejo modo de hacer las cosas, es algo que debería estar…, ¿cómo podría decirlo…?, vedado.

—Vedado es una expresión muy buena —asintió Sam.

—Perfecto. Pues bien, una rápida ojeada por los archivos nos demuestra que uno siempre tiende a retener en la memoria, admitamos que sobre una base adecuada, los nombres de ciertas personas importantes cuya utilidad pertenece al pasado. Viejos amigos, quizás. Ello no es problema, a menos de que se encuentren en una posición delicada… A menos de que el hecho de ser descubiertos por aquellos que los emplearon pueda ocasionar a la Firma problemas reales…

—¿Cómo cuáles? —preguntó McCready.

Ése era el eterno inconveniente de los expedientes y de las hojas de servicio, que siempre estaban en alguna parte, guardadas en los archivos. Tan pronto como uno pagaba a alguien para que hiciese alguna diligencia, un expediente de pago quedaba registrado.

Edwards optó al fin por echar a un lado sus ambiguas insinuaciones.

—El Duendecillo
, Sam, no sé cómo ha podido pasarse eso por alto durante tanto tiempo. Y ese
Duendecillo
es un funcionario a tiempo completo del BND. Se armaría la de Dios es Cristo si los de Pullach llegasen a descubrir que tienes pluriempleado a ese hombre. Eso va en contra de todas las reglas. Nosotros no, repito, no
mantenemos
empleados de otras Agencias amigas. Eso es algo completamente inadmisible. Tienes que desembarazarte de él, Sam. Corta esa nómina de servicios. De inmediato.

—Es un compañero —arguyó McCready—, juntos hemos recorrido un largo camino, que se remonta hasta lo del Muro de Berlín. Nos ayudó mucho entonces, realizó trabajos muy peligrosos para nosotros, precisamente cuando necesitábamos a gente como él. Nos cogieron por sorpresa, no teníamos gente, o, al menos, no el número suficiente de personas que pudieran, o quisieran, cruzar tal como lo hacía él. Nos cogieron por sorpresa, no teníamos gente, o, al menos, no el número suficiente de personas que pudieran, o quisieran, cruzar tal como lo hacía él.

—Esto no es negociable, Sam.

—Confío en él. El confía en mí. Nunca me dejaría caer. Ese tipo de cosas no se compran. Y cuesta muchos años. Una pequeña asignación es un precio muy bajo.

Edwards se puso de pie, se sacó un pañuelo de la manga y se enjugó el oporto de los labios.

—Desembarázate de él, Sam. Me temo que he de convertir esto en una orden.
El Duendecillo
tiene que desaparecer.

A finales de esa misma semana, la comandante Ludmilla Vanavskaya dio un bostezo, se desperezó y se reclinó contra el respaldo de su silla. Estaba cansada. Había sido una larga jornada de trabajo. Echó mano de su paquete de
Marlboro
fabricado en la Unión Soviética, advirtió que tenía el cenicero abarrotado de colillas y apretó el timbre que estaba sobre el escritorio.

De la antesala entró un joven cabo. La comandante no le hizo caso alguno y se limitó a señalarle con el dedo el cenicero.

El cabo se apoderó de él al instante, salió de la oficina, para regresar pocos segundos después con el cenicero limpio. La comandante saludó con la cabeza. El cabo salió de nuevo y cerró la puerta a sus espaldas.

No había habido el menor intercambio de palabras, por no hablar ya de bromas. La comandante Vanavskaya lograba siempre intimidar a la gente. En años pasados, algunos mozos atrevidos se habían fijado en la brillante melena rubia, que flotaba por encima de la delgada camiseta reglamentaria y de la fina falda gris, y habían tratado de probar fortuna. Pero no hubo nada que hacer. A los veinticinco años se casó con un coronel, una hábil maniobra para hacer carrera, y tres años después se divorció de él. La carrera de su ex marido se estancó, la suya arrancó con ímpetu. A los treinta y cinco años ya no llevaba uniforme, vestía blusa blanca con un severo traje gris oscuro, hecho a medida, con el cabello recogido en la nuca en una pequeña coleta que le caía por la espalda.

Algunos pensaban aún en llevársela a la cama, hasta que debían ponerse a salvo de aquellos ojos azules, fríos como el hielo. En la KGB, que no es una organización de liberales, la comandante Vanavskaya tenía la reputación de fanática. Y los fanáticos amedrentan.

El fanatismo de la comandante se concentraba en su trabajo… y en los traidores. Mujer completamente entregada al comunismo, de una gran pureza ideológica a toda prueba, se había impuesto la misión de perseguir a los traidores, a quienes odiaba con frío apasionamiento. Por medio de artimañas había logrado que la trasladasen desde el Segundo Directorio, donde los objetivos eran el ocasional poeta sedicioso o el obrero inconformista, al independiente Tercer Directorio, llamado también Directorio de las Fuerzas Armadas. En él, los traidores, en el caso de que los hubiera, serían personas de alto rango, más peligrosas, merecedoras de su odio y dignas de enfrentarse a su temple.

El traslado al Tercer Directorio, asunto que su esposo el coronel arregló durante los últimos días de su matrimonio, cuando el hombre trataba desesperadamente de complacerla por todos los medios, la había llevado a ese anónimo edificio de oficinas situado en la
Sadovaya Spasskaya
, una de las carreteras de circunvalación moscovitas, y a ese despacho, así como a la carpeta que tenía abierta ante ella.

Dos años de trabajo había invertido en esa carpeta, habiéndose visto obligada a sacar tiempo de entre sus muchas otras obligaciones, hasta que sus superiores empezaron a creerla. Dos años de comparaciones, comprobaciones y verificaciones, suplicando la ayuda de los otros departamentos, en lucha continua contra la ceguera y la obcecación de esos hijos de puta del Ejército, siempre dispuestos a taparse los unos a los otros. Dos años dedicados a correlacionar fragmentos de información minúsculos hasta que, poco a poco, un cuadro empezó a surgir de ellos.

El trabajo de la comandante Ludmilla Vanavskaya, y su vocación, consistía en perseguir y atrapar a los negligentes, a los elementos subversivos, o, en ocasiones, también a algún que otro traidor declarado en el seno del Ejército, de la Armada o de las Fuerzas Aéreas. La pérdida de equipos valiosos propiedad del Estado, por culpa de la negligencia, era bastante malo en sí; la falta de tesón en la persecución de los rebeldes afganos, era algo mucho peor, pero la historia que le contaba la carpeta que tenía sobre su escritorio era algo diferente. La comandante estaba convencida de que en alguna parte del Ejército había una filtración deliberada. Y el responsable de ella ocupaba una posición elevada, endemoniadamente elevada.

Había una lista con ocho nombres en el folio que tenía sobre las demás hojas que llenaban la carpeta abierta ante sus ojos. Cinco de ellos habían sido tachados ya. En dos había unos signos de interrogación. Pero su mirada volvía una y otra vez al octavo. Descolgó el teléfono y pidió un número, en el que la atendió otro comandante, el secretario del general Chaliapin, jefe del Tercer Directorio.

—Sí, comandante. ¿Una entrevista personal? ¿No desea hablar con ninguna otra persona? Entiendo… El problema es que el camarada general se encuentra en el Lejano Oriente… No hasta el próximo martes. De acuerdo entonces, hasta el martes que viene.

La comandante Vanavskaya colgó el auricular y frunció el entrecejo. Cuatro días. Bueno, si había esperado dos años, bien podía esperar cuatro días más.

—Creo que ya puedo finiquitar el negocio —decía Bruno a Renate con infantil complacencia, en la mañana del domingo siguiente—. Tengo lo suficiente como para adquirir la propiedad y algo más para decorarlo y equiparlo. Es un pequeño y maravilloso bar.

Ambos estaban en la cama en el dormitorio privado de Renate. Éste era un favor que ella le concedía a veces, ya que Bruno detestaba el dormitorio de «trabajo» tanto como odiaba la ocupación de la joven.

—Cuéntamelo de nuevo —rogó Renate con voz melosa—. Me gusta oírlo.

Bruno sonrió. Lo había visto una sola vez, pero se había quedado prendado de él. Era lo que siempre había deseado, y en el sitio donde lo había deseado, al lado del mar abierto, donde los impetuosos vientos del Norte mantendrían el aire fresco y tonificante. Frío en el invierno, por supuesto, pero haría instalar calefacción central.

—De acuerdo. Se llama «Bar de la Linterna», y su emblema es un viejo farol marinero. Está situado frente al desembarcadero, a la derecha del muelle de Bremerhaven. A través de las ventanas del piso de arriba puedes divisar hasta la isla de Mesllum; si las cosas nos van bien, podríamos conseguir un bote de vela y navegar hasta allí en verano.

»Es una taberna estilo antiguo, con decoraciones de cobre y una preciosa barra, tras la que nos colocaremos para servir bebidas, y tiene un precioso y cómodo apartamento en el piso de arriba. No es tan grande como éste, pero resultará muy confortable una vez que lo hayamos arreglado. Ya he acordado el precio y he pagado el depósito. Habré terminado de pagarlo para finales de septiembre. Entonces podré alejarte de todo esto.

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