El manuscrito carmesí (56 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Contar lo sucedido en los meses que siguieron no es empresa sencilla. Procuraré —ahora que me es posible— olvidarme de mí; procuraré quedarme al margen, aunque al margen estuve un poco siempre, o consiguieron que estuviese. Procuraré ser objetivo, y no mezclar en el relato mis sentimientos de fracaso y decepción, la inestabilidad, e incluso el desequilibrio, que me poseían, y que me empujaron a mudarme, sin razones evidentes y con frecuencia, desde la Alhambra a la alcazaba del Albayzín, y viceversa. Procuraré enumerar los hechos de manera ordenada, si es que se puede enumerar con orden el desorden sin falsearlo: para describir los objetos que componen un informe montón, hay que extraerlos de uno en uno, individualizarlos, catalogarlos, aunque volvamos luego a revolverlos como estaban.

Después de mucho reflexionar sobre el episodio más trascendental de mi vida pública (aquel en que el destino me había acorralado, y en el que ni siquiera se esperaba de mí otro gesto que el de acatar su fallo), he concluido que a las negociaciones con los reyes cristianos se llegó por tres vías, conducentes las tres a la misma meta, pero no siempre paralelas. A través de ellas me propongo exponer los hechos con la visión de hoy, más completa y más clara que la que entonces tuve. Los cronistas —aún los más afectos, como Hernando de Baeza— sólo tendrán en cuenta una u otra de las vías, y las tres eran simultáneas.

La primera fue la situación de la ciudad, más desastrosa cada día, que saltaba a la vista, aunque no en todo caso saltasen a la vista sus orígenes o sus agravantes. La segunda vía no fue nada físico, ni perceptible por los ciudadanos granadinos, desdichados protagonistas —no agentes, sino pacientesde la primera; esa segunda vía la recorrieron subrepticiamente mis apoderados y los del rey de Castilla. La tercera, invisible no sólo para los granadinos sino hasta para mí, fue una tortuosa maraña de infidelidades, subterfugios y argucias, con las que ciertos personajes de ambas cortes —doloroso es reconocer que, sobre todo, de la mía— se beneficiaron a costa de mi Reino. Y, finalmente, será innecesario insistir en que la realidad es siempre más compleja que el relato de la realidad; como aquel informe montón de objetos a que me refería es más complejo que la suma o la enumeración de todos los objetos. Porque estas tres vías de que hablo no eran independientes entre sí, ni siquiera estaban trazadas con nitidez; según la conveniencia de quienes las utilizaban, ellas se enfrentaban o coincidían, se entrecruzaban o se superponían.

Eran los cambiantes intereses de las personas y los pormenores acumulados del ambiente general los que las dibujaron y rigieron.

A partir del mes de junio Granada fue una ciudad que había perdido la cabeza, y no aludo solamente a mí, que continuaba siendo su cabeza más nominal que efectiva.

De una forma impalpable, pero progresiva y rápida, fue siendo dominada por el pánico y por una sombría sensación de catástrofe.

Al comienzo, el pueblo reaccionó con una especie de taciturna resignación: como en esos casos en que, dada por supuesta una inevitable desgracia, no se menciona en las conversaciones. Las gentes intentaban no ya hacer su vida habitual, pero al menos que pareciera habitual lo que hacía; salvo salir fuera de las murallas —impedimento que ya era mortal para los agricultores—, se conseguía una imitación bastante tolerable de la normalidad. Pero, poco a poco, lo que había de falso en esa convivencia exacerbó los ánimos. No sólo el estar encerrados, sino la conciencia de estarlo, y la muda y recíproca interdicción de reconocerlo en público, crearon tensiones, suscitaron reyertas y fomentaron pendencias. Unos barrios se pregonaban preferidos ante otros; unos gremios friccionaban —lo que no había ocurrido antes— con los vecinos; unos ciudadanos conminaban a la abolición de lo que calificaban de privilegios ajenos. De modo imperceptible, o apenas perceptible, los pobres, que en Granada se habían caracterizado por su particular alegría tan a menudo envidiada por los ricos, al perder tal alegría, se sublevaron contra éstos, que, según los pobres ahora entristecidos, nunca habían perdido, y no perderían aunque la ciudad se perdiera. Las levas, que afectaban a unos y a otros, pesaban más sobre los pobres, cuyos medios de subsistencia dependían de sus manos, llamadas a servir al Reino, por cuyo bien común abandonaban o relegaban el propio. Las exacciones, imprescindibles para el armamento y el sostén del ejército y para la construcción de las defensas con que oponernos al cerco, afectaban por el contrario principalmente a los ricos. Con lo cual el costo de la guerra —ni siquiera de la guerra, sólo de la resistencia— desagradaba a todos. Y aún más si consideraban, como lo hacían, que era inútil seguir. La ilusión era irrecuperable para ricos y pobres, y el derrotismo los agobiaba por igual.

Los campesinos, ante los campos incultos, se hundieron en una consternación hostil. Se les veía, no bien amanecido, acodados en las murallas, columbrando con ojos húmedos las eras de la Vega, las almunias, los huertos, las pardas rastrojeras en que se habían convertido sus lujuriantes plantaciones. Es imposible que quien no ame la tierra como nuestros labriegos la aman, quien no haya trabajado en su minúscula y mimosa artesanía, con la que no doblegan, sino que acarician y embellecen a la naturaleza, adornándola hasta transformarla de abrupta en dócil con sus bancales, sus acequias y sus puntuales riegos, es imposible, digo, que sienta, como sentían ellos cada mañana, la voz de esa naturaleza que llamaba a cada uno por su nombre y lo reclamaba y lo añoraba, por encima de quienes fueran los dueños por razones políticas, asunto que a ellos no les concernía y que habían acabado por odiar. Tanto que, ociosos y resentidos, se dedicaban por entero a conspirar, a urdir venganzas y a atajar por el camino que más derecho los llevase a su reencuentro con la tierra.

El comercio, que se desperezaba en cada alba y se enriquecía en nuestros zocos; que proporcionaba bienestar y comodidad a nuestros artesanos, cuyos productos salían de Granada en las manos de quienes aportaban los de otras geografías; que creaba apretados lazos, los únicos irrompibles en principio, sobre montes y mares, se ausentó.

La ciudad consumía lo que ella misma fabricaba, pero no todo lo que fabricaba, ni a medida que lo fabricaba. Muchos mercaderes, ocupados en el lujo, quedaron sin empleo, y los demás, ante la disminución o desaparición de las demandas, dejaron de producir las cantidades que antes producían.

Las operaciones de mayor envergadura, los cambios de moneda, las importaciones, los tráficos internacionales y marítimos, fueron abolidos. Y los perjudicados tampoco hallaban una razón ideológica o cordial que los compensase de su pérdida.

En cuanto a los soldados, se veían en tal inferioridad de condiciones, y contaban con tan poca simpatía de los ciudadanos, que inspiraban pena en lugar de admiración o de respeto. Ser soldado en tiempos de derrota es tan ingrato como ser alfaquí en tierra de infieles. Por otra parte, la flor de nuestro ejército había perecido, durante los inmisericordes meses anteriores, en las algaras emprendidas para mantenerlo saludable y vibrante. En las tierras de Alfacar y Puliana, en Maracena o en Tafía, en Yamur, en el Jaragüi, en Armilla y en el Rebite o el Monachil, quedaron muertos nuestros mejores guerreros, o de allí regresaron inutilizados por sus heridas. Tal era nuestra realidad, aunque las pérdidas de los cristianos fuesen dobles o triples, que nunca fueron tantas, aunque, para no darnos por vencidos antes de que nos vencieran, nos hubiese parecido vital esa sangría.

Moralmente, pues, la situación era irremisible. Y lo era desde mucho tiempo antes de que se manifestase como tal para los granadinos.

En cuanto al abastecimiento, nuestra insuficiencia no era aún comparable a la que padecieron hasta su rendición Málaga o Baza, pero también es cierto que los granadinos y los refugiados ya no podían achacar a nadie el hundimiento del Islam: su rendición no era una rendición más, ni su entrega otra más, sino la entrega y la rendición de cuanto sus creencias y sus abuelos fueron, les enseñaron a ser y los animaron a defender desde hacía siglos. ¿Qué les importaba que Granada no pudiese conquistarse por asalto ni por sorpresa, y sí sólo por un sitio que sería muy largo y que acaso diera tiempo a alguna alternación?

Qué les importaba que el aislamiento infligido por los cristianos no fuese total, y quedaran exentas de él las cuencas altas del Darro y del Genil, con los frutos de la huerta y de la ganadería de las vegas de Zenes, de Dúdar, de Quéntar y Beas, de Pinos Genil y Güejar—Sierra, aparte de los caminos arriscados pero andables de las alquerías y aldeas alpujarreñas, muchas de las cuales aún eran musulmanas? Los granadinos, aunque no se lo confesasen, ardían en deseos de zafarse como fuese de unas circunstancias que se les hacían insostenibles, y salir de las cuales como fuese, por el solo hecho de salir, se les antojaba un bien inapreciable.

Y tampoco les importaba contar con defensas que eran otro bien inapreciable: la resistencia de Alfacar, por ejemplo, con la que todos los arranques cristianos, reiteradamente lanzados contra su fortaleza, no habían podido; o tener dentro de sus muros las dos ciudadelas mejor guarnidas y más grandes de Europa según mis noticias: la alcazaba del Albayzín y la Alhambra (entre las que yo oscilaba con Moraima y mi hijo Yusuf, acompañado por Farax, sin ton ni son en apariencia, aunque generalmente por causa de amenazas y atentados que había de eludir).

Y se manifestaban asimismo indiferentes los granadinos a las heroicas gestas que para animarlos toleraba yo, aunque estaban oficialmente vedadas; me refiero a las acciones campales, aceleradas y efectivas, que denodados jóvenes emprendían aún, y que sembraban la inseguridad hasta en el campamento de Santa Fe, cuyos muros algunas noches alcanzaron, matando centinelas, sorprendiendo guardias y asaltando convoyes. Pero los granadinos sólo tenían ojos para su mal, no para lo que los debía de alentar, y tampoco para el mal de sus enemigos, que en cierta amarga forma contrapesaba el suyo.

¿O es que se encontraban los cristianos en condiciones óptimas?

A causa de la suciedad y de la inmundicia de piojos, chinches y pulgas, se desencadenaron en sus reales epidemias que, por alto que fuese el nivel de sus hospitales, ocasionaban bajas y fugas. Faltaba el dinero, que no siempre lograban recaudar, ya porque se negaran los pueblos, ya porque los recaudadores lo sisaran, ya porque se aprovechara el papado y lo escatimaran las órdenes religiosas, abrumados todos por la prolongación de las campañas: ni a los súbditos ni a los aliados puede exigírseles un gran esfuerzo duradero. El agotamiento de los concejos, el desconocimiento de Castilla sobre qué era Granada, qué su Reino, cómo se desenvolvían las conquistas y qué se adquiría con su dinero, eran muy perjudiciales. La necesidad de hombres aumentaba al ritmo de nuestros asaltos; hubieron de establecerse por la Vega grupos de lanceros en turnos de día y de noche, y, alrededor de Santa Fe, trincheras, parapetos y avanzadillas surtidos por soldados, en una incesante actividad que los desalentaba al transformarlos de asediadores en asediados. Era tanta la perentoriedad que los reyes tenían de apresurar la entrega de Granada, ya que no su conquista, que tuvieron que intervenir con decisión, por procedimientos sesgados, para empeorar las condiciones físicas y morales de los granadinos y apremiarnos así a la negociación. Recibíamos noticias del malestar de los cristianos, que presenciaban el correr del tiempo y el gasto de sus arcas y de sus márgenes de recuperación, sin avanzar ni un sólo paso. Recibíamos noticias de la acuciante tentación que sufría Fernando de levantar sus tiendas, dejar una guarnición como testigo y aplazar hasta el próximo año, en que estaría ya deshecha Granada, la arremetida final. Recibíamos, a través de nuestros escuchas —que eran de vaivén en la mayor parte de las ocasiones—, los ecos de las desfavorables nuevas que les llegaban desde fuera a los reyes: el incendio de Medina del Campo, una de las ciudades más ricas de Castilla y la mejor proveedora por devoción a su reina; la muerte del príncipe heredero de Portugal, hacía tan poco casado con la hija mayor de los reyes, a la que le abrieron las puertas de Santa Fe transformada en una casa de duelo, hasta el punto de que tuvieron que enviarla a Illora, con don Gonzalo de Córdoba, a que él la consolase, ya que bastante tenían los soldados con sus propios desánimos. Pero los granadinos, desde que vieron blanquear el campamento, que encalaban los cristianos casi a diario precisamente para que fuese divisado y admirado, vivían obsesionados por sus propias heridas, y no cesaban de contemplarlas y agrandárselas a fuerza de hurgar en ellas. Con lo cual, cuando al acercarse el invierno se agravaron esas heridas para todos —sitiados y sitiadores—, la depresión de los granadinos llegó a su ápice y se produjo el estallido.

Los víveres empezaron a faltar en cuanto las nieves y los hielos obstruyeron los contactos con las Alpujarras, menguaron las posibilidades de viajes productivos, y los cristianos, más duchos que antes en atajos y en trochas, se adiestraron en impedir entradas y salidas. Con ello se produjeron motines de los más poderosos, que no veían suficientemente protegidos por los justicias sus bienes, sus casas y posesiones. Hubo saqueos, con los que los pobres buscaban su manutención a costa de los ricos; saqueos desenfrenados, en los que se llegó a matar propietarios, a arrasar mansiones, o a instalarse por las bravas en ellas, destruyendo sus jardines, acampando en sus suntuosos salones y atropellando a las mujeres de sus harenes. Las discordias civiles, que antes se basaron en diferencias políticas, se basaban ahora en profundas diferencias económicas, más insalvables todavía y más tajantes. El hambre, como consejera desatentada, hizo su aparición en este paisaje, incitando a quienes la padecían a una especie de locura. Los hambrientos se asomaban a las murallas a las horas de comer, e imaginaban cómo se saciaban los cristianos de los alimentos de que aquí carecíamos. Ya nadie recordaba que, no mucho tiempo atrás, cuando hacían presa nuestras tropillas en rebaños cristianos de vacas o carneros, hubo tanta abundancia de carne en Granada que por un dirhem pudo comprarse un arrelde de ella; hecha la digestión, el cuerpo olvida, y reclama una ingestión nueva. Ver a las mujeres con sus hijos en brazos, por las callejuelas, voceando su laceria y su indigencia; ver a los viejos sentados al sol contra los blancos muros, resignados a una muerte anticipada contra la que no hallaban remedio alguno; escuchar los gritos de numerosas cuadrillas que, sin otro quehacer, requerían que se llegase a un arreglo con los cristianos, o que se les permitiese a ellas mismas hacerlo; escuchar a los más exaltados pedir que se abrieran las puertas, y se les dejara ir al real de los enemigos para rendírseles; presenciar los continuos retos de caballeros cristianos bien atalajados y sustentados, aunque fuese sólo en apariencia, que se acercaban con plumas y estandartes para provocarnos y excitar a los súbditos a la rebelión, todos eran cuadros que originaban en quienes gobernábamos —aunque, como luego diré, no en todos— graves escrúpulos sobre nuestras decisiones.

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