El manipulador (4 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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McCready se encargó personalmente del asunto; ése era su coto privado. En 1981 realizó su propio intento de aproximación y Pankratin fue reclutado. No hubo aspavientos, ni efusiones acerca de los sentimientos íntimos que uno necesitaba comunicar a alguien para poder coincidir con sólo una escueta petición de dinero.

Aquéllos que traicionan a su patria lo hacen por diversos motivos: resentimiento, ideología, carencia de perspectivas, odio a un superior, vergüenza ante las pintorescas preferencias sexuales de los jefes, miedo a ser llamado de vuelta y caer en desgracia, etcétera. En cuanto a los rusos, solía ocurrir debido a la honda desilusión que les producían la corrupción, la mentira y el sobrinazgo que veían por doquier a su alrededor. Pero Pankratin era el auténtico mercenario; sólo quería dinero. Un buen día se iría de allí, decía; pero cuando lo hiciera, tenía la intención de ser rico. Había solicitado ese encuentro de madrugada en Berlín Oriental con el fin de jugarse el todo por el todo.

Pankratin se abrió un poco la gabardina y dejó ver un voluminoso sobre de color pardo, que de inmediato ofreció a McCready. Sin denotar emoción alguna se puso a describir lo que aquél contenía, mientras McCready lo ocultaba debajo de su cazadora. Nombres, lugares, estrategias, distribución de las divisiones, órdenes internas, movimientos de tropas, acantonamientos, rampas de lanzamiento… Lo más importante, desde luego, era lo que Pankratin tenía que comunicar acerca de los «SS-20», los terribles misiles soviéticos de alcance medio y de plataforma móvil, con ojivas de triple carga nuclear, dirección independiente y programados para hacer blanco en alguna ciudad británica o del resto de Europa. De acuerdo con las revelaciones de Pankratin, los estaban trasladando hacia los bosques de Sajonia y Turingia, cerca de la frontera con Alemania Occidental, desde donde su alcance de tiro abarcaba una circunferencia que pasaba por Oslo, Dublín y Palermo. En el mundo occidental, largas columnas de personas ingenuas y sinceras marchaban enarbolando las banderas del socialismo para pedir a sus propios Gobiernos que desmantelasen sus defensas como un gesto de buena voluntad por la paz.

—Esto tiene un precio, por supuesto —dijo el ruso.

—Por supuesto.

—Doscientas mil libras esterlinas.

—Concedidas. —En realidad, esa suma no había sido concedida aún, pero Sam McCready sabía que su Gobierno la sacaría de algún sitio.

—Hay algo más. Me he enterado de que he sido propuesto para un ascenso a general de División. Y para un nuevo destino. De vuelta a Moscú.

—Felicidades. ¿Y de qué, Yevgeni?

Pankratin hizo una pausa para acentuar el efecto que sus palabras iban a causar.

—De subdirector, en la Junta de Jefes de Estado Mayor, en el Ministerio de Defensa.

McCready estaba impresionado. Tener un hombre en el mismo corazón del número diecinueve de la calle Frunze, en Moscú, sería algo incomparable.

—Y cuando pueda salir del país quiero un bloque de apartamentos. En California. A mi nombre. En Santa Bárbara quizás. He oído decir que aquello es muy hermoso.

—Lo es —asintió McCready—. ¿No preferiría asentarse en Inglaterra? Nosotros cuidaríamos de usted.

—No. Quiero el sol. El de California. Y un millón de dólares, estadounidenses, en mi cuenta del país.

—Lo del apartamento puede arreglarse —dijo McCready—. Y también lo del millón de dólares. Siempre que el producto sea bueno.

—No se trata de un apartamento, Sam, sino de un bloque de apartamentos. Para poder vivir de las rentas.

—Yevgeni, lo que estás pidiendo es una suma que oscila entre los cinco y los ocho millones de dólares. No creo que mi gente tenga tanto dinero. Ni siquiera para tu mercancía.

Los dientes del ruso relucieron tras su bigote militar en una breve sonrisa.

—Cuando me encuentre en Moscú, la mercancía que os ofreceré superará en mucho vuestras más osadas aspiraciones. Ya encontraréis el dinero.

—Esperemos entonces a que te hayan ascendido, Yevgeni. Entonces hablaremos de ese bloque de apartamentos en California.

Cinco minutos después se separaban; el ruso de uniforme, para regresar a su despacho en Potsdam; el inglés, para regresar a su base de Berlín Occidental tras haber cruzado el Muro. Lo estarían esperando al otro lado del paso fronterizo llamado «Checkpoint Charlie». El paquete también atravesaría el Muro, pero lo haría por otra vía más segura, aunque mucho más lenta. Solamente cuando lo recuperase en el lado oeste, Sam abordaría el avión para regresar a Londres.

Octubre de 1983

Bruno Morenz golpeó con los nudillos la puerta y penetró en la habitación al escuchar la jovial invitación de «¡Adelante!». Su superior se encontraba solo en el despacho, apoltronado en su importante sillón de cuero giratorio, detrás de su importante escritorio. Estaba removiendo delicadamente el primer café del día, en una taza de porcelana china que le había servido la atenta Fräulein Keppel, la solícita solterona que se ocupaba de satisfacer cualquiera de sus legítimas necesidades.

Al igual que Morenz,
Herr Direktor
pertenecía a esa generación que podía recordar el fin de la guerra y los años que siguieron, cuando los alemanes tenían que preparar su café con extracto de achicoria y tan sólo los estadounidenses de las tropas de ocupación y, a veces, los británicos podían permitirse el lujo de beber verdadero café. Pero aquello pertenecía al pasado. Dieter Aust saboreaba siempre por las mañanas su café colombiano. Pero jamás ofrecía una taza a Morenz.

Ambos hombres rayaban los cincuenta, pero eso era todo lo que tenían en común. Aust era bajo y regordete, siempre muy pulcro en el afeitado y el peinado y vestía con gran elegancia; además era director de todo el departamento de Colonia.

Morenz, mucho más alto y corpulento, tenía el cabello gris, y como siempre andaba encorvado y parecía que arrastraba los pies al caminar, daba la impresión de ser bajo y rechoncho, impresión que se acentuaba por lo desaliñado de su traje de paño de lana. Para colmo de males, era un funcionario público de rango medio bajo, que nunca podría aspirar al título de
Herr Direktor
, ni a tener su propio despacho importante con una
Fräulein Keppel
que le sirviera auténtico café colombiano en una taza de porcelana china antes de que se pusiese a trabajar.

La escena de un jefe llamando a su despacho a un empleado para hablar con él debía de haber sido representada esa mañana en muchas de las oficinas repartidas por toda Alemania, pero la clase de trabajo de esos dos hombres no sería precisamente la misma en muchas otras partes. Ni mucho menos tendría lugar la conversación que esas dos personas mantuvieron a continuación. Y es que Dieter Aust era el jefe de una de las filiales del BND, del
Bundesnachrichtendienst
, el Servicio de Inteligencia de la República Federal de Alemania.

En la actualidad, el Cuartel General del BND está emplazado en un complejo arquitectónico, fuertemente amurallado, erigido en las inmediaciones de la aldea de Pullach, a unos diez kilómetros al sur de Munich, a orillas del río Isar, en el sur de Baviera, situación que puede parecer de lo más extravagante, si se tiene en cuenta que la capital de la República Federal de Alemania desde 1949 ha sido Bonn, a orillas del Rin y a centenares de kilómetros de distancia. La causa de esto es histórica. Los estadounidenses fueron los que nada más acabarse la guerra crearon un servicio de espionaje germanooccidental para contrarrestar los esfuerzos del nuevo enemigo, la Unión Soviética. Eligieron como director al que había sido jefe del espionaje alemán durante la guerra, Reinhard Gehlen; por ello, en sus comienzos, aquella organización fue conocida como la
Gehlen Org
. Estados Unidos quería tener a Gehlen en su propia zona de ocupación, que comprendía el sur de Alemania, Baviera incluida.

El alcalde de Colonia, Konrad Adenauer, era a la sazón un político bastante oscuro. Cuando los Aliados fundaron la República Federal de Alemania en 1949, Adenauer, que fue su primer canciller, estableció la capital en un sitio por demás insólito: en su propia ciudad natal, Bonn, a veinticuatro kilómetros de Colonia, remontando el Rin por su orilla izquierda. Se impartieron las órdenes pertinentes para que se trasladasen a esa ciudad cada una de las instituciones del nuevo Gobierno federal, pero Gehlen se negó en redondo, por lo que el recientemente instituido BND siguió asentado en Pullach, donde mantiene su sede hasta nuestros días. De todos modos, el BND tiene estaciones filiales en cada una de las capitales de los
Lander
(países) que integran la República Federal de Alemania, siendo la estación de Colonia una de las más importantes. Y esto se debe a que Colonia, aun cuando no es la capital del
Land
de Renania del Norte-Westfalia, Dusseldorf, es, sin embargo, la ciudad más próxima a Bonn, y por ser la capital de la república, Bonn es el centro neurálgico del Gobierno. Por tanto es una ciudad llena de extranjeros, y el BND, al contrario de su organización hermana de contraespionaje, el
Bundesverfassung-schutz
, se ocupa del espionaje más allá de las fronteras.

Morenz aceptó la invitación de Aust para que tomase asiento, mientras se preguntaba qué había hecho mal, si es que había hecho algo equivocado. Su respuesta fue: nada.

—Mi querido Morenz, no quiero andarme con rodeos —dijo Aust, mientras se limpiaba los labios con un inmaculado pañuelo de lino blanco—. Nuestro compañero Dorn se jubila la próxima semana. Usted ya lo sabrá, por supuesto. Las responsabilidades que deja pasarán a su sucesor. Este es mucho más joven que él, y tendrá éxito, recuerde mis palabras. No obstante, entre esas responsabilidades hay una para la que se requiere a un hombre maduro, de más edad. Me gustaría que se encargase de ella.

Morenz hizo un gesto de asentimiento como si hubiese entendido. Pero no era así. Aust juntó las yemas de sus regordetes dedos y miró a través de la ventana, contrayendo el rostro en una mueca con la que pareció expresar su desagrado ante los caprichos y extravagancias de sus semejantes. Eligió las palabras con sumo cuidado.

—De cuando en cuando llegan a este país algunos visitantes, altos dignatarios extranjeros, los cuales, al final de todo un día de negociaciones o de reuniones oficiales, necesitan distraerse un poco…, entretenerse. Como es lógico, nuestros diversos Ministerios se sienten felices de llevar a sus invitados a restaurantes exquisitos, conciertos, la ópera o el ballet. ¿Me entiende?

Morenz hizo de nuevo un gesto de asentimiento. Estaba más claro que el fango.

—Por desgracia, también hay algunas personas, por lo general de los países árabes o de África, a veces incluso también de Europa, que no tienen reparos en dar a entender con toda claridad que preferirían disfrutar de compañía femenina. Pagar por compañía femenina.

—Prostitutas —dijo Morenz.

—En resumidas cuentas, sí. Pues bien, antes de que las personalidades extranjeras que nos visitan se dediquen a abordar a los porteros de los hoteles y a los taxistas, o comiencen a rondar por delante de esas ventanas iluminadas de rojo de la calle Horn o se metan en líos en bares y en clubes nocturnos, el Gobierno prefiere sugerir un determinado número telefónico. Créame, mi querido Morenz, esto se hace en cualquier capital del mundo. No somos una excepción.

—¿Mantenemos casas de putas? —preguntó Morenz.

Aust se escandalizó.

—¿Mantener? Por supuesto que no. Nosotros no las mantenemos. Nosotros no las pagamos. Los clientes lo hacen. Así como tampoco nos aprovechamos, y en esto he de hacer hincapié, de ningún tipo material que podamos obtener en lo concerniente a las costumbres de algunas de las personalidades que nos visitan. No recurrimos a la llamada «trampa de miel». Nuestras leyes y normas constitucionales son bastante claras al respecto y no han de ser infringidas. Las trampas de miel las dejamos para los rusos y… —prosiguió el director, dando un suspiro— para los franceses.

Entonces cogió de su escritorio tres carpetas delgadas y se las entregó a Morenz.

—Ahí tiene a tres chicas. Cada una con un tipo físico diferente. Le estoy pidiendo que se encargue de este asunto porque usted es un hombre casado y maduro. Tendrá que supervisarlas con cierto espíritu paternal. Asegurarse de que asisten al médico con regularidad y de que están presentables. Vea si están fuera, o enfermas, o si se han ido de vacaciones. En resumidas cuentas, ocúpese de si están disponibles o no.

»Y ahora, para finalizar, lo siguiente. A veces recibirá la llamada de un tal Herr Jakobsen. No haga caso alguno de si la voz que le habla por teléfono cambia, siempre se tratará de Herr Jakobsen. De acuerdo con las preferencias y los gustos del visitante, de los que Jakobsen le pondrá al corriente, elija a una de las tres, establezca el momento de la visita, asegúrese de que la chica está disponible, y Jakobsen volverá a telefonearle indicándole la hora y el lugar, que él habrá acordado con el visitante. Después de todo esto, lo demás se lo dejamos a la prostituta y a su cliente. No se trata de un trabajo agobiante, en realidad. Así que no tiene por qué interferir con sus demás obligaciones.

Morenz cogió las tres carpetas y se puso en pie, encorvado como siempre. «¡Qué maravilla! —pensó cuando salía del despacho—. Treinta años de abnegado trabajo para el Servicio Secreto, cinco años de aquí a que me retire, y ahora me convierto en una alcahueta al servicio de unos extranjeros que quieren pasar una noche de juerga».

Noviembre de 1983

Sam McCready se encontraba sentado en una oscura habitación situada a gran profundidad, en los sótanos de la
Century House
de Londres, sede del cuartel general del Servicio Secreto de Inteligencia británico o SIS, llamado equivocadamente MI-6 por parte de la Prensa y al que las personas allegadas denominan «la Firma». Estaba contemplando una pantalla titilante en la que se veían desfilar la masa de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (o al menos de una parte de ella) en una procesión interminable que cruzaba la Plaza Roja de Moscú. Los dirigentes de la Unión Soviética se complacen en convocar todos los años dos monstruosas paradas militares en esa plaza; una, con motivo de la festividad del primero de mayo; la otra, para conmemorar la victoria de la «Gran Revolución Socialista de Octubre». Esta última se celebra el siete de noviembre, y en ese día estábamos a ocho. La cámara se apartó de la fila de tanques que se deslizaba por delante de la tribuna y enfocó el mar de rostros que se apretujaban por encima del mausoleo de Lenin.

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