El manuscrito de Avicena (27 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Sígalo.

—¡Está loca! Yo ya he hecho mi parte del trato. Acepté traerla y aquí está. Esa es su casa y ese su marido. Ahora deberá continuar sin mí.

Alex crispó los puños impotente, se despidió cortante y se precipitó hacia el
Lancia
del doctor Salvatierra. Unas centésimas de segundos más tarde un
Alfa Romeo
de color gris abandonaba su estacionamiento y se situaba tras el automóvil del médico. Corrió en pos de los dos, y cuando su cuerpo no la dejó proseguir se detuvo en mitad de la calle, asfixiada y a punto de vomitar. Lo que no sabía es que alguien circulaba en su dirección. Cuando reparó en él, ya lo tenía encima.

Eagan iba a ausentarse de casa para regresar a su despacho en Scotland Yard cuando el teléfono sonó. Muy pocos disponían del número de su residencia en Brighton, y la mayoría no le importunaría si no fuera importante.

—¡Ya me encargo yo! —Gritó tratando de impedir que el mayordomo o su mujer atendieran el teléfono—. Al habla Eagan, ¿qué ocurre Sawford?

—¿Qué tal, Jerome? —respondió el director del MI6—. Hay buenas noticias para ti. Al final va a resultar que siempre caes de pie.

—No te vayas por las ramas. Di lo que tengas que decir... —El comisario no estaba para bromas.

—¡Que te estoy haciendo un favor! No te pongas quisquilloso. Parece que todo vuelve al cauce del que nunca debió escapar —agregó con buen humor—. Tengo a dos agentes detrás de tu hombre y de Anderson.

—Realmente son buenas noticias. Creí que las cosas se habían puesto definitivamente negras para nosotros después de lo de anoche en el laboratorio...

—Sí, eso pensé yo también. Has de reconocer que tarde o temprano el MI6 funciona.

—No empecemos con lo mismo —advirtió Eagan, que comprendía que su error con el inspector le acarrearía el pitorreo del jefe del servicio secreto británico durante meses—. Y pasando a otro tema que me preocupa bastante más, ¿qué pasa con esa operación de Al Qaeda, el
Día del juicio Final?

—Tu teléfono seguirá siendo seguro... —interrogó Sawford.

—¿Lo dudas?

—El
Día del juicio Final
es una operación terrorista a gran escala. Quieren hundir el sistema económico y las comunicaciones..., todo tipo de comunicaciones incluido Internet. Y atacar..., no sabemos cómo, si con aviones, con misiles, con coches bombas... ni dónde...

—¡Qué demonios es esto! ¿Entonces qué coño sabéis?

—Nada, o muy poco. Pero aprendemos rápido.

—Al menos sabréis para cuándo.

—Interceptamos una serie de comunicaciones entre distintas células, al parecer pretenden iniciar una operación a gran escala en el primer aniversario de la muerte de Avicena.

—¿Y cuándo será?

—En 2037.

—¡¿Cómo?! Eso es absurdo, faltan aún veintiséis años, no tiene ningún sentido.

—Pues así es, y para ello necesitan ese manuscrito.

El comisario guardaba silencio al otro lado de la línea.

—Por eso es vital que nos hagamos con él—prosiguió Sawford—. No se trata sólo de la vida del sobrino del rey, hay en juego mucho más. Debemos ser los primeros en conseguirlo.

—¿Vas a algún lado? —le preguntó Jeff a través de la ventanilla.

Alex creía soñar. Cuando peor se encontraba, reaparecía su ángel de la guarda.

—Date prisa. Sigue a esos coches, en uno va el marido de la asesina —atinó a explicar con toda la rapidez de que fue capaz mientras se acomodaba en el asiento del copiloto.

El inspector se había arrepentido al poco de marcharse Alex. Lo primero en qué pensó al desaparecer la joven fue en su familia y en una botella de
Jack Daniel's,
y eso le asustó; no podía ni quería quedarse solo de nuevo y además no recordaba nada que mereciera la pena conservar, hacía tiempo que su vida era un tiovivo mareante. Ahora, por primera vez en todos estos meses, sentía que era capaz de superarlo, que ya era momento de pasar página. Fue como un relámpago, tomó conciencia de ello en un instante, entonces se hizo con un coche y buscó un teléfono, llamó a un amigo de Scotland Yard y le pidió ayuda, dos minutos después sujetaba en la mano un trozo de papel arrancado de la guía telefónica de la cabina con la dirección de Silvia Costa.

Jeff pisó el acelerador cuando los dos automóviles desaparecían en una esquina de la calle. En el asiento del copiloto, Alex presionaba las manos sobre sus rodillas, delante de ellos, a escasos cien metros, podría encontrar la clave para hallar a la asesina de su padre, no debía permitirles escapar. A esa hora pocos coches circulaban por la ciudad y eso jugaba a favor del inspector.

Cuando estacionaron el
Lancia
en el parking del Hermitage el médico y Javier se encaminaron hacia el museo.

Un minuto después dos árabes de aspecto pulcro descendían del
Alfa Romeo.
Ya eran casi las diez pero la mañana había despertado emborronada de nubes y el sol apenas calentaba. Los árabes apresuraron el paso para no perder a sus objetivos.

En el lado sur del Hermitage los árboles acentuaban las zonas sombrías por las que caminaban el médico y Javier e impedían vislumbrar con claridad el ala oeste del palacio construido por Carlo Rossi, justo al otro lado de esos árboles. Javier no pudo evitar un pellizco de satisfacción al saber que iba a adentrarse en una de las mayores pinacotecas del mundo. En ese momento recordó a su padre, a pocos kilómetros de allí vivía su tía, tan cerca y no poder conocerla, lamentó.

Andaban despacio, tratando de aparecer como unos turistas más entre los miles que a diario visitan el museo. Cualquier indicio de nerviosismo por su parte les pondría en el punto de mira del servicio de vigilancia y les dificultaría el acceso al recinto. A pocos metros, Abdel Bari y Maymun El-Mufid esquivaron a unos curiosos que fotografiaban el museo. El médico contempló un cartel con el horario de apertura, aún faltaban diez minutos pero ya se formaba un reguero de gente ante las puertas. Se situó en último lugar y observó de reojo a Javier; el agente deambulaba la mirada por la fachada del Palacio de Invierno, de estética barroca y exóticas columnas jónicas, ornamentaciones en oro y verde colorido.

Alex y Jeff aparcaron el automóvil robado a dos plazas del
Lancia.
Se bajaron deprisa y se dirigieron hacia el tumulto de gente que ocupaba la plaza del museo, sin embargo la masa de turistas les hacía imposible avanzar con celeridad. Durante diez extenuantes minutos se movieron a base de codazos y disculpas, aproximándose a las puertas entre las quejas de quienes adelantaban. Justo cuando admitían su fracaso Alex alcanzó a ver al marido de Silvia unos veinticinco metros por delante.

—Están ahí.

—¿Dónde?

—¡Ahí! —Insistió la joven mientras señalaba con el dedo índice un punto determinado de la fila.

Diez pasos detrás de ellos, dos agentes británicos establecieron contacto con su superior.

—Les hemos alcanzado en el museo Hermitage. Están a punto de entrar.

—Un sitio muy concurrido. No es el mejor lugar, desde luego... —Gabriel Sawford reflexionaba—. Esperad el momento oportuno para libraros de ellos..., pero no quiero testigos...

—De acuerdo, señor.

El médico y Javier se aproximaron a la puerta de la escalera Octubre, un guía que hacía cola con un grupo de japoneses les aconsejó que accedieran por allí, sin lugar a dudas era la más cercana a las salas dedicadas a la pintura contemporánea. Fue en ese momento cuando Bari y El-Mufid se acercaron hasta quedar a apenas tres pasos; casi podían respirar en el cogote del doctor Salvatierra.

—¿Te pasa algo Javier? No dejas de mirar hacia atrás... —preguntó el médico.

—Nada, nada... Creí ver algo... Tal vez estuviera equivocado.

Bari advirtió que el agente del CNI lanzaba rápidas ojeadas en su dirección, y ante el temor de ser descubierto agarró con disimulo a su compañero y le obligó a retroceder con calma.

—¡Espera! Aún no es el momento, debemos estar seguros de que lo tiene en su poder.

Alex y Jeff permanecían en la cola. Si continuaban más tiempo en la calle no sabrían por dónde buscar cuando consiguieran introducirse en el museo. La joven se impacientaba.

—No me encuentro bien..., creo que... —dijo mientras su cara se ponía lívida. De pronto, se dejó caer al suelo.

El inspector se agachó inmediatamente y le desabotonó la chaqueta para que respirara mejor, acto seguido apartó a la gente a gritos, y en un momento se formó un círculo en torno a ellos. A Jeff le preocupaba el estado de Alex. La tensión había sido demasiada, tarde o temprano le iba a afectar la muerte de su padre, lo extraño es que no hubiera sucedido antes, dedujo amargamente. De pronto aparecieron dos guardias de algún sitio y ayudaron a Alex a incorporarse y a caminar hacia el interior del museo. Una vez allí, la acomodaron en un sofá y se dispusieron a avisar al servicio médico por radio.

—Perdonen, no es necesario... sólo es un vahído por el embarazo... Me repondré enseguida —explicó con una sonrisa tímida.

Los guardias insistieron un par de veces y Alex se empecinó. Un café y un bollo en la cafetería, dijo, y se encontraría estupendamente. Los dos vigilantes se volvieron hacia las puertas, la gente se agolpaba en todas las entradas y en algunos puntos se habían formado pequeños corros. No era momento de entretenerse, de modo que se olvidaron de la embarazada y regresaron a sus quehaceres.

Jeff permanecía callado a su lado, durante todo el tiempo había supuesto que la muerte de su padre y esta absurda carrera supuso demasiado para ella. Sin embargo, ahora comprobaba sorpresivamente que era una estratagema.

—Bueno, ¿a qué esperas? Vamos dentro, que se nos escapan —le susurró Alex entre dientes al tiempo que lo arrastraba de la chaqueta y sonreía ampliamente hacia los guardias.

Los agentes del MI6 se retrasaban, cuando traspasaron las puertas del museo Alex y Jeff habían desaparecido; si querían recuperar la pista la única opción era el acceso a las cámaras del recinto. Uno de los británicos le mostró su placa a un vigilante y le interrogó acerca de la gestión de las cámaras de seguridad, en un par de minutos penetraban en una habitación rectangular con ocho ordenadores anticuados, tal vez Pentium III, sobre una mesa azul metálico y, detrás, dos decenas de pantallas encastradas en la pared; dos personas de uniforme azul manejaban los controles.

Más de mil personas pululaban a esas horas por las más de ciento treinta salas de los cinco edificios que forman el Hermitage. El agente del CNI se desorientó.

—¿Dónde me llevas? Hemos recorrido ya medio museo —protestó.

—No tienes la menor idea de cómo es este museo. Apenas has podido ver un cinco por ciento.

—Sí, lo que sea..., pero ¿dónde vamos?

—Ahora lo verás —fue la lacónica respuesta del doctor.

Y esa afirmación se convirtió pronto en una exclamación por parte de Javier. A su vista saltaron los tonos marrones y monocordes de
Clarinete y Violín,
los anaranjados de
La Cacerola Verde y la Botella Negra
y los colores vivos del
collage Composición con una pera cortada.
Ante la admiración del agente, que los contemplaba extasiados, el médico olvidó por un momento sus preocupaciones y se le animó el rostro con una sonrisa.

—Son hermosos, ¿verdad?

—Picasso transmite directamente al alma.

—Una definición muy artística para un espía, ¿no te parece?

Javier no contestó.

—No te encariñes demasiado con los cuadros. Debemos continuar —le advirtió.

—¿No es éste el lugar?

—No. Lo que buscamos ha de encontrarse en la siguiente sala,
Las dos hermanas.

Efectivamente, en la habitación contigua el Hermitage exponía otras catorce obras del pintor malagueño. Entre ellas
Las dos hermanas,
una pintura de la época azul creada poco después de que Picasso visitara el hospital de la prisión de Saint-Lazare. Para Silvia el cuadro representaba el dolor y la tristeza más desnuda del ser humano, sin atavíos ni maquillajes que disimularan el desconsuelo; era sencillamente el peso de la vida que te hace inclinar los hombros, te aplasta y te aniquila. El doctor se sentía comprimido por los azules y compasivo ante los rostros de mirada perdida de las dos mujeres.

—Causa impresión, ¿verdad?

—Tiene todo el sentido trágico que algunos pintores de principios del siglo XX le daban a la vida... Así me he sentido yo a veces...

—Yo también..., sobre todo en las últimas horas... —puntualizó el médico.

El agente escudriñó a su acompañante. Había olvidado por un momento a la esposa del doctor Salvatierra.

—Vamos a trabajar. Debemos encontrar a tu mujer.

La sala era de planta rectangular y disponía de dos puertas, tres ventanales y tres bancos con el asiento forrado en terciopelo rojo. No había mucho dónde escoger para ocultar un mensaje, quizá bajo uno de los bancos o en el marco de uno de los lienzos. Sin embargo, las cámaras de las esquinas y los guardias de seguridad que de vez en cuando patrullaban les complicaría una búsqueda exhaustiva. El agente se acercó con cautela al primero de los bancos, se sentó en la esquina para revisar con discreción bajo el asiento, corriéndose con disimulo hacia un lado, primero al centro, más tarde a la otra esquina. Mientras tanto, el médico disimulaba ante una de las pinturas.

Los árabes los observaban desde lejos sin entender qué pretendían, aunque sospechaban que no estaban allí para admirar las obras de arte.

—Lo están buscando, ¡está aquí, está aquí! —Las palabras del terrorista contenían a duras penas la emoción que experimentaba.

Desde la sala inmediatamente anterior Alex y Jeff espiaban también los movimientos del médico mientras los agentes del MI6 ascendían apresuradamente por una de las escaleras que conectaba el primer y el segundo piso, no habían tardado demasiado en encontrarles a través de las cámaras.

El doctor Salvatierra estuvo un buen rato delante de
Las Dos Hermanas
pero acabó por desecharlo al no dar con nada que pudiera indicar que existía un mensaje. ¿Tenía que ser éste? ¿A qué otra cosa se podía referir? Le costaba abandonarlo aunque no podía ser ese cuadro; en el siguiente,
La Danza de los Velos,
obtuvo los mismos pobres resultados, después se paró ante
Mujer sentada.
En ese momento Javier alzó la voz un segundo, lo suficiente para atraer la atención de su acompañante, bajo el segundo banco, justo en mitad del asiento, una tarjeta adherida. Con un solo movimiento, el agente del CNI recuperó la tarjeta de memoria, más tarde averiguaría que era una
Scandisk
de 16 gigas de capacidad, y salió de la sala con un mal disimulado optimismo. El médico le seguía de cerca, sin percatarse que detrás los escoltaban unos árabes y dos ingleses que no conocían de nada. Los espías del MI6 eran los únicos que faltaban para completar la escena, pero ya alcanzaban el segundo piso.

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