El manuscrito carmesí (70 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Cuántas contradicciones en el comportamiento de los hombres, y no sólo en su comportamiento, sino en su misma esencia. A no ser que se halle bajo tales contradicciones una idea persistente; pero ¿cuál?

Nuestra religión es, en principio, respetuosa: el judaísmo y el cristianismo no son para nosotros religiones extrañas; la salvación es susceptible de ser alcanzada también por sus caminos, y no puede la fe coaccionarse. ¿No fue Ibn Arabí quien dijo: ‘Mi corazón es pasto para las gacelas, un convento para los monjes cristianos, un templo de ídolos, la Kaaba del peregrino, las tablas de la Torá y el libro del Corán’? ¿Y no añadió: ‘Practico la religión del amor; en cualquier dirección que progresen sus caravanas, la del amor será mi religión y mi fe’? ¿O es que son sólo los que más se elevan, los que más progresan, quienes entienden los preceptos?

¿Y por qué no imitarlos? ¿No será que los hombres vulgares —y los reyes vulgares— no se rigen ni actúan, en realidad, bajo preceptos religiosos?

Nuestra enemiga contra los judíos se apoya en que denigran al profeta Jesús; nuestra enemiga contra los cristianos se apoya en que lo divinizan: porque lo que el Islam pretende es renovar la religión de Abraham, de la que nace el Libro que a las tres las concreta. Y aun así, según el Enviado, la guerra santa grande es la que se desenvuelve dentro de nuestra propia religión; la pequeña, la dirigida contra los atacantes exteriores. Más todavía: si éstos se rinden antes de ser vencidos, gozarán del “aman”, es decir, de la inmunidad y del perdón. Las sinagogas y las iglesias se conservaron; fue tolerado el ejercicio de sus cultos. El impuesto personal con que los andaluces gravamos a los cristianos y a los judíos sólo era un sustituto del servicio militar: quienes no estuviesen obligados a él —mujeres, niños, monjes, inválidos—, tampoco estaban obligados a pagarlo. ¿Acaso el Islam no mejoró la vida de la mayoría?

¿No fueron repartidos y mejor cultivados los amplios latifundios anteriores? ¿No se libertaron los esclavos por su conversión, porque ningún musulmán puede serlo, o por su rescate, cosa que antes no estaba autorizada? Y la conversión, ¿no se reducía a la aceptación del Islam como una ley social? Lo obligatorio es sólamente la conducta exterior que el Corán marca; el grado en que se interiorice esa conducta no es objeto de mandato.

(Ocurre con esto lo contrario que con las arquitecturas: la nuestra se concibe desde dentro y para dentro; su aspecto nos es indiferente; el exterior se contempla por ventanas con celosías que resguardan la plena intimidad. Por el contrario, los cristianos construyen para ser vistos por quienes pasen por la calle, y procuran ser por ellos envidiados.) Sin embargo, por esa única obligatoriedad de la conducta aparente es por lo que los cristianos nos acusan de hipócritas, siendo así que ellos, al exigirse a todos una perfección imposible, lo son en mayor grado. Es algo similar a lo que sucede con los místicos que adelantan por las vías espirituales: entre nosotros, son sólo los reclamados por una vocación imperativa; entre los cristianos, a partir del bautismo que es su rito iniciático, son todos los llamados, aunque muy pocos perseveren. De tal razón —de tales razones— dimana que las conversiones al Islam fuesen mucho más numerosas que las contrarias. No fueron provocadas por nosotros: los musulmanes siempre hemos asistido con curiosidad a las celebraciones cristianas, y nos ha seducido visitar sus monasterios en las festividades de sus santos; jamás empleamos la fuerza como palanca de abjuración, aunque sólo fuese por una causa ruin: por cada cristiano que se convertía, perdíamos un tributo.

Me pregunto cómo ha sido posible alcanzar este punto de encarnizamiento de hoy. La religión, en los comienzos musulmanes de España, no dividía. La guerra no era una cuestión esencialmente religiosa; los cristianos andaluces combatieron a menudo contra los ejércitos del Norte al lado nuestro; los del Norte enviaban a sus hijos a educarse entre nosotros, y casaban a sus princesas con nuestros caudillos, más cuanto más notables: ¿con cuántas hijas de reyes, Sanchos y Garcías y Alfonsos y Bermudos, se casarían nuestros Almanzores? Los cristianos, con quienes convivíamos, aprendieron el árabe hasta el punto de que Álvaro de Córdoba se planteó traducir a él la Biblia, no para convertirnos a nosotros, sino para que pudiese ser leída y entendida por ellos. ¿Qué sucedió después? La batalla de Zagrajas, con Yusuf el almorávide ortodoxo, al que los andaluces tuvimos que recurrir para ampararnos contra Alfonso Vi, lo cambió todo. La guerra expresamente política, por una geografía que los del Norte trataban de recuperar, se transformó en una guerra religiosa, mucho más despiadada e implacable. Entonces se planteó si era el Islam o el cristianismo quien dominaría la Península. Pero ése no era de ninguna manera un dilema andaluz; era un dilema importado de África.

Nuestra debilidad reclamaba socorros exteriores; de allí vinieron, y con los africanos no teníamos otro punto en común sino la religión. Para desgracia de todos —sea quien sea el que se haya favorecido—, fue tal sentido de la guerra el que se impuso hasta ahora desde entonces. Sin embargo, a pesar de los pesares, como yo le decía a don Gonzalo Fernández de Córdoba, cada vez menos, pero hasta ayer, entre luchas y rapiñas, entre esperanzas y desesperaciones, musulmanes, judíos y cristianos, cada cual con su credo, hemos aspirado y respirado en un mundo espiritual no sé si idéntico, pero sí recíprocamente comprensible. A partir de ahora ese mundo no existe. La historia que ha empezado es otra historia. ‘En la realidad más profunda, ¿qué es lo que ha sucedido? —me vuelvo a preguntar—. ¿No se habrán tomado las religiones sólo como un pretexto?’ Los hombres son con frecuencia manejados por circunstancias que ellos mismos no entienden, como quien es arrastrado sin poderlo impedir por un torrente.

El rey Fernando “el Santo” de Castilla fue el primero que se equivocó al contradecir nuestra partición de los latifundios, y al decidir darles a los nobles, como cebo para que le auxiliasen en la conquista, las extensas tierras conquistadas. Los ricos señoríos de los monjes o de los seglares fueron configurando un poder grande, sin que el poder reducido de los plebeyos o de los comerciantes de las ciudades constituyese un contrapeso suficiente. Fue Pedro I quien se dio cuenta de ello, y contra ello reaccionó; pero él era exótico en Castilla: él era, por supuesto, arabizante. Su hermano, por el contrario, cimentó su ambición sobre los nobles perjudicados; contó con el apoyo de los señores, cuyo predominio peligraba.

Y la redención incoada se deshizo: para ellos y también para nosotros.

Porque Castilla es de una pobreza contagiosa; cuando sus pastores descendieron a nuestra Andalucía, trashumando al amparo de las órdenes religiosas, trajeron su hambruna y su miseria, y hundieron la riqueza de nuestro califato. Castilla no produce: consume; no trabaja: guerrea. Tal ha sido su oficio. Y con el militarismo que bajaba de ella, bajaba no sólo el empobrecimiento para la economía, sino para la cultura y para nuestra organización social más justa.

La pretensión integradora del Islam, por la que los habitantes de una ciudad o un pueblo se compenetran y equilibradamente se combinan, tocó a su fin; la batalla de la justicia se había perdido ante el abuso de los privilegiados.

Este efecto destructivo no hizo más que acentuarse con el tiempo.

Se vaciaba Castilla: todos deseaban refugiarse en el Sur; paralizaron su tosca agricultura; se expandieron las grandes y depredadoras trashumancias de la Mesta; se admitieron negociantes extranjeros que compraran la lana, lo único que Castilla produce, aparte de su frío. Y, ante la ruina, se recurrió a las bolsas hebreas, también andaluzas en su mayor parte.

Los castellanos, para continuar comiendo y para continuar gastando, no han contado más que con dos fuentes de ingresos: las expediciones contra nosotros y las matanzas de judíos. Los malos pagadores emplean el decisivo método de asesinar a sus acreedores para saldar sus deudas. Tal situación era propensa a encubrirse bajo un exterior de religiosidad; cuanto más fanática, más ciega y, por tanto, más práctica. Pero ¿combaten los castellanos por su fe, o combaten por su subsistencia? ¿No es por el dinero por lo que luchan contra quienes lo tienen? No obstante, desacostumbrados a ejercer un oficio o una técnica —en lo primero, nosotros, y en lo segundo, los judíos, éramos los versados—, de poco les sirvió poseer la tierra si no la cultivaban, u ocupar los puestos si no sabían hacer uso de ellos, ni cómo administrarlos. ¿Es verdadero dueño de una clepsidra o de un astrolabio o de una brújula quien desconoce su utilidad, o de un jardín quien no lo labra ni disfruta sus flores? El pueblo menudo de Castilla sólo se mantuvo a fuerza de botines de guerra y saqueos de aljamas; por interés, siempre estuvo dispuesto a secundar la voz que lo condujera contra Granada y contra las juderías. Y sus reyes, desde el extremo opuesto, se adiestraron en emplear con impune seguridad tales argumentos homicidas: no argumentos religiosos, que miran hacia la otra vida, sino económicos, que miran hacia ésta, aunque finjan devoción con los ojos en blanco.

Estos reyes de hoy, Isabel y Fernando, han aportado dos novedades: la de reunir en sus personas el Aragón, que vivía de fuera, y la Castilla hambrienta, y la de fortificarse contra los señoríos, una vez enardecido, colmado de promesas y dominado el pueblo pordiosero. Los dos de consumo se fortalecen y mutuamente se sostienen: para fundar una monarquía consistente, el poder ha de estar en una mano sola. Por las noticias que tengo, el primero que adivinó sus intenciones fue el cardenal Mendoza, que con habilidad sometió su gran familia a ese mando exclusivo; no en función de la patria, que es para ellos un concepto inexistente, sino del propio beneficio: los Mendoza inundaron las administraciones de la iglesia, del reino, de los ejércitos, de las ciudades; pero ya no en nombre propio, sino al servicio de quienes los nombraban. La ganancia, si no la dignidad, seguía siendo la misma.

Con qué claridad veo que el pueblo menudo y menesteroso no cree con sinceridad en su Dios, ni los grandes señores en sus pueblos, ni los reyes en sus vasallos chicos o grandes, del tamaño que sean. Los reyes mienten cuando exclaman postrados: ‘No para nosotros, Señor, sino para ti el poder y la gloria’.

Cada hombre busca su provecho; a veces lo disfraza con vistosos ropajes de desprendimiento, y lo denomina Dios, rey o patria; a veces lo deja desnudo, y se bate como un lobo solitario. Para que renuncie a la violenta codicia de un cubil, de un alimento, de una pareja, ha de unirse con otros hombres bajo un poder común que satisfaga esas tres necesidades, y que después le invite a vivir en una ciudad justa, donde la convivencia con los otros enriquezca la vida de cada uno, sea cual sea el Dios que adore, la lengua en que se exprese y el matiz de su piel. Eso fue lo que, dentro de la Península, el Islam intentaba.

Anoche he sufrido una aniquiladora pesadilla. Soñé, con toda clase de detalles vívidos y exactos, cómo perdía Granada, y cómo la entregaba, y cómo era expulsado de ella. En el sueño, no obstante, había una nebulosa mitigación del sufrimiento: de un modo enigmático, que sólo obra en los sueños, sabía que soñaba. Para sacarme de aquella angustia que me hacía gemir, me despertó Moraima.

Con ello me indujo a otra pesadilla peor: la de esta realidad de la vigilia, en la que todo lo que soñé se había producido de antemano.

Las crónicas, no sé si para facilitar su acceso a futuros lectores, o para simplificar las historias, que son siempre inenarrables, reducen cada reinado y cada batalla a una partida de ajedrez.

Yo mismo tiendo a ello: tan grande es la pasión del hombre por el juego, que de alguna manera disculpa sus errores con el azar.

Cuando se conquistó Toledo, un sabio, Abu Mohamed al Asal, lanzó un grito de alarma:

“Habitantes de Andalucía, espolead vuestros corceles.

Detenerse ahora sería una hueca ilusión.

Los vestidos suelen rasgarse por los bordes, pero España empezó a desgarrarse por el centro.”

Por el centro del tablero —y cada tablero ostenta a los adversarios de un mundo, sea grande o sea pequeño—avanzaron los peones de la partida. Temerarias fueron las apuestas, y la baza, cuantiosa; las jugadas se llamaron irremisiblemente unas a otras. Con razón lo que en árabe denominamos “al sak mat” lo denominan los cristianos ‘jaque mate’: para nosotros significa “el rey ha muerto”. Tal es lo que en mi partida y en mi tablero ha sucedido. En lo esencial se identifican todos los idiomas.

A veces, en estas noches tan prolongadas que parecen detenerse, cuyas horas son como días oscuros, juego al ajedrez con Bejir o Farax; ríen cuando me ganan, es decir, ríen siempre. Moraima levanta sus ojos de la labor y les regaña; ella, cuando juega conmigo no juega contra mí: se olvida de hacer el movimiento que le daría la victoria. Sin embargo, con Aben Comisa o El Maleh me niego a enfrentarme: aunque no me hagan trampas, no consigo evitar la sospecha de que me las hacen. Prefiero ver cómo juegan entre sí, y se traban en eternas discusiones, que conducen a un empate final al que ninguno de ellos se resigna.

Me traje de la Alhambra mis libros predilectos y otros aún no leídos. Muchos están encuadernados bellamente en cuero rojo o azul con abrazaderas de plata cincelada.

Pero los que antepongo a los otros son los usados y envejecidos por el roce de manos que me precedieron, y que percibo que se unen a las mías mientras los sostengo. Numerosas generaciones leyeron las páginas que, al albur, leo hoy. El libro se ha transmitido, como un emisario silencioso, de siglo en siglo, de país en país y de hombre en hombre.

Él acoge la memoria del mundo y también la profecía del mundo; la historia pretérita de la Humanidad y la brumosa historia venidera.

Todo está resumido y prevenido en esa antorcha que va de mano en mano iluminando la tiniebla.

Evocar la casi infinita continuidad y la inabarcable herencia de los libros, en cuyo regazo se apacienta la sabiduría y la curiosidad y el cataclismo y el amor de los hombres, me enaltece y me emociona.

Ellos me conducen a una compartida serenidad, y cada día me imagino menos sin su compañía generosa.

En éstos de la Alhambra, no sólo me instruye su contenido, sino el ambiente que los rodeó y los saboreó: las negligentes estanterías en las que descansaron, el meticuloso trabajo de quien los escribió y de quien los copió y de quien los cosió y encuadernó, un inmarchito aroma de humedad y de piel, sus palabras que fueron susurradas, las vibraciones que provocaron en algún corazón, o las llagas que restañaron. Los objetos, a los que nunca respetamos lo bastante, son enriquecidos por quienes los usaron a través de los años, a través de los siglos. Tomo en ocasiones libros que pertenecieron a mi antepasado Mohamed “el Faquí”; tomo otros que provienen de la biblioteca omeya de Alhaquem II, que reunió en Medina Azahara más de 600 mil volúmenes, antes de que la barbarie humana la destruyera, y me quedo sobrecogido, sin atreverme a leer, como con un corazón entre los dedos, o como con un pájaro inmóvil y anhelante que podría, de súbito, romper a gorjear. Aquí en Andarax hay horas en que el libro es en sí mismo, independientemente de lo que contiene y significa, el que palpita y emana y quema y apresura el ritmo del mediodía y satura las tardes. En esas horas es la fusión de quienes lo escribieron y confeccionaron y de los lectores previos a mí lo que más me conmueve; el engarce con los dueños sucesivos que acaso un día, como ahora yo, volvieron su imaginación hacia atrás y se vincularon con el pasado, igual que yo hago hoy con el mío, del que ellos forman ya parte. O quizá miraron hacia su futuro y me entrevieron o me adivinaron a mí, lector también, o sultán derrocado, tataranieto suyo.

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