El manuscrito carmesí (60 page)

Read El manuscrito carmesí Online

Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
8.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mi decisión —tomada a bote pronto, lo que los enorgulleció y los puso literalmente a mis piesfue, por tanto, que el alguacil mayor del Reino y el visir de la ciudad emprendieran, ahora oficialmente, las negociaciones. Hasta el menor movimiento de ellas tendría que llevarse entre nosotros tres con el más inexorable, rígido y absoluto de los mutismos.

Me informaron —aunque yo ya lo sabía, y ellos supongo que sabían que lo sabía— de que su emisario habitual era Hamet el Ulailas, un medio renegado medio comerciante, elegido por Hernando de Zafra y carente de toda moral, pero quizá por eso utilizable. A partir de ahora, sin embargo, convendría arbitrar el medio de tener algunos encuentros personales, porque desconfiaban —¡ellos, Dios mío!— del traductor, un judío llamado Simeón. Les pregunté si desconfiaban más de la persona o de sus traducciones, y me respondieron a la vez que de todo.

La primera carta, cuyo borrador tengo ante mis ojos, se la escribió El Maleh a Zafra delante de mí.

Era la respuesta a una suya anterior. Empieza: “Especial señor y verdadero amigo”, y despliega tal ristra de cumplidos respecto a Zafra y a los reyes que no pude sofocar la risa.

El Maleh leía al escribir:

—”Sus altezas, a los que no podré olvidar hasta la muerte...” —Ni yo —le interrumpí.

Él me miró con reproche, y continuó:

—”... porque conozco el bien que han hecho con nosotros”.

—Será contigo —dije.

—Así debe decirse, señor. Si no, no sigo —me advirtió entre amoscado y cómplice.

Yo aprendí la lección.

—”Por Dios y por mi ley que, si pudiese llevar Granada a cuestas, se la llevase a sus altezas, y esto lo habréis de creer de mí, y Dios me destruya si miento”.

—No te excedas, El Maleh.

Se sonrió a hurtadillas, y continuó escribiendo:

—”Y asimismo deseo mucho bien para mi señor, porque yo lo crié, y su bien y su merced está sobre mí y sobre mi casa, y querría que saliese por fin de esta loca gente con bien, aunque ella me ha tratado muy mal”. —Luego se precavía de las precauciones de Zafra—: “No quiero que sobre cada palabra que os escriba me pongáis una adarga por delante, y no penséis que respondéis a un enemigo, sino haceos cuenta de que soy un servidor”. —Y volvía del revés los argumentos de Zafra, dándole la razón para beneficiarse—: “A lo que decís de los enemigos que tiene en esta ciudad el rey mi señor y nosotros, y de que está poblada de gentes de muchas maneras, todo lo que decís es la verdad, y por eso ha resuelto mi señor no hablar en ninguna cosa, porque la gente no está aún madura”.

Levantó la vista de la carta y me dijo:

—Con esto comenzamos a demorar la fecha de la entrega y a mantenerla en nuestras manos. Ahora les hablaremos del secreto, que mucho nos importa.

Y le contó que su mensajero Ulaila trajo de Santa Fe mercaderías y las dio a un primo suyo para venderlas en la alcaicería, y que la gente se arremolinó, y hubo pesquisas, y yo y la gente quisimos saber su procedencia.

—”Y yo disimulé mucho, y quiso Dios que, en un encuentro con la gente, desbaraté todo su consejo”.

—Y seguía—: “Me dijo mi señor que no le deis más cartas a Hamet y que, si quisierais escribir, tomaremos un cristiano cautivo y hablaremos con él y harémosle que se torne moro y le enviaremos con la carta”. Y, de no poder ser, le pedía que estuviera diez o veinte días sin utilizar a Hamet el Ulaila —’Otra prórroga’, me dijo—, hasta que los granadinos olvidaran lo sucedido. Y, para enturbiarlo más, le relataba que un gomer preso había huido del campamento cristiano, y alardeaba en Granada de tener más noticias que nadie y de saber que el cardenal llegaría pronto, y que el real iba a alzarse, y que si no lo había alzado ya el rey Fernando era por no hallar jefes y capitanes que aceptaran quedarse.

—Esto le preocupará, y le enterará de que estamos enterados de lo que él nos oculta —comentó—.

Vayamos concluyendo:

—”El sultán y la sultana mis señores tuvieron mucho placer con la ropa que mandasteis dar al infante su hijo, y se encomiendan mucho a sus altezas, y querrían mucho por Dios que se quitase esta enemistad, y trabajan por Dios en ello mucho y yo con ellos”.

Firmó y selló. Me miró con cautela. Yo comprendí que no había hecho con él una mala elección.

Pronto, legitimadas las relaciones, propuso Zafra que mis representantes se entrevistaran en persona con él y con los reyes, e insistía en todas sus cartas. El Maleh le respondió que sería más fácil y reservado que el propio Zafra se reuniese con mis representantes, si ése era su deseo.

Pero había encontrado la horma de su zapato. Zafra le aclaró: “No os escribí que me quería ver con vosotros, sino que vinieseis a ver a sus altezas”, porque “así se tomaría más breve y más sana y mejor conclusión en los hechos” (que era lo que nosotros tratábamos de evitar para alargar los tanteos y obtener más ventajas). Cuando Zafra le habló de nuestras “necesidades” —palabra misteriosa e inconcreta—, y le ofreció concurso, El Maleh lo rechazó negando que tuviéramos necesidad ninguna, para impedir que creyera que estábamos ansiosos y oprimidos. Zafra le replicó plegando velas y a la vez soltándolas:

”Lo que con buena voluntad se escribe y a buen fin, no se debe tomar y responder de aquella manera, y, si tan sin necesidad estáis como, hermano, decís tanto, es mejor mi consejo para que no vengáis ni os veáis después en ella. Y tanto cuanto más sin necesidad estéis, tanto más servicio recibirán sus altezas” (y tanto más os recompensarán, daba a entender). “Las cosas que con amor se ofrecen, con amor se han de responder y recibir.

Así que, hermano, dejemos todo lo que no aprovecha y vengamos a lo que hace al hecho. Porque sus altezas” —agregaba— “no andan en todo sino por el camino de la verdad, que, si otra cosa quisiesen, buenamente podrían tener para ello; de modo que si sin necesidad estáis vosotros, mejor aparejo y disposición para esperar cualquier tiempo y negociación. Ya que sus altezas tienen gana de que esto se concluya en seguida, y ése es vuestro provecho, lo mismo debíais querer vosotros”. Más claro, el agua. Pero metía dentro del sobre una hijuela para ser leída sólo por El Maleh. Se quejaba en ella de Aben Comisa, “que no anda muy claro ni cierto en el servicio y bien del sultán y vuestro, y sospecho que ha gana de buscar algunas dilaciones para guiarlo por otro camino” (lo cual no es bueno ni para el sultán ni para vos, decía entre dientes, porque os quedaréis sin estipendios). “Y el alguacil” —remataba— “no mira lo de adelante, ni que el hijo de su señor está cautivo, ni que su señor todos los días y horas y momentos tiene su persona y estado en peligro”.

Traducido: tenlo también tú en cuenta y muy presente, “pues vos sois tan cuerdo que sabéis por qué lo digo y todo lo entendéis bien”.

Y cerraba con la aclaración de que, si nosotros no teníamos necesidades, “sus altezas, Dios los guarde, con muchísimas menos necesidades están”.

Yo no oculto que me solazaba con una esgrima en que cada cosa que se decía quería decir más que nada lo contrario, y precaver de otra no dicha, y sugerir muchísimas más, y anunciar otra que tampoco se iba a decir jamás. El Maleh, por orden mía, postergaba la visita a los reyes que reclamaba Zafra. Yo quería cerciorarme antes de que la representación que Zafra se arrogaba era auténtica, y eso era lo que los reyes, con la visita, querían a su vez ratificar respecto de Aben Comisa y El Maleh.

Pero nosotros tuvimos más paciencia y más habilidad. A la petición de El Maleh de que convendría que los reyes nos escribieran a Aben Comisa y a mí para ablandarnos (lo que de verdad perseguía era que confirmaran, bajo su fe y su palabra, que les darían buen trato, protección física, seguridad y gratificación), los reyes, incomodados, escribieron dos cartas: una para mí y otra para mis representantes.

La mía era taxativa; la había redactado seguramente Zafra. “No pudiendo creer ni creyendo, según la voluntad que en nosotros hallasteis y conocisteis, y según lo que de vuestra bondad conocíamos, que cosa alguna de lo pasado procedía de vuestra voluntad, y asimismo no queriendo por todas estas causas ver el fin de vuestro perdimiento... en tanto que tenéis tiempo de servirnos, tuvimos por bien que vuestro secretario escribiese a vuestro alcaide y criado lo que creemos que habréis visto, y porque todo ha procedido y procede de nuestra voluntad y ello escribió por nuestro mandado, acordamos de escribiros así para que de esto fueseis sabedor”. O sea, la petición encubierta había sido admirablemente comprendida, y no menos admirablemente satisfecha.

Si mi carta era diáfana, la de los otros dos, más aún: “Hemos visto el deseo y gana que decís que tenéis de servirnos, lo cual no dudamos, dada la voluntad que siempre tuvimos de haceros mercedes... Creyendo que para atajar y enmendar todo lo pasado, con nuestra ayuda y mediante el favor de Dios, el sultán y vosotros tenéis ahora entero poder... Pues de venir luego a nuestro servicio os vendrá todo bien y seguridad y reposo, y somos ciertos que en todas las cosas el sultán vuestro amo está a vuestro consejo y pensar, os encargamos que deis pronto, en todo, aquel fin y conclusión que a nuestro servicio y al bien de vuestro amo y de vosotros cumple, certificándoos que, poniéndolo así en obra, recibiréis de nos señaladas mercedes... y haciendo lo contrario —lo que dudamos— de aquí en adelante, en todo lo que se hiciere, no tendréis justa causa ni razón de quejaros, y la culpa de todo será vuestra. Y no penséis que alargar este hecho aproveche vuestros negocios, antes sed ciertos de que toda dilación os es dañosa”. Y se despedían con una garantía frente a la competencia de otros negociadores: “No creáis que nos placerá que este trato se trace por otra vía ni por otra parte”; pero con una admonición: “pues por esta manera habrá más breve y mejor conclusión para lo que os cumple”.

Aquella tarde nos reunimos los tres en la alcazaba para comentar las dos cartas y responderlas.

¿Cómo continuar aplazando la entrevista con los reyes?; porque, si estaban tan impacientes, cuanto más nos resistiéramos, mejores condiciones obtendríamos. El Maleh resolvió escribirle a Zafra que estábamos contentísimos con las cartas reales; de ellos dos añadía:

”Besamos su muy honrada carta, y la pusimos sobre nuestras cabezas, y determinamos con entera voluntad servirles y hacer cuanto nos mandaren”. Para que no mintiera del todo, yo le obligué a ponerse la carta sobre la cabeza, y así lo hizo burlando. En cuanto a la entrevista, ponía muchos inconvenientes: había de tenerla uno de ellos dos, porque introducir una tercera persona prolongaría el negocio y arriesgaría el secreto; secreto que también se arriesgaría yendo ellos, puesto que “no podemos estar una hora ausentes de nuestro señor, porque es costumbre que todos los caballeros y la gente nos hallen de continuo juntos para desempacharles”, y entrarían en sospecha de no encontrarlos, y, si la gente se enterara de las negociaciones antes de concluirlas, no sería bueno.

Así que proponía aplazar la entrevista “hasta que acabemos con sus altezas y tengamos vuestro despacho en nuestro poder y estemos seguros de vosotros; entonces daremos orden y pensaremos cómo se hará el negocio y se ablandará la gente”. Luego, con destreza, transigía: “En todo caso, vaya uno de nosotros, pero ha de ser de manera que ha de ir y volver en la misma noche, y que en amaneciendo esté en su casa”. A tal fin era necesario el seguro de sus altezas para la ida, la estancia y el retorno, y que el silencio fuese total salvo para sus altezas y Zafra.

A los reyes, Aben Comisa y El Maleh les respondieron poniéndose como una alfombra a sus pies.

“Nuestra voluntad y gana es enteramente servir a vuestras altezas hasta que alcancen su voluntad y querer, y por esta causa escribimos a vuestro servidor, vuestro secretario, nuestro hermano, Hernando de Zafra...” Mi respuesta fue simple. A sus bífidas declaraciones de amor, respondí repitiendo una docena de veces la palabra honrado: yo, su carta, ellos, su secretario, mis alcaides, otra vez su carta y otra vez ellos. Protestaba de que “nunca se quitó nuestra amistad ni se quitaría”, y aclaraba que, a su petición de “que viniésemos pronto a vuestro servicio antes de que nos alcance alguna necesidad y alguna falta” (para que comprendieran que había comprendido su amenaza), les hacía saber que, “si vuestro servidor no estuvo a vuestro servicio, fue por la necesidad de la gente de esta ciudad, que él nunca se quitará de vuestro servicio, con necesidad o sin ella”; si no cumplí, fue “por el inconveniente de los tiempos y a causa de lo que nos acaeció con la gente de esta ciudad”, que atentaban contra mí “diciendo que estaban muy fuertes y que no tenían necesidad ninguna” (esto debía ser subrayado), porque aquí “hay mucha gente, y eran descorteses con su señor, y solían levantarse contra él en tiempos de las divisiones” (ya no), “y han menester quien los ablande y allane”. Al final reconocía que mis servidores me representaban.

“Saludos muy honrados, y la bendición y la piedad de Dios sobre vuestras altezas”.

Por la noche vino a verme El Maleh con una hijuela que, a espaldas de Aben Comisa, iba a agregar a su carta a Zafra.

—Zafra, señor, desconfía de Aben Comisa.

—Si Zafra desconfía, yo debo confiar.

—Si desconfía es porque el alguacil es torpe, no porque sea leal a ti.

—La torpeza también puede ser útil: tú la finges a veces, y más se ganará.

En la hijuela le decía a Zafra que, “por Dios”, la carta de sus altezas no habría sido, “por Dios”, necesaria, sino que Aben Comisa lo expresó mal. “Éste es un lerdo y ha menester que lo aconsejen. Yo, con la ayuda de Dios, le enderezaré a él y a los otros con la buena voluntad que tengo de servir a sus altezas. Yo le aquejo que vaya él a entrevistarse, y no puedo con él, que parece que está muy temeroso” (era mentira: quería ir él), “y por esta causa pedí el seguro para los dos” (¿no acusaba al otro de haber pedido la carta de los reyes?), “porque yo, yendo o no yendo, soy servidor”. Después se enredaba al insistir en que él guardaba el secreto “hasta con Aben Comisa”, para insinuarle a Zafra que él hiciera lo mismo, y “juro por Dios que yo querría ver a sus altezas antes hoy que mañana, y que el día que ahora pasa sobre mí me parece un mes”; pero que había tenido una malísima caída de caballo, y que poco a poco se recuperaba “gracias a Dios y con la buena dicha de la carta de sus altezas. Plegue a Dios que no mienta mi pensamiento de vos ni vuestro pensamiento de mí, y seremos causa del bien de nuestros señores, y ganaremos los dos” (ahí no quería ambigüedades: sólo los dos) “la honra y el honor y la fama y las mercedes en la casa real”.

Other books

The War Widows by Leah Fleming
Falling for the Boss by Elizabeth Lennox
Emerald Fire by Monica McCabe
Sweet the Sin by Claire Kent
Chasing Gideon by Karen Houppert
The Captive by Robert Stallman