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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (66 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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Me repuse, auxiliado por Farax, y entramos. Era quizá mi jardín preferido. Mínimo y doméstico, acompasado y mecido por el agua y los pájaros, siempre me figuré que en él se dormiría bien.

En verano se esparce en su ámbito una suave penumbra, verdosa y fresca; en invierno, su orientación y los árboles altos lo resguardan de los vientos. Pero como en la Alhambra había otros cementerios dispersos, anteriores a éste, a cinco de los diez hombres los enviamos a ellos, y nos citamos cuanto antes en Mondújar.

La labor fue intermitente y melancólica. Era imposible realizarla con la pulcritud que habría deseado; el tiempo trabaja en contra nuestra hasta cuando ya hemos salido de él. Los ataúdes estaban quebrantados, sueltas las osamentas, fracturadas las piedras de las estelas y las magabrillas. Hube de sobreponerme a la angustia de acumular los restos sin saber con certeza de quién eran, o de quién habían sido. Disponía su colocación sobre los carros en el orden inverso al de la inhumación del día siguiente. Y a mi manera, oraba; pedía perdón a mi manera por esta intromisión perturbadora antes del Día del Juicio y de la Resurrección.

Allí estaban los soberbios sultanes de los mejores años, los príncipes frustrados, las sultanas madres de nuestros emires y adalides, los muertos a mano airada de la segunda rama de la Dinastía...

Cuanto hubo de relumbre y de usurpación había descansado allí por fin: el brillo y la ceniza, los sueños, las vanidades, los anhelos, los cuerpos armoniosos, los infinitos y coloreados mundos que caben en la reducida calavera de los hombres; los esqueletos esbeltos o combados, engarzados aún o desmandados ya; el breve relato exagerado de hazañas no siempre verdaderas, caligrafiado con primor sobre las alargadas losas, que duran mucho más que lo que narran... ‘Aquí concluye todo’, me decía; pero me lo decía de prisa y sin fijeza, porque tenía que ordenar aquel osario, aquel tremendo zoco de humildad. Entre las cenizas relampagueaban de cuando en cuando perlas desparramadas de algún collar, o filigranas de oro. De lo nombrado, ni su nombre queda: ¿quién aprende el discurso de las ruinas?

¿Cómo meditar sobre lo baladí de nuestra vida, ni sacar consecuencias que me consolaran del desdichado extremo en el que yo —o con pretexto de mí, o en mi tiempohabía puesto al Reino? ¿Cómo acusarme, o suplicar excusas? Mi labor ahora era sólo, bajo la espectral iluminación de la luna y unos pocos candiles, amontonar cuanto restaba de quienes, desde el húmedo silencio de sus fosas, habían depositado tácitamente su legado en mí, y a quienes yo sin duda había defraudado. Mi misión consistía en librarlos de las fatídicas contingencias provocadas por mí. Y la cumplí sin miedo en la noche más fría de diciembre.

Ahora, reunidos en una imponente asamblea, yacen en Mondújar.

Allí seré yo también enterrado.

Si la muerte le proporciona al hombre la sabiduría de que carece, supongo que ellos me habrán justificado y me recibirán cuando me llegue mi hora. Si la muerte no perfecciona al hombre, dará igual, porque ellos continuarán siendo tan escasamente virtuosos como fueron.

Si la muerte es el paso a la nada, nada seremos todos, ellos y yo.

Quizá esto último sea lo preferible; incluso lo probable. Después de haber tenido entre mis manos tantos despojos taciturnos e inexpresivos, ¿qué Día del Juicio cabe, o qué Resurrección? Pocos hombres hay tan perversos que merezcan un juicio condenatorio póstumo; pocos, tan excelentes que merezcan una resurrección. Resucitar no es imprescindible para quienes, por sus actos, aún viven en la memoria de sus agradecidos; es la mejor manera de inmortalidad que reconozco. Quizá la vida no se extingue jamás, sino que se transforma, irisada y ubicua. Y no porque triunfe de la muerte, sino porque lo invade todo, y todo es uno u otro aspecto de la vida mientras viene la muerte, y la muerte también. Pero el hombre, que no entiende casi nada más que su propia vida —y eso apenas—, a lo único que aspira es a resucitar para volver a ella. Cuánta es su pequeñez y, sin embargo, qué ansia de perdurar. De perdurar él mismo, siendo el mismo, en vez de confundirse con la naturaleza, que es la gran madre que no da explicaciones, porque, aunque las diera, resultaría inexplicable. Ella es el manantial y ella es el mar. No es cruel, ni piadosa. No se rige por nuestros cicateros e inminentes niveles. Cada oleada suya trae a unos seres y se lleva a otros. No es que se mueva la vida: la vida sigue inmóvil, cercada de fronteras misteriosas que lindan con la muerte. Nosotros entramos o salimos a ella o de ella —es decir, “estamos”—, mientras que ella “es”.

¿Podría decirse, entonces, que la vida es quien tiene la razón?

No, no la tiene; no la necesita.

Como no tiene alas, ni fragancia, ni exaltada lujuria: eso es cosa de pájaros, o flores, o de yeguas y percas; son peculiaridades. Y una fútil peculiaridad del hombre es la razón, como la de ruborizarse o la de sonreír, que lo distinguen de los animales. Pero él piensa —pensamos— que la razón es una corona y un camino infinito, y pierde la oportunidad de ser feliz. Es su inmodestia la que lo estropea. La felicidad consistiría en atenerse a su insignificancia y hacerse cargo de ella; en usar la razón para crecer, para multiplicarse y alegrarse, para ruborizarse y sonreír.

Pero, no: el hombre se hincha y se enmascara; desea aparentar más fuerza y un tamaño mayor...

Vanidad, vanidad. Como si nuestra forma de vida fuese toda la vida; como si los astros incontables fuesen un lujo de nuestro artesonado. Cuánta necia soberbia.

Somos como mi madre, como esos viejos trastornados que reducen el mundo a sus alcobas, y viven convencidos de que el exterior entero los acata, y el exterior no sabe ni que existen. Cuánta jactanciosa insistencia en permanecer siempre.

Ni este desabrigo de tener que inventar a Dios y una vida futura y una recompensa inverosímil, nos da la pauta de lo pobres que somos.

Porque si a un principio superior a nosotros es a lo que llamamos Dios, nos rodean los dioses; y si lo amenazante y lo terrible es Dios —lo cual sería muy triste—, es casi todo Dios... La vida sí que lo es. Un Dios perpetuamente de manifiesto y a la vez silencioso, providente y materno, creándonos y usándonos como se crea y se usa un instrumento, sosteniéndonos y dejándonos. Pero nosotros no queremos eso, no queremos sólo eso: queremos perdurar, y perdurar en la felicidad. Es decir, queremos ser precisamente dioses.

IV. Toda música cesa

“Si hoy presto oídos, escucho una música que viene de muy lejos, del pasado también, de cuanto ha muerto, de horas y signos distintos de los de hoy, y de otras vidas. Quizá la nuestra —y nosotros mismos no somos otra cosa que ella— no sea más que tal música. Porque todos fuimos alguna vez mejores, o más felices y más dignos. No obstante, toda música cesa.

Hasta en nuestro recuerdo toda música cesa.” Boabdil

Ya ordenados los hilos de esta costosa trama, para eludir que otros convenios de los reyes perjudicaran los que habíamos firmado, transigí con adelantar el día de la entrega. Se fijó el 6 de enero.

Yo percibía, pese a que los más cercanos a mí me lo negaban, chispazos de malestar entre los granadinos, ciertos alborotos y descomedimientos como de quienes, sus causas ya perdidas, se desmandan y tratan de vivir a cuerpo de rey —¿de qué rey?— los días que les quedan. Se habían asaltado casas de judíos, y de noche aumentaba la delincuencia. Era prudente, pues, apresurar los acontecimientos.

El día primero del año solar fue domingo. Nunca vi uno tan lóbrego. Había resuelto mandar en ese día los quinientos rehenes, con Aben Comisa y El Maleh a la cabeza. Apenas descendieron las sombras de la noche, no mediada aún la tarde, se agruparon los rehenes cerca del barrio de los alfareros.

Pero no pudo evitarse que, aunque el frío había recluido a la gente en sus casas, se corriera la voz, y se formó un tumulto en torno a ellos, que yo había mandado salir, desde la Huerta Chica de la Almanjara, por la Puerta del Poniente. Temí que un litigio cualquiera perjudicara la pacífica marcha de las cosas, e invitase o excusase la intervención del ejército cristiano, lo que acarrearía derramamientos de sangre. Con el pretexto de que recogiera un par de caballos y una espada que yo obsequiaba al rey Fernando, hice volver a Aben Comisa y le di una carta para que se la entregara en propia mano. En ella le pedía que aquella misma noche, con el mayor sigilo, mandara tropas a hacerse cargo de la Alhambra; al día siguiente, los que eran todavía mis vasallos, ante lo irrevocable, aceptarían, sin la tentación de levantarse en armas, la entrega de Granada. Así se eliminaban riesgos y contingencias.

Desde que recibió mi aviso, no dejó pasar ni una hora el ávido Fernando. A la medianoche envió una tropa capitaneada por Gutierre de Cárdenas, el comendador mayor de León. Vino, envuelta en el frío, por la parte de los Alijares, cuyo camino era el más discreto y apartado. En la Torre del Agua aguardaban a los cristianos Farax y Nasim; los introdujeron en la Alhambra por la Puerta de los Pozos. El amanecer, si es que iba a amanecer, aún tardaría.

Yo me encontraba en el salón del Cuarto de los Leones con doce dignatarios. Vi entrar, un poco pálido, a Farax, y comprendí que el destino había llegado. Despedí a mis caballeros, y les ordené retirarse a la ciudad. Yo pasé solo al Cuarto de Comares. En el trayecto me quité las insignias reales y se las di a Farax, que me besó las manos al tomarlas. Don Gutierre había distribuido sus soldados, que no eran muchos, en dos alas, para tomar posiciones por si fuera preciso. Lo recibí en el Salón de Comares. Lo había mandado adornar con diecisiete estandartes, arrebatados en diferentes épocas a los cristianos: alguno de ellos llevaba dos siglos y medio con nosotros. Al comendador lo cercaban unos pocos capitanes; vi en sus rostros tal fervoroso estupor ante el palacio como si se encontrasen con Dios en el Paraíso.

‘Sevilla, comparada con esto, es una casa pajiza’, oí decir a uno.

Tan absortos estaban, que hube de adelantarme hacia don Gutierre con las llaves de la Alhambra en las manos; se las tendí en silencio.

Él me reconoció, y me besó también las manos al tomarlas. Después de él, hicieron lo mismo los demás.

Yo le rogué al comendador de León con voz muy baja —el estupor y la expectación de la noche la agrandaban—que me diera un papel firmado con su nombre en que testificase como recibía la fortaleza y como el acto se hacía a su satisfacción. El recibo lo escribió un sacerdote de su comitiva; era rollizo y calvo y sacaba la lengua al escribir. Don Gutierre me lo alargó sin una sola palabra; sólo una acobardada sonrisa en algún rincón de su rostro. El patio todo era una muda bóveda. Alguien dejó caer una espada; el estrépito se desparramó sobre el pavimento y sobre el agua aterida del estanque.

—Ya no tenemos nada que hacer aquí. Vamos —dije a Farax. Y a Nasim—: Tú acompaña a los huéspedes. Y quédate con ellos, si es tu gusto.

Al salir de la Alhambra para ir a la Alcazaba, donde por la tarde había mandado instalar a mi madre y a Moraima con sus damas, vi que las tropas de don Gutierre ocupaban ya las torres y los puntos más fuertes del recinto. Me cayeron encima los versos de Yarir:

“¿Qué mansiones son éstas que a un triste no responden?

¿Es que han ensordecido, o es que son sólo ruinas?

Regresad, regresad a aquella venturosa e inolvidable tarde; porque, si hubiesen muerto estas moradas, nosotros moriríamos.”

El día anterior había sido tormentoso; éste, por el contrario, amanecía limpio y azul. Si no hubiera sido por la temperatura, se habría dicho que era primavera.

—¿Y Aben Comisa y El Maleh? —le pregunté a Farax.

—No venían con don Gutierre: prefirieron quedarse en Santa Fe.

—Cobardes hasta el fin —murmuré, y miré el inabarcable cielo.

Nos cruzamos con un grupo de cautivos cristianos que subía la ladera de la Sabica. ‘Ya nadie me reconoce’, recuerdo que pensé. Y dije:

—Van a unirse a los otros.

Celebrarán juntos una misa de acción de gracias. —’¿Qué sitio habrán elegido para profanarlo el primero?’, me pregunté. Y me respondí: ‘No me importa: eso es cosa de Dios’.

Entrábamos en la Alcazaba cuando oímos tres cañonazos. Farax me miró sobresaltado.

—Es la señal para advertir al campamento.

Me volví hacia el Levante.

—El sol no es fiel: acaba de salir cuando empieza para el Islam la luna nueva.

Luego, cerca de mis habitaciones, dije a los que me seguían:

—Aquel que pueda debe dormir algo.

—¿Me permites permanecer contigo? —me preguntó Farax.

—¿Es que lo necesitas? —Él asintió con desolación—. Pasa entonces.

Hacía frío en la alcoba, o lo tenía yo. Mandé avivar los braseros; uno despedía tufo.

—Que lo retiren —pedí—. Y que quemen un poco de madera de olor.

Farax puso su mano sobre la mía:

—¿Cómo te encuentras?

—No me encuentro. Y no quiero encontrarme. No me preguntes nada.

Quisiera dormirme, y despertar cuando todo esto empezara a olvidarse. O mejor, no despertarme nunca.

No conseguí dormir. Apretaba con tal fuerza los párpados que eso me lo impedía; puse tal fuerza en cerrar los oídos a lo que temía oír, que escuchaba mil ruidos interiores, como si tuviera la cabeza llena de vientos. Apreté tanto las mandíbulas que sentía dolor. Mi cuerpo tenía la tensión de las cuerdas de un laúd. No conseguí dormir. Farax me propuso que fuésemos al baño. Acaso el calor y el masaje me aliviaran. Lo miré largamente, largamente. Y, de pronto, se echó a llorar con rabia igual que un niño, y me estrechó contra su pecho. Luego, tragándose las lágrimas, me separó de él. Yo le envidié que pudiese llorar y también que pudiese dejar de llorar.

A mediodía vino a buscarme Hernando de Baeza. Estaba muy conmovido y, por circunspección, trataba de disimularlo, lo que le hacía parecer más conmovido aún.

—Se han quitado el luto, señor.

—¿Qué luto? —pregunté desconcertado.

—El que llevan por la muerte del príncipe de Portugal.

—Ah, ellos. Te refieres a ellos. El nuestro empieza hoy.

Yo no veía nada; no oía nada.

Procuraba inútilmente lo contrario de lo que había procurado inútilmente en el lecho. Ahora sí quería ver y oír, y no podía. Me habían bañado; me habían perfumado; me habían vestido. A la puerta me esperaba una cincuentena de caballeros. Monté también yo. El barro me manchó un borceguí. El mundo entero se redujo de repente a esa mancha de barro. No conseguía separar mi vista de ella. Marchaba y la miraba. En el cuero claro, era como un cuajarón de una vida extraña y repugnante.

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