El manuscrito carmesí (62 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Mientras le hablaba, y aun después, Zafra era un puro hormigueo.

Como supuse, Hernando de Zafra recibió y conferenció en Granada con bastantes notables, y los llenó de regalos y de halagos: verde de Florencia para jubones, terciopelos para sayas y grana de Londres para calzas. Como si a fuerza de telas se pudiesen cubrir otras vergüenzas que las que en serio no lo son. Con disfraz de acemilero entró en el Albayzín el despreciable, y en sus dos acémilas llevaba un cúmulo de sobornos con que corromper albedríos. Pero ¿qué me importaban diez o doce traiciones más, cuando era el acomodo de mi pueblo lo que yo más quería?

Nada más regresar Zafra a Santa Fe, escribieron los reyes a Aben Comisa. Quizá a El Maleh lo daban por perdido; por lo menos, yo tuve que resignarme a escuchar sus lamentos. “Recibiréis de nos las mercedes que merecéis... no podemos pensar qué cosa os mueva a querer alargar este hecho, pues con ayuda de Dios, estando aquí nosotros, no es muy grave al rey ni a vosotros tomar luego conclusión en lo que a nuestro servicio cumple.” Y también me escribieron a mí, tachándome con suavidad de no haber quizá entendido sus peticiones.

“Porque parece, por lo que habéis escrito, que no habéis entendido bien lo que sobre esto escribimos, mandamos aclararos lo que antes os habíamos escrito” (ésa fue la razón de la visita de Zafra, que no me aclaró mucho, pero a quien yo sí le aclaré algo), “que es que a nos placerá que, rebajando vos mucho del término que pedís, y alargando algún término más de los treinta días que os dimos, se os cumplirá lo que solicitáis”. Tan a la ligera aceptaban mis condiciones que me daba muy mala espina, como si ya por adelantado pensaran infringirlas. Diez días me daban para mandar a uno de mis representantes a la reunión definitiva, y, en otro caso, me conminaban: “No queriendo vos cumplir en la manera que aquí decimos y antes os lo escribimos, no penséis ni creáis que quedamos obligados para cumplir con vos cosa alguna de lo que de nuestra parte se os ha dicho o escrito”.

Estaban tan nerviosos que convenía, en consecuencia, ponerlos más aún. No mandé a nadie en los diez días; sólo mandé a El Maleh que le escribiera a Zafra con subterfugios. La carta era como tenía que ser: incoherente. Le informaba que había recibido una suya con el salvoconducto, “y estoy maravillado de que Hamet el Ulaila no os dijera mi enfermedad” (era una fantasía), “porque desde el día que de aquí partisteis no me levanté de la cama, y yo os juro en Dios y por mi ley que toda la noche me levanté al bacín, con perdón, diez y doce veces, y creo que tengo frialdad, y asimismo creo que tengo diviesos en el brazo” (¿quién podría, pese a la gravedad de la situación, no reírse?), “y no puedo vestir salvo la camisa sola, y hoy pienso que el cirujano me los abra”. Por tan diversas y lastimosas peripecias no fue a ver a los reyes: “Juro por Dios y por el quitamiento de mi mujer, que soy servidor de sus altezas de corazón y voluntad limpia, y como vos deseáis que esta ciudad sea suya, ese mismo es mi deseo”.

Y, puesto que porfiaban que bastaba de cartas y se remitían a una entrevista personal, y él no podía ir, “ved vos, si os pareciese, que vengáis y que traigáis poder de sus altezas para que concluyáis acá.

Enviadme a Hamet y yo os enviaré a mi primo y a la guardia, si quisiéreis, para recibiros”. En una hijuela secreta le ofrecía ir, si mejoraba; pero que no podía estar más de una hora en Santa Fe y había de tornar la misma noche, “porque esta gente no me deja holgar, y me exige en los negocios como si estuviese sano: bien lo visteis cuando estabais aquí”.

Yo me figuraba a Zafra, enloquecido, mandando a diestro y siniestro mensajes y billetes. En sólo un día supe de cinco personajes granadinos a los que trataba de seducir. A los míos y a mí no nos convenía excedernos: las negociaciones tenían que hacerse con El Maleh y sin el conocimiento de nadie; aunque no creía yo que Zafra tirase, publicándolas, piedras contra su tejado. Por eso, El Maleh volvió a escribirle. Le confesaba que había mejorado del vientre, aunque se le quedó dolor de cabeza. “Con todo, determino con la ayuda de Dios ir a la presencia de sus altezas y paréceme, si a vos os parece bien, llevar conmigo al hijo de Aben Comisa, porque llevando al hijo se atará el padre y trabajará con nosotros.” La cita era para la noche del viernes al sábado; el consentimiento se daría el jueves por la noche; y el viernes, de día, habían de hacerse ahumadas, que era la contraseña, en la alquería de Churriana, a la que debía ir, para que él se encontrase seguro, don Gonzalo Fernández de Córdoba. El final de la carta era un galope: no podía estar sino una hora; las capitulaciones del común de la ciudad, y las mercedes y sobornos, tenían que estar ya escritas; los privilegios de la familia real quedarían para después de la entrevista con sus altezas; sus dos mil reales por año habían de doblarse a cuatro mil; saludos a don Gonzalo, y “al escribano Samuel, que tenga todas las escrituras sacadas en arábigo y saludos, y fecha lunes”. En la hijuela privada, le agradecía los dos zamarros que le había regalado para abrigarse, y le interrogaba sobre el tipo de poder mío que debía llevar: “Lo pediré a mi señor, aunque para conmigo no será menester nada de esto, que con lo que quedare con el sultán mi señor aquello ha de ser”. No sé si lo escribió para que lo leyera yo y descansara más en él; pero tampoco sé si incluyó en el sobre una segunda hijuela además de la de los zamarros. Prefería creer que no.

Esa misma noche intercepté una carta de El Pequení que él no me había mostrado. La copié, y le di paso libre. Proponía mejorar las condiciones: un plazo de dos meses o de cincuenta días; la entrega de un lugar o dos —Mondújar o Andarax o Dalías— antes del fin del plazo, con lo que se “ablandaría” la gente, y serviría para ver su voluntad; petición de un salvoconducto para un mensajero; licencia para la sementera una vez que estuviesen las voluntades “blandas” (qué manía la de este alfaquí, como la de todos los sacerdotes, por ablandar a golpes); permiso de ir y venir para la gente, “lo que la ablandará mucho; en cuanto a los cautivos, cuantos más sean más bien hay en ello, y mucha blandura, y que de las tahas de las Alpujarras sea yo alcaide como era Muley Zuleigui, y lo pido desde ahora porque creo que otros lo pedirán, y en lo de mi ida allá, tengo un huésped que me la estorba” (fantasía también). “Téngame por excusado, que yo iré la primera vez que venga Hamet.” (Hamet era el que me dio la carta. En el fondo, todos lo mismo: traidores de ida y vuelta: vender bien el burro, que no era suyo además, y no arriesgarse a dar la cara, inventando para ello huéspedes o diarreas.)

Cuando al amanecer del sábado volvió de Santa Fe El Maleh, lo encontré ensimismado y pensativo.

—Ni yo mismo sé por qué —me explicó—. Todo ha ido bien. Todo ha ido demasiado bien. Quizá por eso me preocupo. No logro fiarme de esos reyes. Esta vez no han hecho hincapié en el punto del plazo. Dan la impresión de que esperan conseguirlo por otras vías, gracias a otros manejos. Algo me huele mal. Y, por si fuera poco, en el camino de vuelta se me han ocurrido algunos capítulos del común, y otros tuyos (incluso algunos míos) que faltaban. Puesto que están en buena disposición, apretemos las tuercas, que luego será tarde. Si me autorizas, escribiré a Zafra ahora mismo, y que complete con esta tanda los legajos.

Se sentaba a escribir, cuando agregó:

—Vi a don Gonzalo, y me dijo que aceptaría una invitación tuya a visitarte.

Lo que escribió fue un anuncio del envío de nuevas solicitudes, y otro del envío de unos alpargates para la mujer de Zafra. Y, por supuesto, la petición para él de la alhóndiga del pescado, con derechos y provechos y, si no, la plaza de los zapateros y el provecho del degüello de ganados de la aduana, “aunque la mayor merced que me habéis de hacer es que tenga yo favor en casa de sus altezas y con todos sus servidores, y que me cuenten como uno de ellos, y que me quede la casa de sus altezas abierta para suplicar por todos los que me vinieren a rogar, como tengo hoy en casa de mi señor; no sea que se haga lo que han menester de mí, y después me echen”. Y rogaba el secreto una vez más, y que, para guardarlo, se castigase en Santa Fe a quien hablara con cualquier moro en donde fuera, y que se pregonara la prohibición, porque él había escuchado lo que no le gustaba en el real. (Por lo que me dijo, le habían llamado hijo de puta.) Y, como en un rapto, añadió una posdata: que habían llegado dos navíos a Adra con mil fanegas de trigo cada uno y con noticias de que, en Vélez, once navíos desembarcarían trigo de limosna y caballos, “y estoy maravillado de vuestra armada cómo los deja pasar.

Poned esto a buen recaudo y encomendadles que guarden mucho la mar.

Y saludos”.

—¿Es cierto eso que escribes?

—Qué más quisiéramos; pero así queda claro que, si fuese cierto, nosotros no estaríamos tan mal, ni serían ellos tan buenos sitiadores.

El que ría el último será el que mejor ría.

—Me temo que a nosotros para entonces se nos hayan cortado las ganas de reír.

El Pequení, por su parte, machacaba a Zafra con la insistencia de que a los firmantes de las capitulaciones los acompañara un alfaquí: como sacerdote, legalizaría mejor el documento, y “ablandaría” a los otros alfaquíes, y daría al acto mayor solemnidad. Puesto que Zafra había sugerido, a instancias del propio interesado, que fuese él mismo, El Pequení reforzaba: “yo lo querría también, pero El Maleh no llevará consigo sino a quien sepa menos que él y a quien aprecien menos sus altezas”. El resultado fue que, en contra de El Maleh, se eligió a El Pequení para acompañarlo.

Pero el resultado inapreciable fue que, en este largo toma y daca de dos o tres o cuatro cartas diarias, avanzaba noviembre.

El mensuar de la guardia entró precediendo a una figura encapuchada y encapotada de negro hasta los pies. Cuando se descubrió, vi a don Gonzalo. No lo esperaba tan pronto, aunque era ya noche cerrada. Así que, con la sorpresa, no pude evitar que me besara la mano.

—¿Qué hacéis? —exclamé.

—Ya lo veis, señor: manifestaros mi respeto.

Hasta ese momento, empeñado en tantos pormenores y accidentes que me excedían a diario, no había encontrado el tiempo —o acaso no deseaba encontrarlo— para reflexionar sobre la magnitud de lo que sucedía. Y, de improviso, ante el gesto más compasivo que devoto de don Gonzalo, se me impuso. Me pasó a mí lo que supongo que le pasa a alguien cuyo joven hijo ha muerto: se ocupa de los trámites y de las recepciones, y de que esté a su hora la comida, y atendidos los huéspedes; hasta que llega el pariente que más quiso a su hijo, y en ese instante todo el tamaño de la pérdida se manifiesta, y recuerda de golpe la luminosa infancia del niño que nunca iba a morir, y sus dulces ojos y su dulce esperanza, y toma cuenta de que ha ocurrido lo que nadie hubiese pensado y de que él sigue vivo todavía, y se derrumba llorando en brazos del pariente.

Tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no caer en los de don Gonzalo. Logré esbozar una pobre sonrisa, y abrí los míos en signo de impotencia, y, sin saber qué hacer con los brazos extendidos, le indiqué una jamuga. Él aguardó de pie a que yo me sentara, y se sentó en el diván cerca de mí.

—No represento a nadie, señor; no hablo en nombre de nadie.

Agradezco que hayáis autorizado esta visita, que no tiene fundamento ninguno, ni otro propósito que el de expresaros mi afecto.

Sentí un picor en la garganta; tragué saliva un par de veces para que desapareciera. Algo ascendía tras de mis pómulos, y me avergonzó que los ojos se me llenaran de agua; tenía que evitar que resbalara. Desvié la cabeza hacia otro lado. Dejé pasar un tiempo.

—¿Puedo ofreceros algo de comer o beber? —le pregunté, una vez recuperado.

—Ya me habéis ofrecido lo que vine a buscar y lo que pronosticaba: la lección de vuestra impavidez. El triunfo no es la mejor medida de los hombres, y menos de los reyes.

—Me conforta oíroslo decir.

Creo que no se le ha ocurrido a nadie, y seguro que a nadie se le ocurrirá nunca, juzgarme como vos me juzgáis. Si es que no se trata de una adulación o de una cortesía.

—No habría venido hasta aquí, tan a escondidas, para halagaros sólo. Ni me importa lo que escriban quienes escribirán estos sucesos que nosotros vivimos. Ellos vendrán después; traerán limpias las manos, y con ellas dibujarán un cuadro comprensible, y una frontera insalvable entre nosotros dos. Y contarán, con laudatorias o amargas frases, según su bando, cómo por fin se arruinó esa frontera. Las crónicas conviene que las comprendan los pueblos y los niños: tienen que ser muy simples, y enaltecedoras de lo que les beneficie enaltecer. El malo es el que pierde, y el bueno es el que gana. El que gana es siempre además el que cuenta la historia.

—En ese caso, don Gonzalo, yo no me hago ilusiones; los dos bandos coincidirán en una cosa: para uno y para otro, el malo seré yo.

El malo es el que autoriza con su sello el desastre, el que abandona, el que se va.

—Pero yo sé lo que no sabrán otros: todos los vuestros, de uno en uno, os han abandonado de antemano; se han ido en busca del sol nuevo; os han dejado solo. Yo los he visto en Santa Fe, señor: cuanto más ricos, antes; cuanto más poderosos, más sumisos. Fiables en Granada no quedan sino los que no tienen nada que perder más que la vida, y ni ésos. Delante de la tienda de mis reyes, han tropezado unos con otros con las prisas; se han arrebatado unos a otros la palabra; han intentado venderos siempre que les supusiese una ventaja; han firmado su contrato de alquiler con el nuevo amo de la casa antes aún de que el antiguo la desalojara.

—Lo sé, lo sé; pero la historia la van a contar ellos.

—Perdonadme lo que os voy a decir, si es que os duele: con un pueblo como el que vos tenéis nada se puede hacer; sólo castigarlo como a un niño sin darle explicaciones, o distraerlo como a un niño, para que no moleste, sin darle explicaciones.

—Quizá la obligación de quien manda es educar primero.

—A nadie se le educa “in articulo mortis”. Vos recibisteis, con el trono, un pueblo sentenciado. Y habéis logrado diferir la sentencia y suavizarla para que hiera menos. Vuestro pueblo no entiende que se pueda perseguir algo, durante cientos de años, sin descanso; por eso el triunfo final ha sido nuestro. Vuestra grandeza personal, señor, consiste precisamente en lo que acaso se os reproche: en haber conseguido no ser ya necesario. Habéis luchado en estos meses últimos para que todo continúe lo mismo que hasta ahora, pero sin vos de ahora en adelante.

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